Carlos Eduardo Zavaleta A Estuardo Núñez, mi antiguo maestro y actual colega y amigo, con gratitud por sus enseñanzas respecto al influjo de los escritores en lengua inglesa sobre el Perú. Pese a haber escrito un lejano ensayo juvenil sobre Hamlet1 antes de enseñar en San Marcos, me siento abrumado por el doble tema de esta noche, pues si ya una historia es suficiente, dos pueden ser demasiado, no sólo para el expositor sino para los oyentes. Para darme fuerzas, he pensado en que, de algún modo, todos aquí en la sala sabemos muchas cosas sobre Hamlet y Otelo, esos dos grandes personajes, y más que nada, sobre el genio de Shakespeare, quien pertenece a lo que el impetuoso crítico polaco-norteamericano Jan Kott llama "el tesoro común de Occidente, un conjunto de obras que forman una cadena de oro... la Biblia, la tragedia griega, la Eneida de Virgilio, y Ovidio, la obra teatral de Shakespeare (a las que podríamos añadir a Cervantes, Lope y otras). Esta herencia tiene un valor inconmensurable. Es el mundo en el cual seguimos chapoteando. Todo cambia y todo sigue igual"2. En seguida, para darme fuerzas también, me he encomendado a un entrañable amigo común, que no ha muerto para mí, Jack Harriman, digno lazo que ha unido culturalmente a Inglaterra y al Perú en los últimos cincuenta años. Yo apenas era un estudiante prófugo de la Facultad de Medicina, y daba mis primeros pasos en la de Letras, cuando Jack me recibió en su modestísima oficina del segundo piso de la Casona de Urrutia, cuando el British Council era pobre, y ahí hablábamos de cosas serias para mí, de la necesidad de una cátedra de Literatura Inglesa en alguna universidad peruana, y de cómo había quedado Inglaterra después de la segunda guerra mundial. Él era un incurable reilón y optimista, pero a la vez práctico, y así nada malo podía durar mucho hablando con él; luego, me invitaba una taza de té y simpatía, años antes de que la pieza teatral de ese nombre existiera, y me despachaba aconsejándome ver a Nilda Cáceres en la biblioteca, a pedirle prestados libros y discos para mejorar mi conocimiento de la cultura inglesa, pero no de su idioma, que por suerte ya me atraía. Así, en casa, escuché por primera vez la metálica, ondulante, temblorosa, o vibrante y tamizada voz de Anthony Quayle, en su inolvidable papel de Otelo. Esos discos, primero, y luego las películas Romeo y Julieta, con Leslie Howard y Norma Shearer; Como Gustéis, con Lawrence Olivier y Elizabeth Bergner; y finalmente, el mismo Olivier en Ricardo III, Enrique V y Hamlet, quizá no en el orden exacto en que fueron filmadas, contribuyeron a mi admiración por el genio de Stratford-upon-Avon, facilitándome la lectura de sus libros, ya sea directamente y con trabajo, o así fuera en traducciones de Macpherson o de Astrana Marín, pues en aquel tiempo, en el país, no se hablaba de las espléndidas versiones de nuestro compatriota José Arnaldo Márquez y de Marcelino Menéndez Pelayo, ambas recomendadas por la Real Academia Española. He aquí, en resumen, una pobre, grosera y humilde iniciación en las obras del genio, experiencia que hemos compartido miles de jóvenes en América Latina, como sin duda en otras partes del Tercer Mundo, donde Shakespeare es juzgado como un gran maestro de las letras, pero también como un amigo de todos los días. Con los años, graduado ya de bachiller y preparando la tesis doctoral sobre William Faulkner otro notable discípulo no muy lejano de la Biblia de King James y de Shakespeare, llegué becado a Londres en el verano de 1957, en junio exactamente. Mi mujer y yo sabíamos que la famosa pareja de Lawrence Olivier y Vivien Leigh estaban actuando en la ciudad y así fuimos a verla al día siguiente. Pero, ¡oh, sorpresa!, ellos animaban la obra menos conocida del bardo, Tito Andrónico3, de la cual dicen algunos críticos que no es suya, cuando en verdad es la primera pieza publicada por Shakespeare en 1594. Ahí, con el corazón frustrado y encogido, pero de algún modo felices, vimos a la