En el término
latino fingere los valores de plasmar, formar y de
imaginar, figurarse, suponer (es decir, formar con la fantasía)
pueden cambiar de matiz hasta decir falsamente, esto es, llegar hasta el
concepto de "mentira": concepto más perceptible en el sustantivo fictus,
hipócrita, y en el adjetivo fictus, que significa no sólo
imaginario, inventado, sino también fingido, falso. En fictio
(del cual deriva el italiano finzione aunque por la n, se relaciona con fingere)
prevalecen, al tratarse de un término retórico, los valores que aluden a la invención
lingüística y literaria. Así fictio nominis es un calco (Quintiliano, Institutio
oratoria, viii, 6, 31); y sobre el mismo esquema se puede hablar de una fictio formarum:
"Una figuración consuetudinaria es aquella que consiste en dar forma a seres
irreales, como hace Virgilio con la Fama, Prodico con el Placer y la Virtud según
nos ha referido Jenofonte y Ennio con la Muerte y la Vida, que en una sátira los
introduce para discutir entre ellos". La creación de un exemplum, esto es,
una breve narración que se utiliza para ilustrar o confirmar, es llamada, en la doctrina
de los loci, el locus a fictione.
El término fictio
se encuentra por lo tanto muy próximo, semánticamente, a inventio; salvo que el
segundo más bien considera las ideas que hay que tratar en una obra, es decir, el
conjunto de su contenido racional. Estas ideas hay que entenderlas, no como creadas, sino
como halladas en la memoria (por lo tanto se usa inventio,
descubrimiento). La definición de la Rhetorica ad Herennium (1, 3):
"La invención es la capacidad de encontrar argumentos verdaderos o verosímiles que
hagan convincente la causa" sitúa (como es habitual en la tratadística latina) el
acto creativo entre las funciones oratorias. La inventio ocupa por tanto el primer
lugar en los tratados; pero se profundiza menos en ella que en la dispositio y la elocutio.
En general, se limitan a consejos de "sentido común", sobre lo que es oportuno
o no (baste recordar a Horacio, Ars Poetica, I ss.: "Si a un pintor se le
ocurriera unir a una cabeza humana un cuello de caballo", etc.). Faltaban
evidentemente los medios conceptuales para una sistematización de la inventio;
mientras que tenía implicaciones mucho más generales (y filosóficas más que
retóricas) el problema de las relaciones entre literatura y realidad. Problema sobre el
que nace rápidamente una discusión, todavía inacabada, en la cual es útil tener como
punto de referencia la palabra fictio, las connotaciones "valorativas"
que puede asumir, a pesar de que su ámbito de aplicación en la retórica clásica es
limitado, y su significado, en los derivados modernos, fluctuante.
Los términos de
la discusión han sido planteados, respectivamente, por Platón y Aristóteles: arte como
mentira (fictio en su acepción más negativa) o arte como poseedor de verdad,
arte-meretricio o arte-pedagogo. En la base, está siempre la convicción de que la
literatura imita a la realidad (mímesis); salvo que esta imitación, para Platón, es
reproducción de reproducciones, respecto a las ideas que constituyen la realidad
verdadera del mundo sensible; mientras que Aristóteles atribuye a la poesía un valor
casi filosófico: "La poesía es algo mucho más filosófico y elevado que la
historia; la poesía tiende más bien a representar lo universal, la historia lo
particular" (Poética, 1.451 b, 5-6). Las páginas de Aristóteles se
definen a menudo como una defensa de la poesía; pero ¿por qué habría que defender a la
poesía?
El hecho es que
la literatura, especialmente la narrativa, crea simulacros de la realidad: incluso si no
existen los hechos que expone, son isomorfos de hechos acaecidos o posibles; del mismo
modo evoca personajes, que, aunque no sean históricos, se asemejan a personas que se
mueven en el teatro de la vida. Por más que las características y cualidades de los
personajes y sus acciones se diferencien de las conocidas por experiencia, la existencia
de la relación es innegable, y quedan sólo por examinar, históricamente o en abstracto,
las posibilidades de oscilación entre lo real y lo imaginario. ¿Qué intereses llevan a
acoger y a "gozar" estas imitaciones verbales de lo real? En parte es el mismo
problema de cualquier actividad artística, a partir de la separación de las matrices
rituales y religiosas. Si ha durado hasta hoy la discusión sobre la autonomía o la
heteronomía del arte, es porque a los hombres les resulta difícil concebir una actividad
que no sea intencionada, que, en definitiva, no vuelva a repercutir sobre la realidad que
le ha servido de modelo.
