|
|
Sin movimiento social
No hay política social*
Cuando uno habla de Europa, no es fácil
que lo entiendan. El campo periodístico, que filtra e interpreta todos los discursos
según su lógica más típica, la del «a favor o en contra», intenta imponer a todos la
débil opción que se le impone a él: estar «a favor» de Europa es decir, ser
progresista, moderno, liberal, o no estarlo y condenarse al arcaísmo, al pasatismo,
al lepenismo, casi al antisemitismo... Como si no hubiera otra opción legítima que la
adhesión incondicional a Europa tal como es y se prepara a ser: reducida a un banco y una
moneda única y sometida al imperio de la competencia sin límites.
Para eludir esta alternativa grosera no
basta con hablar de una «Europa social». Aquellos que, como los socialistas franceses,
han apelado a este señuelo retórico, sólo llevan a un grado de ambigüedad superior las
estrategias del «social-liberalismo» a la inglesa, ese thatcherismo apenas rebajado que
para venderse utiliza en forma oportunista el simbolismo, reciclado mediáticamente, del
socialismo. Es así como los socialdemócratas que hoy están en el poder en Europa pueden
contribuir, en nombre de la estabilidad monetaria y el rigor presupuestario, a liquidar
las conquistas sociales más admirables de los dos últimos siglos y destruir la esencia
misma del ideal socialista: grosso modo, la ambición de reconstruir en forma colectiva
las solidaridades amenazadas por el juego de las fuerzas económicas. Así, trabajan para
inventar el «socialismo sin lo social», que asesta el golpe de gracia a la esperanza
socialista tras las «experiencias» criminales del «sovietismo» que les sirven de
coartada.
Para quienes
podrían juzgar excesivo este cuestionamiento, he aquí algunas preguntas: ¿no es
tristemente significativo que, cuando su acceso casi simultáneo a la conducción de
numerosos países europeos abre a los socialdemócratas la oportunidad de concebir en
común una verdadera política social, no se les ocurre ni siquiera explorar las
posibilidades de acción política que se les ofrecen en materia fiscal, de empleo,
formación o vivienda social? ¿No es revelador que no intenten siquiera contrarrestar el
proceso de destrucción de las conquistas sociales del Estado de Bienestar, por ejemplo
instaurando en la zona europea normas sociales comunes en materia de salario mínimo,
jornada laboral o formación profesional de los jóvenes? ¿No es chocante que se reúnan
para fomentar el funcionamiento de los «mercados financieros», en vez de controlarlos
con medidas colectivas como la instauración de un régimen tributario internacional del
capital (con particular incidencia en los movimientos especulativos a corto plazo) o la
reconstrucción de un sistema monetario que garantice la estabilidad de las relaciones
entre las economías? ¿Y no es difícil aceptar que el exorbitante poder de censura de
las políticas sociales que se les otorga a los «guardianes del euro» impide financiar
un gran programa público de desarrollo económico y social europeo en el campo de la
educación, la salud y la seguridad social?
El espectro de la mundialización
Es evidente que, dado lo preponderante
que son los intercambios comerciales intraeuropeos en el conjunto de los intercambios de
los diferentes países de Europa, los gobiernos de estos países podrían implementar una
política común destinada a limitar la competencia intraeuropea y resistir en forma
colectiva la competencia de las naciones no europeas y, en particular, las imposiciones
estadounidenses. Esto, en lugar de invocar el espectro de la «mundialización» para que
se acepte el programa regresivo que el empresariado viene promoviendo desde los años
setenta: reducción de la intervención pública, movilidad y flexibilidad de los
trabajadores, ayuda pública a la inversión privada mediante asistencia fiscal,
reducción de los aportes patronales, etcétera. En pocas palabras, al no hacer
prácticamente nada en favor de la política que profesan, a pesar de que están dadas
todas las condiciones para que puedan concretarla, revelan claramente que no quieren esta
política.
La historia enseña que no hay política
social sin un movimiento social capaz de imponerla (y que no es el mercado, como se
intenta hacer creer hoy, sino el movimiento social el que «civilizó» la economía de
mercado, contribuyendo así en gran medida a su eficacia). Así, para quienes realmente
quieren oponer una Europa social a una Europa de los bancos y la moneda, flanqueada por
una Europa policial, penitenciaria y militar, la cuestión es saber cómo movilizar las
fuerzas capaces de llegar a este fin y a qué instancias pedirles el trabajo de
movilización. Evidentemente, pensamos en la Confederación Europea de Sindicatos. Pero
nadie contradecirá a los especialistas que, como Corinne Gobin, muestran que el
sindicalismo a nivel europeo se comporta como «socio» preocupado por participar en el
decoro y la dignidad de la gestión de los asuntos europeos, llevando adelante una acción
de lobbying según las normas del «diálogo», caro a Jacques Delors. No se puede negar
que casi no se esforzó por obtener los medios para contrarrestar eficazmente los
designios del empresariado (organizado en la Unión de Confederaciones de la Industria y
los Empleadores Europeos) e imponerle, con las armas clásicas de la lucha social
huelgas, manifestaciones, verdaderas convenciones colectivas a escala europea.