delicada Vivien Leigh en el trágico papel de Lavinia, hija de Tito Andrónico. Ella apareció en túnica blanca, lánguida, muda (los enemigos de su padre la habían violado y cortado la lengua y las manos, y sólo quedaban sus muñones vendados, esto es, una calamidad para los ojos y el alma), y junto a ese bello cuerpo herido estaba Lawrence Olivier, transformado en un patricio romano, en toga blanca, sumido en una tempestad de violencia y venganza, luchando contra violadores y asesinos (entre ellos Aaron, moro, amante de la reina Tamara, encarnado justamente por Anthony Quayle). Luego, el anciano Tito preparó la degollación de una parte de sus enemigos, cuya sangre caería sobre una jofaina sostenida por los muñones de Lavinia, y esa sangre sirvió para cocer un pastel y ofrecerlo en un banquete al propio emperador Saturnino, su primer y mayor enemigo, escena final en que casi se matan a espada todos, incluyendo el emperador, la reina Tamara y también Tito, pero subiendo por fin al trono un hijo de Andrónico, quien ensaya un discurso al pueblo, que después sería pulido y refinado cuando, en otra obra, muriera Julio César y entonces Shakespere tejiese el admirable discurso de Marco Antonio. Esa retahíla de muertos y toda la triste pieza tiene un título exacto: La más lamentable tragedia romana de Tito Andrónico. Para no ser más terrorífico aún, he omitido decir que, previamente a la escena final, Tito mata a su hija Lavinia para ahorrarle la vergüenza de la violación y las mutilaciones, y también acepta hacer un terrible intercambio con sus enemigos, el de una mano suya por la vida de dos de sus hijos secuestrados, y por supuesto que los villanos lo engañan, reciben la mano noble y sangrante, y sólo le devuelven las cabezas de sus hijos. En verdad, Shakespeare sólo adaptó aquí una o varias piezas anteriores, mejorándolas si la cotejamos con sus antecedentes. Según muchos críticos, entre ellos Jorge Luis Borges, Shakespeare solía adaptar para las momentáneas necesidades de un conjunto de cómicos una comedia ajena o un sangriento episodio... Shakespeare, empresario y actor, escribió para su hoy, que es el ayer y que será el mañana. Poco le interesaban los argumentos, que remataba de cualquier modo, con sus parejas de amantes afortunados o con su retahíla de muertos; mucho (le interesaban) los caracteres, y las casi infinitas posibilidades del idioma inglés, con su doble registro de palabras germánicas y latinas4. En estos juicios de Borges hay una verdad la de que prefería los personajes por encima del argumento pero también hay una exageración, al decir que remataba de cualquier modo la trama. Eso no, Shakespeare siempre mejoró y superó los textos heredados por la tradición teatral isabelina o los datos que recogía de libros antiguos y famosos. No olvidemos esta calidad suya de refinado perfeccionista, el cual, de un charco de sangre como es Tito Andrónico, va a extraer una joya intelectual como Hamlet, con el tema de la venganza al fondo de ambas piezas. Buena parte del argumento de Hamlet es heredado, pues se trata de una historia que se hunde muy lejos, quizá hasta el siglo XII, en las páginas de la Gesta Dánica, escrita por Saxo Gramático o Sajón el Letrado5. Desde ahí corren los innumerables detalles, que citan textos griegos, latinos y franceses, ordenados en cuatro fuentes, de la más antigua a la más reciente: la historia romana de Bruto, el argumento de Ambales, la historia de Saxo, y la de Belleforest. Juntas, pintan el retrato del Hamlet preshakesperiano, vinculado, según Gilbert Murray, con mitos y rituales del héroe griego Orestes. Esos argumentos tradicionales tendrían un origen común en el antiguo rito del asesinato periódico de un rey; o mejor, como lo señala Charles W. Eckert, "los tres héroes más importantes, o sea el griego Orestes, el romano Bruto y el escandinavo-cristiano Hamlet, se vincularían todos con los festivales de Año Nuevo, y especialmente con los ritos purgativos y de iniciación, que se efectúan por