Desde cualquier
posición que se adopte respecto a las filosofías que (aunque sólo en épocas recientes)
han logrado fijar una zona de pertinencia a las actividades artísticas, separándolas de
las éticas, económicas, etc., resulta sintomático el contraste entre las exaltaciones
de la libertad inventiva, o bien de la utilidad didascálica; de la fantasía soberana, o
bien de la función cognoscitiva; del abandono, o bien del voluntarismo. Veremos más
adelante que el contraste pertenece a las características mismas de la obra narrativa.
Aquí recordaremos que son el fundamento de una casuística histórica de los textos y del
modo de recibirlos. Notemos que la orientación de cada obra de arte puede no ser siempre
la misma. Notemos que se trata de polaridades reforzadas o debilitadas, según las
épocas, por los usuarios. Notemos que la obra de arte, lanzada en un determinado contexto
cultural, continúa luego transmitiendo su mensaje incluso en contextos absolutamente
distintos, prácticamente hasta el infinito.
Una solución
unitaria sería, pues, necesariamente errónea. Si se habla en términos generales, sería
útil profundizar en la pluralidad de destinos a los que las obras y tipos de obras están
sujetas, y las modalidades con que lectores y ambientes diversos han seguido y siguen uno
u otro de estos destinos. Es en este sentido en el que se puede discutir sobre el concepto
de ficción literaria: inserto en esta dialéctica, enfatiza los aspectos inventivos
(hasta lo fantástico o hasta lo absurdo) propios de los textos narrativos. Sin precipitar
conclusiones, una reflexión sobre el concepto aclarará por lo menos algunos mecanismos
de la emisión y de la fruición de la narrativa.
Quede advertido
que el latín fictio ha pasado sin más, en inglés, a designar un texto narrativo:
el Oxford English Dictionary define así esta acepción de fiction:
"Tipo de literatura que se ocupa de narrar acontecimientos imaginarios y de describir
personajes imaginarios; composición imaginaria. Hoy, habitualmente, novelas y narraciones
en prosa en general; la composición de obras de este tipo". Sin embargo, en las
lenguas románicas oscila (como también el verbo fingere) entre
simulación e invención literaria y no se ha convertido en
tecnicismo. Lo mismo hay que decir del alemán Fiktion (del latín).
La retórica
clásica tiene como criterio de medida de la "ficción" su oponente, la
imitación (mímesis); y todas las discusiones sobre las licencias que se pueden conceder
a los narradores se encasillan bajo la rúbrica de lo verosímil. Las desviaciones de la
verosimilitud pueden servir para una clasificación de los tipos literarios. Así los
postaristotélicos catalogan, entre los posibles contenidos de la poesía, lo verosímil,
lo inverosímil y lo verdadero; esto es, por decirlo con los tratadistas latinos, la res
ficta o argumentum, la fabula y la fama. En este caso la res
fícta es invención, sí, pero dentro de los límites de lo verosímil ("la
invención es un hecho inventado que sin embargo puede ser verificado, como el asunto de
las comedias", Rhetorica ad Herennium, I, 13), superado, por el contrario, por
la fabula. Y es bajo esta luz como se deben entender las species narrationum
de Prisciano (Praeexerci-tamina rethorica, 2, 5): "Fabulística, relativa a
las fábulas; imaginativa, en forma de tragedias o comedias; histórica, para la
narración de hechos reales; civil, la empleada por los oradores al tratar las
causas", que llegan, a través de una larga hilera, hasta Dante: "La forma o el
modo del tratamiento es poético, imaginativo, descriptivo, digresivo, traslativo,
etcétera." (Epístolas, XIII, 9).