No pudiendo esperar de la Confederación
Europea de Sindicatos que se pliegue por ahora a un sindicalismo resueltamente militante,
es forzoso recurrir primero, provisoriamente, a los sindicatos nacionales. Pero sin pasar
por alto los obstáculos inmensos a la «conversión» que deberán hacer para escapar a
la tentación tecnocrático-diplomática a nivel europeo y a las rutinas que tienden a
encerrarlos en los límites de lo nacional. Y esto, en un momento en que, bajo el efecto
de la política neoliberal y las fuerzas abandonadas a su lógica por ejemplo, con
la privatización de grandes grupos de trabajo y la multiplicación de los «pequeños
trabajos» aislados en el área de servicios, temporarios y de tiempo parcial, las
bases mismas de un sindicalismo de militantes se ven amenzadas, como lo testimonian la
caída de la sindicalización y la débil participación de los jóvenes, sobre todo los
nacidos de la inmigración, que suscitan tantas inquietudes y que casi nadie sueña con
movilizar. Rupturas radicales
El sindicalismo europeo que podría ser
el motor de una Europa social debe ser inventado, y no puede serlo más que al precio de
toda una serie de rupturas más o menos radicales: ruptura con los particularismos
nacionales de las tradiciones sindicales, siempre encerradas en las fronteras de los
estados, de los que esperan los recursos indispensables para su existencia y que delimitan
sus objetivos y campos de acción; ruptura con un pensamiento concordatario que tiende a
desacreditar el pensamiento y la acción críticos y a valorar el consenso social al punto
de alentar a los sindicatos a participar de una política tendiente a hacer que los
dominados acepten su subordinación; ruptura con el fatalismo económico, alentado por el
discurso mediático-político sobre las necesidades ineluctables de la
«mundialización», el imperio de los mercados financieros y hasta la conducción misma
de los gobiernos socialdemócratas que, al prolongar la política de los gobiernos
conservadores, hacen que ésta aparezca como la única posible; ruptura con un
neoliberalismo hábil para presentar las exigencias inflexibles de contratos de trabajo
leoninos bajo la apariencia de la «flexibilidad» (por ejemplo, con negociaciones sobre
la reducción del horario de trabajo y la ley de las 35 horas, que encierran todas las
ambigüedades de una relación de fuerzas cada vez más desequilibrada); ruptura con un
«socialiberalismo» de gobierno propenso a dar a las medidas de desregulación que
favorecen las exigencias patronales la apariencia de conquistas de una verdadera política
social.
Este sindicalismo renovado convocaría a
agentes movilizadores animados de un espíritu internacionalista y capaces de superar los
obstáculos vinculados a las tradiciones jurídicas y administrativas nacionales y a las
barreras que separan las ramas y categorías profesionales, las clases de género, edad y
origen étnico. Es paradójico que los jóvenes, en especial los provenientes de la
inmigración tan presentes en los fantasmas colectivos del miedo social,
tienen en las preocupaciones de partidos y sindicatos progresistas un lugar inversamente
proporcional al que les acuerda en toda Europa el discurso sobre la «inseguridad».
¿Cómo no esperar una suerte de internacional de los «inmigrantes» que una a turcos,
kabilas y surinamitas en la lucha que podrían encabezar, junto a los trabajadores
europeos, contra sus empleadores y las fuerzas económicas dominantes, que son tan
responsables de su emigración? Quizá las sociedades de inmigración ganarían mucho si,
objetos pasivos de una política securitista, estos jóvenes «inmigrantes» que en
verdad son ciudadanos europeos, a menudo desarraigados y excluidos de las
organizaciones de contestación, y sin otra salida que la sumisión resignada, el delito o
los tumultos suburbanos, se transformaran en agentes de un movimiento social constructivo.