ese tiempo"6. Sin embargo, estas influencias no deben hacernos olvidar el ejemplo más directo de unas piezas teatrales, contemporáneas a Shakespeare, donde el argumento tradicional había encarnado ya en una fórmula escénica, gustada y aplaudida por el público, y juzgada por los autores como una convención más o menos respetable. El Hamlet de Shakespeare fue inscrito en el Registro (Stationer´s Register) el 26 de julio de 1602; impreso defectuosamente en cuarto, en 1603, y por segunda vez en cuarto, en 1604, aparte, por supuesto, de aparecer en el Primer Folio de 1623. Su fecha de composición se señala entre 1600 y 1601. En resumen, decía, los temas de venganza eran muy solicitados y populares. El favorito del público, Thomas Kyd, había escrito, quizá antes de 1588, La tragedia española, esa llamada "madre" de las piezas de venganza. Según el crítico G. B. Harrison:
Este modelo consabido entraña un desarrollo gradual, un ritmo del esclarecimiento y del castigo. Empieza con el crimen, generalmente un asesinato por diversos móviles; continúa con el "deber de venganza", recaído sobre el pariente próximo, que halla multitud de obstáculos para identificar al culpable, hasta que, en el último acto, el criminal recibe su espectacular merecido. Según el propio Harrison, no se buscaba seguir la ley del ojo por ojo y diente por diente, sino los dos ojos por uno, y toda la quijada por un diente, con el añadido de tormentos físicos y mentales para despachar al culpable al infierno, en una condenación que fuera espiritual y eterna. (Atención a este punto, cuando recordemos por qué Hamlet no mata a su tío al verlo rezando, quizá arrepentido de su crimen, pues si lo mata en ese instante, lo despacharía al cielo y no al infierno. ¿Qué clase de venganza sería ésa? Un premio, no una venganza). También se vincula el Hamlet con dos piezas de John Marston, ambas escritas en 1599, en especial con La venganza de Antonio, de veras minuciosa y complicada en desenredar los obstáculos y culpas, y en el número de muertos, porque hay inclusive una delicada muchacha que sucumbe sólo de un ataque al corazón, menos mal, y también hay escenas macabras en que la sangre del muerto se esparce sobre la tumba, y hasta un fantasma que, consumada la venganza, se retira complacido del escenario. Pues bien. En manos de Shakespeare, esta "obligatoria venganza" gana en riqueza, ingenio, variedad y profundidad. Él renueva y transforma los elementos gastados de un vasto melodrama. Sus principales añadidos o variaciones son los siguientes:
Mención especial merece Ofelia, la única inocente de ese mundo corrupto y cruel, "esa rosa de mayo, preciada niña, dulce Ofelia", que se ahogó "mientras cantaba estrofas de antiguas tonadas", y que también muere, pues aquí no hay sitio para el amor, aunque por un instante el amor haya brillado entre la niebla. En la tragedia griega, según el principio de jerarquía, el elemento principal interno era la trama; aquí ella ha quedado como un fondo gris, como si el viejo tema de la venganza se confundiera con algo más grande, con la fatalidad que envuelve al héroe y lo hace cometer un desliz o error de juicio. Hamlet no comete ese error, sino sufre las consecuencias de errores ajenos, del medio en que vive, de la tradición. Pero esa fatalidad le permite una lucha singular contra las sombras, como el sol en un día nublado. Si demora mucho en decidirse, quizá sea para que lo veamos mejor, para que oigamos sus juicios poéticos y sintamos las debilidades de los hombres buenos, de quienes huyen del mal y de la perversión, pero que son arrastrados por la corriente sombría, así como también fue arrastrada la inocente Ofelia. Pero en la obra no sólo brillan el retrato nítido de Hamlet y el neblinoso y fugaz de Ofelia. Hay otros personajes sólidos, cuya evolución psicológica es gradual e independiente: Claudio, el regicida, el hermano infiel carcomido por la hipocresía, la lujuria y la ambición del poder, quien sólo finge arrepentimiento, pero sigue