PARTE II
EL IMPERIALISMO NORTEAMERICANO Y LA OLIGARQUÍA PERUANA
EN EL SIGLO XX



CAPITULO III
EL GOBIERNO MILITAR : 1968-1980

 

Acciones antisubversivas y el terrorismo de Estado. Los grupos insurgentes y el terrorismo

Uno de los rasgos distintivos de la década del 80 fue —ha sido—, sin duda, la violencia política que atravesó todas las relaciones de la vida social. Pero no es la insurrección, ni la guerrilla, ni una larga guerra que combina diversas formas de lucha militar, sino el terror que impusieron los actores de la guerra en el país. El terror es un dato básico del que no se puede prescindir si se quiere comprender la década crítica del 80. Por imponerlo compiten los diversos actores de la guerra de baja intensidad y por liberarse de él pugnaron las fuerzas sociales y políticas, y también la gente común y corriente.

El sentido y los alcances del terror dependían de los actores que lo ejercieron. Para el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) la violencia política era una respuesta de salida a la crisis del Perú de los 80. Para Sendero Luminoso, en cambio, la “guerra popular” era la respuesta al “carácter semicolonial y semifeu-dal” del Perú. Mientras el MRTA se movía en el corto y el mediano plazo, Sendero Luminoso no es la coyuntura crítica sino el largo plazo teniendo por objetivo central la estructura atrasada y maltrecha del país la que definía e impulsaba la violencia política. Más allá del sentido que los actores de la guerra buscaron imprimirle a sus acciones, no hay duda de que el terrorismo expresó una alternativa militar que compitió con las alternativas políticas en el escenario nacional.

En el Perú de los 80 coexistieron dos escenarios, el de la política y el de la guerra, cada uno de ellos con sus actores, sus proyectos y sus dinámicas propias. La relación entre esos escenarios fue cambiando a lo largo de la década del 80. Entre 1980 y 1985, la política y la guerra se desarrollaron en forma paralela con escasas o nulas relaciones entre ellas, salvo el hecho de que ambas coincidían en la lucha por el poder del Estado. El país se desplazaba de una coyuntura política a otra bélica o viceversa, dependiendo de la iniciativa y la fuerza de los actores en conflicto. Después de 1985 las fuerzas de la guerra, especialmente Sendero Luminoso, intentaron trasladar la guerra a la política y buscaron influir en la opinión pública, influenciando en un medio de comunicación masiva —de prensa— e imponerse en el movimiento sindical. Desde entonces el Perú asistió a la superposición de actores, escenas y tiempos de la guerra y de la política.

En mayo de 1980 Sendero Luminoso inició su autodenominada guerra popular con la quema de ánforas en la localidad de Chuschi. Nadie pudo imaginar entonces la hibridación que se produciría entre las acciones de Sendero y las múltiples crisis del Perú. Todas las fuerzas políticas subvaloraron tanto la audacia de Sendero Luminoso como la capacidad destructiva de la crisis. Nadie los veía como una fuerza capaz de conmocionar al país entero, ni en la crisis económica el agotamiento de la forma populista de desarrollo y de su sistema de dominación política y social.

Lo que hizo Sendero Luminoso, más allá de su ideología y de su voluntad explícita, fue sacar a la luz pública, nacional e internacional la discusión sobre el futuro de una sociedad determinada, en este caso: Perú una sociedad corroída y tambaleante con todavía rasgos semifeudales ad portas del siglo XXI. La crisis del populismo y de las formas económicas, sociales, políticas y estatales que produjo, potenció la débil y limitada estrategia del senderismo. El senderismo encontró, en las condiciones deprimentes de la crisis macroeconómica, un terreno fértil para justificar “su guerra” y muy particularmente en las zonas marginales —aisladas de la llamada civilización occidental y cristiana— con débil integración al mercado y al Estado: La lógica de los 80 fue de retraimiento del mercado y con él, del Estado, y por lo mismo de expansión de los espacios sociales y geográficos disponibles para la actuación senderista. Ése era un lado de la crisis, pero el otro, y no menos importante, fue que sobre el fondo de una misma sociedad, que oscilaba entre el descontento y la desmoralización, los gobiernos y las Fuerzas Armadas se comprometieron en una dinámica de militarización del conflicto y de exacerbación del clima de violencia nacional.

En la lucha contra el terrorismo de Sendero Luminoso y del MRTA los gobiernos del presidente Belaúnde y de Alan García encargaron a las Fuerzas Armadas la solución del problema mediante comandos político-militares en las zonas de emergencia. Apoyándose en la doctrina de seguridad nacional las Fuerzas Armadas desataron una guerra interna de baja intensidad, indiscriminada que confundía a los civiles residentes en las zonas de emergencia con potenciales terroristas y a las protestas sociales con actos emparentados con el terror.306 Así, en las postrimerías del segundo gobierno de Belaúnde, el 5 de junio de 1985 se promulgó la ley 24150 donde se establecían las normas que debían cumplirse en los estados de excepción, se dejaba claro que en esos territorios las Fuerzas Armadas (FF. AA.) asumían el control del orden interno. La ley precisaba las atribuciones del Comando Político Militar otorgándole la facultad de coordinar, supervisar y concertar las acciones con los organismos públicos y el sector privado concernientes al estado de emergencia.

Esta ley establecía asimismo: “la potestad de solicitar a los organismos competentes el cese, nombramiento o traslado de las autoridades políticas y administrativas de su jurisdicción en caso de negligencia, abandono, vacancia o impedimento para cumplir sus funciones”. El artículo 10.o Señalaba que: “los miembros de las FF. AA. o Fuerzas Policiales (...) que se encuentren prestando servicios en las zonas declaradas en estado de excepción, quedan sujetos a la aplicación del Código de Justicia Militar que constan en el ejercicio de sus funciones son de competencia del fuero privativo militar...”.

Dentro de la legalidad democrática se instauraba un Estado paralelo controlado, dirigido e implementado, por las Fuerzas Armadas. En las zonas de emergencia la población civil se vio sometida a la jurisdicción militar. El Estado de Derecho dejó de existir en estas áreas. La forma en que el gobierno de Belaúnde definió las funciones de los comandos político-militares fue definiendo también el curso que tomaría en los años siguientes la estrategia contrainsurgente del Estado. “Abdicación de la autoridad democrática”, la llamó Américas Watch;307 y fue criticada por no dar una respuesta a la subversión en la cual el gobierno civil democráticamente elegido tuviera la conducción de la estrategia contrainsurgente. Al mismo tiempo terminaron por convencer a los militares de que estaban ante un gobierno y principalmente ante un presidente que no les garantizaba la conducción de la lucha contrasubversiva y que ésta requería el respaldo político —léase impunidad— a su propio accionar militar.

 

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Se había iniciado la guerra antisubversiva, había que quitar el agua a los peces, el método: el terror en la población para evitar que ésta se convirtiera a corto, mediano o largo plazo en fuente de abastecimiento de la subversión. Las Fuerzas Armadas estaban claras, quién era su enemigo y cómo enfrentarlo. Se había dado inicio a la guerra psicológica de tan nefastas consecuencias para los sectores poblacionales ubicados en la zona de guerra (de emergencia), que en este caso eran más de 2/3 de todo el territorio nacional. La conducción de la guerra va a estar a cargo de los jefes militares coordinados por el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) bajo el mando de un siniestro personaje llamado Vladimiro Montesinos, vinculado a los servicios de inteligencia norteamericano, muy particularmente a la Central de Inteligencia Americana (CIA). 

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AMERICAS WATCH. Abdicating Democratic Authority. Nueva York, 1984

 

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