Para desarrollar en cada ciudadano la
disposición internacionalista que hoy es condición de toda estrategia eficaz de
resistencia hay que imaginar una serie de medidas, como instaurar en cada organización
sindical instancias que traten con las organizaciones de otras naciones para recoger y
hacer circular la información internacional; establecer reglas de coordinación en
materia de salario, condiciones de trabajo y empleo; instituir paridades entre sindicatos
de iguales categorías profesionales o de regiones fronterizas; fortalecer, en las
empresas multinacionales, comisiones internacionales capaces de resistir las presiones
atomizantes de las direcciones centrales; promover políticas de reclutamiento dirigidas a
los inmigrantes, que se convertirían en agentes de resistencia y cambio, y dejarían de
ser usados como factores de división e incitación al pensamiento nacionalista o racista;
realizar la «conversión de los espíritus» necesaria para vincular las reivindicaciones
en el trabajo con las exigencias en materia de salud, vivienda, transporte, formación y
ocio, y para reclutar y resindicalizar los sectores tradicionalmente desprovistos de
medios de protección colectiva (servicios, empleo temporario).
La verdadera unión europea
Pero no se puede prescindir de un
objetivo: la construcción de una confederación sindical europea unificada. Esto es
indispensable para orientar las innumerables transformaciones colectivas e individuales
que serán necesarias para «hacer» el movimiento social europeo. Aunque hay que tener
cuidado de no pensar el movimiento social europeo del futuro según el modelo del
movimiento obrero del siglo pasado. La estructura social de las sociedades contemporáneas
experimentó cambios profundos, entre los cuales el más importante es la disminución, en
la industria, de los obreros frente a los «operadores», quienes, más ricos en capital
cultural, podrán concebir nuevas formas de organización, nuevas armas de lucha y nuevas
solidaridades.
No hay condición previa más absoluta
para construir un movimiento social europeo que el repudio de las formas habituales de
pensar el sindicalismo, los movimientos sociales y las diferencias nacionales. No hay
tarea más urgente que inventar las nuevas formas de pensar y actuar que impone la
precarización. Fundamento de una nueva forma de disciplina social, nacida del temor al
desempleo, la precarización generalizada puede originar solidaridades de un tipo nuevo,
en especial cuando suceden crisis particularmente escandalosas, que adoptan la forma de
despidos masivos impuestos por el deseo de ofrecer suficientes ganancias a los accionistas
de las empresas. El nuevo sindicalismo deberá apoyarse en las nuevas solidaridades entre
víctimas de la precarización, las profesiones de la salud y la comunicación, así como
entre los empleados y los obreros. Y deberá esforzarse por producir un análisis crítico
de las estrategias, a menudo sutiles, con las que colaboran ciertas reformas de los
gobiernos socialdemócratas y que pueden resumirse en el concepto de «flexplotación»:
reducción de las horas de trabajo, multiplicación de los empleos temporarios y de tiempo
parcial. Análisis difícil de realizar ya que, por una suerte de efecto de armonía
preestablecida, las estrategias ambiguas son ejercidas a menudo por víctimas de
estrategias similares: docentes precarios a cargo de estudiantes marginalizados y
destinados a la precariedad, trabajadores sociales sin garantías sociales que deben
asistir a poblaciones de las que se hallan muy próximos.
Pero es necesario también terminar con
otros preconceptos que desalientan la acción, como la oposición que formulan algunos
politólogos entre «sindicalismo protestario» y «sindicalismo de negociación». Esta
representación desmovilizadora impide ver que las conquistas sociales sólo pueden
obtenerse mediante un sindicalismo capaz de movilizar la fuerza de contestación necesaria
para arrancarles al empresariado y a las tecnocracias verdaderos avances colectivos y para
negociar e imponer los compromisos y las leyes que los vuelvan duraderos. Hoy es su
incapacidad para unirse en torno a una utopía racional (que podría ser una verdadera
Europa social) y la debilidad de su base militante lo que impide a los sindicatos superar
los intereses de corto plazo y dar toda su fuerza especialmente integrando a los
desocupados a un movimiento social capaz de combatir los poderes
económico-financieros en el lugar de su ejercicio, ahora internacional. Los movimientos
internacionales recientes, entre los cuales la marcha europea de los desempleados es sólo
el más ejemplar, son los primeros signos del descubrimiento colectivo de la necesidad
vital del internacionalismo o, mejor aún, de la internacionalización de los modos de
pensamiento y de las formas de acción.
Traducción de Elisa Carnelli.
* Tomado de Clarín Digital, Lunes 07 de junio de 1999. Fue
publicado con la siguiente nota: "Los gobiernos socialdemócratas, que son mayoría
en Europa, están liquidando las conquistas sociales. Es preciso, entonces, diseñar otras
formas de lucha contra la precarización a nivel internacional. Los sindicatos tienen un
rol clave en la creación de nuevas solidaridades que trasciendan los límites de cada
país". |
|
|