urdiendo fechorías; Gertrudis, la reina casquivana y tornadiza, "mujer indecorosa, no criminal", según Eugenio María de Hostos; Polonio, el cortesano hablantín y miserable; Horacio, el sabio y oportuno amigo, la calma en medio de la tempestad; Laertes, el cortesano zigzagueante, honorable a ratos y traicionero después. Y también dos personajes más, especie de gusanos de la corte, Rosencratz y Guildenstern, adulones del Rey y listos a cumplir su voluntad, así fuese el crimen, falsos e infieles como nadie. Todos ellos, pero cada cual en su temperamento y en su posición social, están muy bien perfilados. También en la tragedia griega, entre los elementos ya externos se consideraba la melopea, la música, como parte integrante del espectáculo teatral. Aquí, además del acompañamiento instrumental que envuelve algunas escenas, esa melopea se da de modo soberbio en el lenguaje, en la melodía verbal, en los monólogos de Hamlet, en las canciones de Ofelia, en el vivo diálogo de Hamlet con los cómicos de oficio, en el excelente ardid de introducir el teatro dentro del teatro y causar la turbación del culpable. Y no hablemos de las innúmeras comparaciones, metáforas e imágenes, logradas por tan excelso poeta. Los monólogos de Hamlet, en especial los dedicados a revelar su tristeza de huérfano y su vergüenza de hijo de mujer liviana, o su calidad de pensador sobre la vida, la muerte, el suicidio, quizá el más allá, y sobre todo la corrupción en torno, son verdaderos poemas en sí mismos, cautivadores por el lenguaje y eficaces teatralmente, que transportan al espectador a las entrañas de nuestros actos, como hombres de carne y hueso. Ellos nos ponen un terrible espejo ante nosotros mismos, como si participáramos de la corrupción o solamente nos dibujara el destino. Los dioses del pasado han desaparecido y ahora debemos ser responsables de nuestros actos, y más aún, debemos cumplir los mandatos de la tradición, renunciando inclusive al amor, que no cuajará, por habérsele rechazado en este mundo perverso y concreto en que vivimos. Un aplaudido estudio de Caroline Spurgeon sobre las imágenes en las tragedias de Shakespeare9, al referirse al vocabulario del personaje Hamlet, insiste en señalar una frase-clave respecto al pecado de su madre, el cual "quita la rosa de la hermosa frente de un inocente amor, y le pone una ampolla". Oyendo esta mordacidad, el espectador se siente en "un sitio ulceroso, corrompiendo e infectando incluso lo invisible"; esta imagen de la corrupción "equivale a toda una enfermedad, a la podredumbre, resultado de la suciedad que avanza porque la gente está enlodada". Y el objeto más odiado para Hamlet es el "lecho infecto" de su madre, "el hediondo sudor... encenagado en la corrupción, prodigando halagos y amorosos mimos en una inmunda sentina". Para la señora Spurgeon, Hamlet no es un indeciso, alguien dudoso entre la razón y la acción, sino que ve el mundo pictóricamente, a través de imágenes, y no por sufrir un drama individual, sino algo mayor y misterioso, una condición de la cual el hombre solo no es responsable, así como no puede culparse a un enfermo por el cáncer que padece, un mal que aniquila imparcialmente a inocentes y culpables. Pero lo vergonzoso es que aquí los culpables se creen inocentes; inclusive el comentario de la madre sobre Hamlet es poético, hermoso, cuando dice que está "Loco, como el mar y el viento cuando disputan entre sí cuál es más fuerte", pretendiendo que su falta de juicio ha borrado en él toda valoración moral posible. Mas allá de esta bella metáfora, la locura de Hamlet es fingida y lo transforma en una especie de actor teatral, quien se halla desempeñando asimismo un papel, a fin de engañar a los demás y cumplir sus fines de venganza. Es un gran acierto el que Hamlet se sienta más feliz que nunca, cuando saluda a los cómicos, con quienes compite en bromas, chanzas, en destreza teatral y poética, y a los cuales propone los cambios de algunos versos en la pequeña pieza "El asesinato