Pero aquí
interesan más las libertades de la fantasía de los escritores. A los escritores (a los
poetas) les es mucho más lícito que, por ejemplo, a los oradores, dado que "la
poesía tiende a impresionar con el esplendor de la forma y ... tiene como único fin el
deleite e intenta procurarlo no sólo imaginando fantasías, sino también cosas
increíbles" (Quintiliano, Institutio oratoria, X, 1, 28, quizás recordando a
Horacio, Ars poetica 338: "Las cosas imaginadas con la intención de deleitar
deben ser verosímiles"). Una licencia que resulta difícil, pero no imposible de
justificar sobre la base del criterio de la verosimilitud. La discusión no puede dejar de
partir, cómo no, de Aristóteles: "En una obra de poesía han sido introducidas
cosas imposibles. Es un error. Pero ya no es un error si el poeta consigue el fin que es
propio de su arte: esto es, si, de acuerdo con lo que sobre este fin ya se ha dicho,
consigue gracias a dichas imposibilidades hacer más sorprendente e interesante la parte
misma que las contiene u otra parte" (Poética, 1.460 b, 24-26).
Párrafo que hay
que leer al lado de otro anterior, en el que se atribuye a la tragedia la descripción de
"hechos que producen piedad y terror", y se añade que estos hechos resultan
tanto más impresionantes
cuando
sobrevienen fuera de cualquier expectativa y al mismo tiempo con íntima conexión y
dependencia uno de otro: porque con tal relación de dependencia lo maravilloso será más
grande de sí estos hechos sucedieran cada uno por separado y por casualidad; tanto es
así que, incluso entre los hechos que dependen únicamente de la casualidad, nos parecen
más maravillosos aquellos de los que se podría pensar que han sucedido casi con un fin
determinado" (Ibíd., 1.452 a, 4-7).
No hay que
olvidar la loa a Homero por haber conseguido "disimular y hacer agradable hasta el
absurdo" y por haber "enseñado cómo se deben decir mentiras". Se trata,
según Aristóteles, del uso del paralogismo:
Cuando
a un hecho A, le sigue un hecho B, o bien, cuando sucede un hecho A,
y sucede a continuación un hecho B, creen los hombres que si B, el hecho
consecuente, es cierto, también A, antecedente, será cierto o sucederá
realmente. Y ésta es [lógicamente] una argumentación falsa. Pero precisamente en la
base de semejante argumentación, si A, el antecedente es falso, y por otra parte,
a causa de este antecedente, en cuanto se suponga verdadero, se sigue necesariamente que
sea o suceda otro hecho, B, es necesario añadir [este segundo hecho real B,
al antecedente falso A]; porque, del conocimiento de que es verdadero el hecho
consiguiente B, nuestra mente es inducida a creer por una errónea inferencia que
también el antecedente A es verdadero" (Ibíd., 1.460 a,
18-25),
capaz de permitir
la conclusión de que "lo imposible verosímil es preferible a lo posible no
creíble" (Ibíd.); "considerando las exigencias de la poesía, hay que
tener presente que algo imposible pero creíble es siempre preferible a algo increíble
pero posible" (Ibíd; 1.461 b, 11-12).
Las infracciones
a la verdad, es decir, las mentiras, quedarían justificadas por lo que es el primer
objetivo del poeta: hacerse oír, o leer. Quedarían incluidas en el conjunto de los
procedimientos artísticos con los que se conquista y se mantiene la atención del
público.
Pero la
admisibilidad de las mentiras no se mide, según Aristóteles, por la distancia de la
realidad, sino por la manera de estar insertas en la narración (es sintomática la
comparación con el paralogismo). Más bien, el juicio de admisibilidad resulta superado
por un juicio de validez, precisamente en relación con los nexos totales de la
fabulación, en que los elementos mentirosos desempeñan el papel que les ha sido asignado
(el análisis funcional de Aristóteles insiste en el hecho de que las partes de la
fábula "deben estar coordinadas de modo que, quitando o suprimiendo una, no quede
como dislocado o roto todo el conjunto" (Poética, 1.451 a, 34).
