EPÍLOGO
En 1525, la prosperidad y paz que gozaba
la Comarca de Lima, bajo la sabia y justiciera administración Inca, se vieron sacudidas
por la mala nueva de la muerte del emperador Huayna Capac, en la lejana ciudad de
Tumibamba.
Después llegó una larga época de
penalidades, dolor y terribles turbulencias. A la cruenta y desconcertante lucha entre los
hijos del Sol, Huáscar y Atahualpa, que tantos sinsabores, entrega de productos y
pérdidas de vidas había costado a la Comarca, siguió un período de pavor y tensa
expectación, motivado por la increíble noticia de que el Apo Atahualpa, vencedor de
Huáscar y jefe de 100,000 guerreros, había sido apresado en Cajamarca por un puñado de
blancos y barbados Viracochas, llegados del mar. Más tarde se supo que los Viracochas
eran dueños del trueno y del rayo, que vestían de metal y que cabalgaban unas enormes
bestias que eran terribles en el combate y que amaban el oro y la plata más que a
cualquier cosa. También se enteraron los lngas limeños que Atahualpa había ofrecido por
su libertad grandes cantidades de esos metales preciosos y que muchas comisiones
recorrían el país recolectando tesoros para el rescate. lnquietos y temerosos, los
pobladores comarcanos esperaban las nuevas procedentes de Cajamarca que decidirían su
destino. El primero de febrero de 1533 los habitantes del valle del Rímac contemplaron
atónitos y recelosos cómo una extraña comitiva, procedente del norte, vadeaba el río.
Entre nubes de polvo, tintinear de cascabeles, repiquetear de cascos y broncas votes de
mando, refulgentes en sus bruñidas armaduras, galopaban, hacia Pachacamac, Hernando
Pizarro, Miguel de Estete y un grupo de españoles seguidos por una fuerte escolta Inca.
Esa fue la primera visión que tuvieron los limeños de los extraños Viracochas.
Después, muchas fueron, infortunadamente, las ocasiones en que los vieron y sufrieron sus
desmanes y tropelías.
Luego pasaron dos años penosos durante
los cuales los Viracochas se apoderaron de todo el país y cometieron los más crueles e
increíbles actos. Destruyeron el ídolo de Pachacamac, ejecutaron al Inca, entraron a
saco en el Cusco, profanaron los templos, apresaron y vejaron a Manco Inca, el nuevo
señor, violaron a las ñustas y Mamaconas, vacearon los depósitos imperiales, asolaron
los campos, mataron y torturaron a troche y moche, para imponer respeto, castigar
rebeldías y buscar confesiones de tesoros escondidos.
Los limeños se enteraban aterrados de
esos inauditos sucesos y contemplaban inermes los hechos que acontecían en su propia
comarca. Así miraron pasar a muchos jinetes e infantes por los senderos comarcanos,
aparándose silenciosa y rápidamente de su trayecto y, a fines de 1533, presenciaron
cómo Nicolás de Ribera, el Viejo, poblaba con un grupo de españoles una parte de
Pachacamac. Más tarde vieron cómo Francisco Pizarro, procedente del Cusco, ocupaba el
palacio de Tauri Chumbi, el antiguo gobernante Inca, y desde allí dirigía los destinos
de lo que fue sector tan importante del Tahuantinsuyo. También, al terminar 1534, fueron
testigos asombrados del encuentro de Pizarro con Pedro de Alvarado, y de las magníficas
fiestas, torneos y juegos de cañas con que el Marqués Gobernador agasajó a su peligroso
invitado y celebró el acuerdo a que habían llegado. Semanas más tarde, a comienzos de
1535, los pobladores del valle rimense se inquietaron por las idas y venidas de un grupo
de caballeros que recorría la Comarca en todas direcciones y hacían preguntas e
indagaciones acerca de la calidad de las tierras, las bondades del clima y la abundancia
de los recursos naturales de los sitios que visitaba. Los caballeros eran Juan Tello, Ruiz
Díaz y Alonso Martín de Don Benito, los exploradores a quienes Pizarro había
encomendado la ubicación de un sitio propicio para la fundación de la capital de su
Gobernación. La elección recayó por unanimidad en el lugar donde se asentaba el pueblo
sede del curacazgo de Lima y residencia de Taulichusco, su Señor.
El 18 de enero de 1535, con el ceremonial
de rigor y de acuerdo a las viejas costumbres castellanas, Pizarro fundó la ciudad de los
Reyes, cerrando un largo período de la hazañosa existencia del Perú e iniciando otro
ciclo preñado de augurios, promesas y esperanzas.

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