de Gonzago", cuya fuerza y simbolismo permitirán descubrir sin dudas al asesino, el Rey Claudio. La confesión de éste se logra por el efectismo teatral, y los espectadores de la pieza interna son también los personajes de la obra principal. Bella forma en que un protagonista se convierte en actor, o en co-director de escena, obligado a ponerse una careta por las circunstancias, disimulando y viviendo dos vidas. Notable juego entre la fantasía, el arte, y la tragedia de la propia existencia. Tanto admira y compara la suerte del actor teatral con la suya, que Hamlet exclama al final del II Acto:
Para concluir esta sección, quizá podamos preguntarnos de una vez: ¿es Hamlet una meditación sobre nuestra condición humana? Sólo diremos que, si bien Shakespeare pudo ser miembro de la iglesia anglicana y compartir a sus creencias, sus obras no responden a la ortodoxia protestante, pues en Hamlet y en Medida por medida cree en el purgatorio, en esa "terrible amenaza"; en cambio, en El Rey Lear hay otra imagen del mundo que no es protestante ni católica. Hay purgatorio, pero éste se halla aquí, en nuestra vida, no más allá. Escritores como Aldous Huxley suponen bien que en la época de las grandes tragedias (entre ellas, Hamlet y Otelo), Shakespeare parecía atravesar por una crisis espiritual, alejándose de pensamientos que hoy llamamos positivos11. Hamlet dijo, por ejemplo, respecto a su entorno: "en la grosera sensualidad de nuestros tiempos, la virtud misma ha de pedir perdón al vicio". El ya citado crítico Jan Kott piensa que Hamlet representa lo que ya no existe, es decir, los valores morales. "En el fondo dice Hamlet es como el fantasma. Hamlet es el fantasma de la era de la Ideología. En la sociedad de consumo y del control no hay nada que elegir"12. Y así nos despedimos del dulce Príncipe, y entramos en otro "orbe de música y violencia" (en frase de Borges) que es justamente Otelo, cuyo origen temático se hallaría en un cuento de la colección Hecatomithi, por el italiano Giraldo Cinthio, publicado en 1565, libro ampliamente conocido en Inglaterra y usado por otros dramaturgos. Shakespeare inclusive pudo haber conocido el tema general de boca de colegas que lo tradujeron. Otelo se registró (en el Stationer´s Register) el 6 de octubre de 1621, con el título de La tragedia de Otelo, el moro de Venecia. El primer cuarto apareció en 1622, diciéndose ahí que había sido puesta en escena varias veces en los teatros Globe y Black Friars. No obstante, su primera representación escénica ocurrió el 1ro. de noviembre de 1604, y fue probablemente escrita entre 1602 y 1603, inmediatamente después de Hamlet. Como exacto epígrafe al empezar Otelo, yo pondría una frase que Hamlet le dirige a Ofelia poco antes de enviarla a un convento. Le dice: "Si te casas, quiero darte por dote una aflicción: así seas tan casta como el hielo y tan pura como la nieve, no te librarás de la calumnia". ¿Qué decir del héroe Otelo? ¿Quién es este moro, que se atrevió a raptar a la hija de un poderoso y blanco senador romano, Brabancio, el cual denunció la osadía por el soplo maligno de Yago, pero a quien el Senado, presidido por el Dux de Venecia, después de oír las razones de Otelo, lo absolvió del rapto y lo confirmó en sus poderes de protector de la isla de Chipre y defensor de la seguridad de la orgullosa Venecia? ¿Hay siempre una discriminación racial, que margina al hombre de color, así como fue marginado el judío Shylock, en El mercader de Venecia, pese a pedir que sólo se cumpliera la ley, pero que fue vencido por las exquisitas triquiñuelas de esa misma ley? ¿Puede ser visto y juzgado Otelo sólo como un jefe militar intrépido, pero normal, digo, como un héroe caído en desgracia por oír los engaños de Yago, el hombre-serpiente? ¿Por qué, pues, señalar en escenas tan tempranas y sucesivas las diferencias de raza, edad y costumbres entre Otelo y Desdémona, preparando así al espectador ante una "lógica" derrota del moro? ¿O sólo puede afirmarse como dicen