Las expectativas
del público, todavía subrayadas en los comentarios del siglo xvi, son las que se verían
"sorprendidas" por parte del poeta, al presentar sucesos praeter
expectationem, como dice Vettori. Con todo, es muy raro que el destinatario de la obra
literaria se sorprenda por la presentación de sucesos imposibles. La normativa de los
géneros literarios prevé ya el tamaño y el tipo de las infracciones. Quien escucha un
cuento encuentra obvia la presencia de hadas, ogros, gnomos, con sus poderes
sobrenaturales; quien lee un poema épico encuentra normal encontrarse personificaciones,
intervenciones divinas, etc., y si se trata de una novela gótica, parecería extraña la
ausencia de fantasmas, esqueletos animados, mensajes de ultratumba. Sería exagerado, por
otra parte, reducir los asombros a los momentos inaugurales de cada género literario
(que, además, luego se consolidaría inútilmente).
Una primera
puntualización podría ser esta: que el destinatario queda impresionado por los propios
acontecimientos imposibles o maravillosos, y no por su mera presencia. Está preparado
para asistir a algo excepcional, pero no sabe, en principio, de qué se trata en cada caso
específico. Verdaderamente no nos equivocamos demasiado al imaginar a los escritores
(especialmente a aquellos más aficionados a la sorpresa) rivalizando en la constante
invención de nuevos incentivos para el estupor. Pero, aparte de que esto se referiría
sobre todo a la literatura como producción, es fácil constatar que el repertorio de
"trucos" y de "golpes de efecto" es bastante limitado. Las novedades
en este campo son combinaciones más que creaciones.
Es mucho más
probable que el elemento sorpresa quede separado del placer de la mentira. El lector sabe
ya que un determinado texto le va a proporcionar ciertas dosis de ficción, y justamente
porque lo sabe está mejor preparado para gozar de ella, cuando se presente.
El estupor ante
lo irreal, lo imposible, el absurdo, es una necesidad como otra cualquiera y los textos en
que esto aparece cumplen una función determinada. Recurrir a la ficción (inventándola o
usando la invención de los demás) es ensanchar por un momento el espacio de lo real,
avanzar por zonas normalmente prohibidas.
Se trata de un
movimiento muy conocido en psicoanálisis que señala la separación entre consciente y
subconsciente y las violaciones de los límites que hay entre los dos; que reconoce las
formas a través de las cuales los impulsos censurados del subconsciente hallan una
legitimación consciente en la sublimación. Las semejanzas entre procesos oníricos y
procesos fantásticos son conocidas desde siempre; ya Schleiermacher, en tiempos
prefreudianos, las consideraba en su justo valor. Este paralelismo funcional no implica,
sin embargo, sino en escasa medida, materiales comunes. La ficción literaria pertenece en
gran parte a repertorios tradicionales, afines a los de los símbolos o de las metáforas.
Para comprender
las condiciones de la mentira son decisivas, según los párrafos aristotélicos citados,
las afirmaciones relativas a la conexión de elementos en un texto. No importa la
desviación de lo posible; importa que esta desviación quede convalidada por la lógica
de la narración. Es la racionalidad exigida por los aristotélicos del siglo xvi, como
Castelvetro: "La imposibilidad puede ser fingida por el poeta, siempre que vaya unida
a la credibilidad, esto es, que esté informada de razón, ya que la imposibilidad así
creada, al ir acompañada de la razón pasa de imposibilidad a posibilidad" (1576,
página 610). Precisando algo más, parece que hay que adecuarse, en general, a estas
exigencias: 1) que la obra se mantenga dentro de un sistema coherente de relaciones entre
lo posible y lo imposible; 2) que las presencias de elementos imposibles queden dentro de
una lógica narrativa que pueda ser asumida como válida dentro del sistema dado. Cada
obra literaria, pero en particular las de carácter fantástico, pone en pie un mundo
posible, distinto del de la experiencia, que es necesario y suficiente que se someta a
sus propias reglas de coherencia.