quienes se fijan en la superficie que la diferencia entre Otelo y Desdémona se halla en que cada uno ha creado en su mente "un ídolo imaginario" del otro? Desde la primera escena, con maestría y velocidad sorprendentes, que hoy envidiaría cualquier cineasta o novelista, Yago domina y dirige la situación, y se vale de Rodrigo para despertar escandalosamente a Brabancio y verter por las calles de la ciudad su veneno a dos voces. ¿Por qué tanto odio desde el comienzo? Yago se explica en el primer monólogo y sólo dice que está resentido con Otelo porque éste ha escogido a Casio como su teniente, en vez de él. Pero, en sus gritos, advierte e insulta en seguida a Brabancio: "Ahora mismo está solazándose con vuestra blanca cordera un macho negro y feo". La frase es denigrante, aunque todavía añade otro disparo al corazón del viejo padre de la hija raptada: "¿Así nos agradecéis el favor que os hacemos? ¿O será mejor que del cruce de vuestra hija con ese cruel berberisco salgan potros que os arrullen con sus relinchos?" Por su parte, Rodrigo llama a Otelo "ese moro soez", "ese infame aventurero, cuyo origen se ignora". A estos insultos iniciales, aun después de haberse casado Otelo con Desdémona, el padre de ésta, Brabancio, le enrostra: "¡Infame ladrón! ¿Dónde tienes a mi hija? ¿Con qué hechizos le has perturbado el juicio?" No hemos llegado a la tercera escena y ya Otelo está cubierto por el esputo del odio. ¿Cuál es su pecado? ¿Haberse casado con una blanca, o ser un extraño para la ciudad que él defiende, o ambas cosas manipuladas por un experto en distorsiones como Yago? En la espléndida escena III, ante el consejo del Dux, se sabe que una armada turca navega hacia Chipre y por tanto se necesitan aún más los servicios de Otelo. He ahí el nivel político; pero, a nivel personal, el senador Brabancio vuelve a insultar al hombre, esta vez delante de sus colegas: "¿Cómo había (Desdémona) de enamorarse de un monstruo feísimo como tú, que ni eres de su edad, ni de su índole, ni de su tierra...? No, sólo con ayuda de Sátanas puedes haber triunfado"13. La sobria respuesta de Otelo es pintar su propio retrato. Nadie, ni Hamlet, se ha dibujado mejor a sí mismo que el valiente y en muchos modos simple soldado Otelo, quien se dirige al Senado y cuenta y resume en una página su vida entera, tal como se la contó a Desdémona y ésta se enamoró de su historia (ella confesará luego: "No me enamoré de su rostro, sino de su valor y de sus hazañas, por eso le rendí mi alma y mi vida"). La extrema sencillez de la siguiente narración, vibra de poesía y de aventuras y viajes por el mundo, por boca de alguien que fue esclavo y se rescató a sí mismo:
El mundo extraño al europeo y las andanzas de este nuevo Ulises son la música que cautiva a una niña mimada en la hermosa Venecia. Otelo convence a todos, menos al padre encumbrado, pero ignorante de los sentimientos de una muchacha, y menos a Yago, quien sigue en su cadena de intrigas, pero que también se pinta otro retrato: "No soy lo que parezco", reconoce, y luego añade quizá la verdad para él, pero muy difícil de probar objetivamente por ningún espectador: "Aborrezco al moro, porque se susurra que ha hecho mi oficio entre mis sábanas. No sé si es verdad, pero tengo sospechas; me bastan como si fueran verdad averiguada. Él me estima mucho: así podré engañarle mejor". El curso de las intrigas prosigue en una carrera incontenible. Shakespeare ya no se sale aquí por sendas laterales, ni por comentarios poéticos o filosóficos, ni por fiestas teatrales, ni verborreas al estilo de Polonio, oh no. Yago no vacila jamás en su empeño de deslucir a su jefe. El acto II es una brillante continuación del asedio de Yago para desacreditar a Casio ante los ojos de Otelo, quien lo destituye en seguida, para luego incitar a Casio, a fin de que acuda a Desdémona, como intercesora, y quizá recuperar así su puesto, con lo cual ya tiene listo el camino para ver juntos a Casio y Desdémona, y confirmar el rumor de sus falsos amores. ¿Hay acaso un plan más rápido y eficaz para encender los celos del moro, hombre honesto pero también huraño y desconfiado en tierra ajena? El mismo Yago cree haber triunfado y elogia de antemano su propio ardid, exclamando: "¡Arte propia del demonio, engañar a un alma incauta con halagos que parecen celestiales!" Minutos antes había dicho en el mismo monólogo que "Desdémona es más benigna que un ángel caído". Yago sabe que se mueve entre honestos y así sus engaños y rumores se deslizan mejor. En el acto III, escena III, Otelo ya se declara convencido de sus celos, agradece a Yago por abrirle los ojos, y ambos (Yago ascendido a teniente), puestos de rodillas, juran, como dos compañeros de armas, derramar la sangre de Casio, el supuesto amante de Desdémona. En el acto IV, Otelo no sólo ahonda su convicción de que su mujer lo engaña, sino le preocupa convertirse en un "espantajo vil", despreciado por el vulgo, y cuando por fin marido y mujer se reúnen, y Desdémona dice que espera a que su esposo la tenga por fiel y honrada, Otelo estalla: "¡Fiel como las moscas que en el verano revolotean por la carnicería! ¡Ojalá nunca hubieras brotado, planta hermosísima, y envenenadora del sentido!". El hombre es absolutamente otro, hechizado por los celos, y aun le grita a su mujer: "¡Infame prostituta!", y finalmente la golpea y hasta acepta matar a Desdémona del modo que le ha aconsejado Yago, ahogándola en su lecho. Gran parte de lo que se ve, pues, en la obra, es una enorme sorpresa. ¿Cómo este Otelo, hombre valiente, real y sincero, rodeado del aprecio oficial de una gran ciudad-Estado como Venecia, puede ser engañado por las calumnias y chismes de un pequeño gusano (o mejor diré tábano) como Yago, cuyo máximo trofeo es el pañuelo de una dama? Es natural que Yago busque ascender a teniente desprestigiando a Casio, pero inclusive busca que otro, no él, o sea Casio, enamore a Desdémona, lo que tampoco tiene visos de ocurrir, y además tiene engañado a Rodrigo, quien le da joyas, a fin de que le ayude a ser el amante de Desdémona, una joven desposada que no ha dado jamás ningún signo de infidelidad. Justamente en eso reside la tragedia, desde los tiempos griegos, en que un hombre noble y de claro juicio, comete un desliz o error, que lleva a la destrucción no sólo de sí mismo, sino de su entorno familiar y social. El ponderado crítico John Wain ve a Otelo:
Hay otros momentos en que Otelo vuelve a pintarse a sí mismo, con sobriedad y justeza. Una vez que ha asesinado a Desdémona, su amigo Ludovico le pregunta, horrorizado: "¿Cómo has caído en los brazos de ese traidor artero? ¿Qué dirán de ti?" Y él responde: "Digan cuanto quieran, si así lo creéis; seré un delincuente honrado. Por honor la maté, no por odio". Y en seguida, en instantes previos a suicidarse, pide a todos que cuenten su historia tal como él la ve:
Respecto a que Yago no sea un gran villano, como dicen muchos críticos, ¿qué consuelo puede ser éste, cuando ha destruido a un buen hombre, y cuando Yago ocupa casi todo el tiempo el escenario, disputando diálogos y monólogos con el protagonista? De todos los malvados que ha descrito Shakespeare, sin duda es el más sinuoso, engañador, perverso y sádico. ¿No basta eso? La malignidad corrosiva de Yago ha enceguecido y perturbado a Otelo, quitándole la grandeza, el renombre y hasta la vida. Quizá esta obra nos dé el ejemplo de muchos héroes nobles, de talla, que no miran hacia abajo y por ello ignoran la tremenda fuerza de las alimañas, de las hienas, tarántulas e insectos, cuya conducta guía a los pequeños hombres envidiosos y resentidos de la Historia. Tocante a los otros personajes, creo que hay una injusticia sobre Emilia, la mujer de Yago, quien se vuelve acompañante fiel de Desdémona. Es la mujer simple que, sin embargo, sabe muchos embustes del marido, pero que sólo da rienda suelta a su espíritu de justicia cuando se revela la supuesta historia del pañuelo de su ama, entregado falsamente a Casio. Ella se encrespa como