El concepto de
"modelo" es clarificador sobre este punto. La literatura narrativa no hace sino
elaborar "modelos" de la vida humana. No quiere ni puede proporcionar un quidsimile:
hace más, evidencia o propone algunas líneas de fuerza. El "modelo" asume, por
lo tanto, una función cognoscitiva. Si presenta elementos discordantes con la realidad
(más bien, con nuestra experiencia de lo real), lo hace para que resulten más netas y
visibles aquellas líneas de fuerza. Y no sólo eso. Los diferentes tipos de ficción se
pueden catalogar a partir de los tipos de papel asumibles por un "modelo":
modelo que puede describir la vida humana, puede interpretarla con voluntarias
deformaciones y exageraciones, puede ofrecer una alternativa fantástica o proponer una
reorganización sustitutiva (la utopía). Modelo que puede empujar hacia la vida, o
suministrar claves críticas, que puede favorecer una evasión o colorear una esperanza.
La ambivalencia entre libertad fantástica e invención descuidada por un lado, empeño
cognoscitivo y didascálico por otro, corresponde al diverso uso que se puede hacer del
"modelo": quedar satisfecho con su contemplación o llevarlo, con gesto
comparativo, a la realidad que produce ficticiamente y/o anticipa ejemplarmente.
"Mímesis"
y "mentira" son dos puntos de referencia en torno a los cuales,
alternativamente, se disponen concepciones e ideales literarios. Pero si es indudable que,
en una valoración empírica, existen textos más o menos respetuosos con las
posibilidades (aunque no con las realizaciones) de lo real, también es cierto que desde
el punto de vista de la constitución de la obra la ficción como mentira es un punto de
partida ineludible.
Por ejemplo sólo
por una convención tácitamente aceptada podemos admitir que el escritor: 1) nos
proporcione el equivalente verbal de hechos y personas en gran parte inexistentes; 2)
parezca estar al corriente no sólo de las acciones de los personajes, reales y ficticios,
sino, en general, de sus pensamientos; 3) aproveche, dentro de la realidad por él
imaginada, únicamente los acontecimientos útiles para el conjunto de la narración, y
les atribuya autonomía y coherencia, como si el orden causal operase en un círculo
cerrado, según su criterio. El escritor se arroga el derecho de instaurar mundos
posibles, se atribuye, sobre estos mundos, la omnisciencia, y ejercita (menos en
los últimos decenios) una selección de carácter funcional.
Es decir, que el
escritor es un mentiroso autorizado, por lo que concierne a la oposición verdadero/falso.
También en la oposición posible/imposible, la parte de la mentira es preponderante, si
consideramos posible aquello que se puede verificar con la experiencia cotidiana, lo que
tiene, en esta experiencia, una discreta probabilidad estadística. Con este criterio, en
efecto, no habrá que considerar solamente imposibles todas las intervenciones de lo
sobrenatural, y ni siquiera sólo las amplificaciones hiperbólicas, sino también los
procedimientos y las tramas.
Casi toda la
narrativa ha utilizado un repertorio de acciones relativamente restringidas y argumentos
bastante limitados (al menos dentro de cada movimiento y período artístico). Y en cada
momento había un tácito acuerdo, además, con los destinatarios sobre la aceptabilidad
(tomo como ejemplo la comedia clásica y renacentista) de sosias distinguibles o no según
la necesidad del tema, del disfraz incluso intersexual, de anagnórisis solucionadoras o
pacificadoras, del cómodo procedimiento del deus in machina, etc. De hecho, una
vez instituidos los estereotipos narrativos (y toda la literatura trabaja sobre
estereotipos) el lector no juzga ya la probabilidad estadística de un acontecimiento
respecto al mundo real, sino respecto a las convenciones a las que la narración
pertenece.
Por lo tanto,
resulta que las convenciones literarias no se limitan a efectuar una legitimación
funcional de lo imposible. Lo legitiman, incluso, a base de su repetición y disfrute a lo
largo de una serie de textos afines. Lo excepcional adquiere una sintaxis y un paradigma:
entra dentro de las estructuras de una gramática. Así, lo que tomado en sí mismo
constituiría un absurdo y no tendría validez comunicativa entra dentro de un sistema de
valores. Las convenciones literarias son la gramática de lo imposible.