una tigresa, y ante varios testigos, desmiente a Yago, lo desnuda moralmente y le satisface ver que Otelo lo hiera antes de suicidarse. Emilia es un personaje que crece de la nada y que se convierte en testigo principal para condenar a Yago. ¿Por qué no darle importancia a criaturas como ésta, que prefieren la verdad aunque les caiga el mundo y la casa encima? Así llegamos al estilo. Predominan las imágenes de animales en acción, o de hombre y mujer convertidos en animales de dos espaldas, o persiguiéndose unos a otros, lascivos o crueles, dentro de una atmósfera de dolor que se incrementa poco a poco. Casi la mitad de las imágenes de animales pertenecen a Yago, y son iracundas o repugnantes, una plaga de moscas, un perro peleando por la calle, las ruidosas bandadas de pájaros, los asnos llevados finalmente de las narices, una araña cazando a una mosca, perros golpeados, gatos silvestres, lobos, cabras y monos. Menos mal que Ludovico llama víbora a Yago. En una mirada general, por supuesto que Otelo es una pieza sobre los celos, y se supone también sobre el amor (el amor "separado" le llaman críticos como Wain), en medio de una atmósfera de soldados, cuyo lenguaje soez y sexual se concentra en el símbolo de la fornicación (la figura de dos espaldas), pero donde el tema parece residir no en el amor exclusivamente, sino en la facilidad del engaño y en el número de hembras burladas y de hombres cornudos que obtienen, como trofeos, los machos excitados e inquietos. Shakespeare nos da muy bien este lenguaje grosero e irreverente de soldados, pero a ratos se concentra en los celos mismos, en cuyo desarrollo siempre debe existir el Otro, el amante, y como aquí Desdémona es una joven muy fiel, pues el engañador Yago trata por todos los medios de inventar o construir al Otro, de fabricarlo como a un muñeco o un espantapájaros, alguien que parezca el amante, pero que no lo sea nunca. Este ángulo especial de los celos sin el otro, el de los celos imaginarios e injustos, nacidos de la nada, pinta a un verdadero monstruo invisible, una especie de enfermedad que confunde los sentidos, pierde a los hombres más nobles, y los enloquece. Y en ese camino de víctimas, Yago va creando celosos de todas clases: convierte a Brabancio en celoso de su hija raptada; convierte a Rodrigo en celoso de Casio; convierte a Otelo en celoso también de Casio; y se convierte a sí mismo en celoso de Otelo, a quien se supone que se ha metido entre sus sábanas. Fabrica celosos menudos con sus chismes, pero no consigue fabricar al Otro. Shakespeare, pues, eligió la forma más difícil, sugerente y poética de los celos invisibles e inexistentes, transformados en una nube negra que ciega a los hombres, les quita el juicio y los pierde, así como se pierden los animales en la noche. Yo creo, y lo he dicho en otra parte, que, aplicando esta variedad de los "celos imaginarios", nuestro máximo poeta peruano, César Vallejo, quizá inspirado por Shakespeare, exhibe en su novela corta Fabla salvaje (1923), a una especie de Otelo sin Yago, es decir, los celos en Balta Espinar son de tal modo injustos e irrazonables que él no necesita de nadie que le perturbe la mente o los oídos; es un Otelo casi por naturaleza, sin ningún signo exterior que lo produzca, además de que su esposa Adelaida es tan fiel y honesta como Desdémona. El final del celoso Balta es asimismo tan trágico como el de Otelo, muere también, pero en una escena dudosa en que parece que, o bien se suicida, o bien alguien invisible lo empuja al abismo17. Y eso es todo. Perdón por tratar de decir, con otras palabras, lo que Hamlet y Otelo dijeron sabiamente. Hablar y describir un retrato es imposible. Hay que verlo pintado. Y pintados vemos estos y otros tantos retratos cuando nos damos directamente con las piezas de Shakespeare. Pintados por fuera y por dentro, pues no hubo ni hay poeta que se le compare en dibujar el perfil de los hombres y de las sombras. NOTAS
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