Se comprende por
qué los teóricos de la literatura han hablado, en vez de posible e imposible, de
verosímil e inverosímil: la segunda pareja alude más bien a una coherencia sintáctica
y a un reconocimiento paradigmático que a una comparación con lo real (recuérdese
"lo imposible verosímil" y "lo posible no creíble" de Aristóteles).
Por otra parte,
la mímesis es, verdaderamente, como decía Platón, sustitución por una sombra o por un
reflejo de la realidad vivida: pero esta sombra al quedar claro el proceso que la
produce adquiere una realidad propia, y corresponde luego al escritor acentuar o
matizar sus isomorfismos.
Mímesis y
ficción establecen una dialéctica: en la cual tiene una relativa importancia la efectiva
relación con lo real (regida, directamente, por las convenciones literarias y,
mediatamente, por las concepciones del mundo subyacentes), mientras que tiene una
importancia mucho mayor el intento comunicativo del escritor, la finalidad que él
atribuye a la formulación de "modelos".
Pero las
relaciones con lo real llegan a ser importantes por lo que respecta al instinto de
fabulación. La propensión del lector a recibir (según las civilizaciones y las modas)
narraciones posibles, verosímiles, de cualquier modo, coherentes, debe tener relación
con la necesidad intuitiva de abandonarse a la fabulación para salir de la propia
cotidianidad, derivando hacia la vida de los demás o hacia otra posible vida. De este
modo la "falacia" de la mímesis y la verdad de la mentira se hacen elementos
correlativos.
Los narradores lo
saben. Es cierto que multiplican los puntos de referencia históricos, que se apoyan en
autoridades a menudo inexistentes, que fingen fuentes venerables o insertan en el texto
huellas (falsas) de una respetable prehistoria; y es cierto que estos esfuerzos se
acentúan más cuanto más se alejan los contenidos de lo real y lo posible. Pero también
hay que tener en cuenta que estas autenti-ficaciones se efectúan muy a menudo con una
mala fe no enmascarada, por lo que resulta divertida y graciosamente cómplice. Son
reflejos de irrealidad que se proyectan sobre las simulaciones de lo real.
De la goethiana Lust
zu Fabulieren, de la bergsoniana fonction fabulatrice (que estaría incluso en
el origen del mito y de la religión) se ha hablado en diversas culturas y en diversas
épocas; pero no se puede decir que los fundamentos psicológicos tanto en lo que respecta
al emisor, al fabulador, como al receptor, o al que se deleita con la fábula, hayan sido
estudiados en profundidad jamás, excepto en lo que se refiere a estudios de psicología
infantil. Habría que establecer dos discursos, uno amplio, sobre la capacidad de dar vida
a un mundo posible, por parte del escritor, y sobre la actitud del lector (u oyente) para
dejarse introducir en este mundo por sus palabras (la palabra conduce a la elaboración
programada de un mundo que ha sido destilado en la palabra). Otro, más específico, sobre
la necesidad de inventar historias o hacérselas narrar. Una necesidad que se diría
universal si se piensa, sólo por citar dos extremos, en la importancia de los fabuladores
en las culturas primitivas, y en la difusión actual de la narrativa de consumo, cine,
fotonovela y telenovela.
Más se ha
disertado, en términos abstractos, sobre la importancia de la fantasía entre las
actividades humanas. Se la distinga o no de la imaginación (Alberto Magno ya lo hacía),
la fantasía ha sido siempre reconocida como una facultad creadora (Goethe usaba el
término Schöpfertum). Si el artista da el ser a una nueva realidad, es igualmente
verdad que la creación (a cualquiera que se le atribuya) es un acto de fantasía, que
asimila el creador al artista. Así el espíritu teorético de Fichte opera como el yo
representante; y representar es "la maravillosa facultad de la imaginación
productiva", en la cual quedan incluidas todas las actividades de la conciencia. En
un marco filosófico muy distinto, para Vaihinger, la facultad de pensar se realiza en una
serie de ficciones gracias a las cuales se nos orienta en la niebla de los sentidos y se
consigue un dominio al menos temporal sobre la realidad. El estudio del conocimiento es,
por lo tanto, el estudio de las ficciones. La sobrevalo-ración del yo y la de las
percepciones empíricas llevan, curiosamente, a resultados bastante parecidos.
Pero para los
filósofos la fantasía actúa sobre la realidad; y según algunos, la constituye. En las
obras literarias danza en torno a la realidad, no la pierde de vista al alejarse o se
precipita hacia ella. La ficción literaria considera la realidad como un dato. Cuanto
más audaz sea la ficción (cuanto más tienda a lo inverosímil y al absurdo), tanto más
su usufructuario querrá verificar la efectiva validez de lo real, dentro o tal vez más
allá de los límites de sus concepciones. Huida de lo real y vuelta a lo real son las dos
direcciones entre las que alterna la actividad de la fonction fabulatrice.
Es decir:
realidad e irrealidad, posible e imposible se definen en relación con las creencias a las
que un texto se refiere. Es difícil hablar de irrealidad o imposible cuando se trata de
un texto mítico; y un texto hagiográfico, admite, por definición, aunque considerando
las excepcionales intervenciones divinas, ubicuidades, acciones taumatúrgicas,
comunicaciones con los muertos, y toda la gama de los milagros. En su proyección sobre el
futuro, la ciencia-ficción racionaliza con explicaciones (pseudo) científicas,
ampliaciones escandalosas de nuestra capacidad.
Hasta el cuento
fantástico, género en el que podría parecer mayor el movimiento de intercambio entre
realidad e irrealidad, se sitúa sobre coordenadas culturales bastante precisas (creencias
en los fantasmas y en el vampirismo, parapsicología y fenómenos ocultos de diversa
índole): asumidas, con calculada estilización, por escritores de la época positivista
con gusto posromántico. En los autores de narraciones fantásticas la dialéctica entre
mímesis y mentira ha sido introyectada en gran medida, aunque no exclusivamente, en
una poética.
Hasta el presente
siglo, se puede decir que los escritores parten de concepciones empíricas, aunque
bastante estables, respecto de la realidad, dirigiéndose, para encontrar los elementos
antinómicos, a las esferas religiosas, míticas, mágicas, legendarias. En nuestro siglo
se realiza una revolución: la seguridad acerca de la realidad entra en crisis, a la vez
que se secan las fuentes del absurdo "institu-cionalizado" (religión, mito,
etc.). La dialéctica realidad/irrealidad, se implanta, pues, ex novo y sólo en el
terreno de la resquebrajada y huidiza realidad.
Es por esto por
lo que en la narrativa contemporánea no está establecida una zona precisa de competencia
de lo irreal o de lo maravilloso: convertidas en algo fugaz las características de lo
real, queda también comprometida la identificación de su contrario. Lo maravilloso
(siempre en sentido peyorativo: el absurdo, la pesadilla) anida en la cotidianidad, la
hace aún más impenetrable, enemiga, incomprensible. Si lo maravilloso tradicional ponía
en duda las leyes físicas de nuestro mundo, lo maravilloso moderno desmiente los esquemas
de interpretación que el hombre en su larga trayectoria ha dispuesto para su propia
existencia. La nueva idea de lo maravilloso es una mímesis turbada por el horror de los
descubrimientos.
Son, por ejemplo,
los conceptos de ley y de culpa los que Kafka sitúa en una perspectiva inquietante,
angustiosa. Una ley no escrita, impuesta por un poder caprichoso, omnipresente y fugaz;
una culpa no producida por actos concretos, por violaciones de normas, por otra parte
inexistentes: culpa que igualmente reconocen las víctimas de la ley, y la reconocen
inexpiable cuanto más inocentes son, en la acepción común de la palabra. Y Kafka no
sólo pone en crisis la noción común de delito y castigo, de notoriedad de la ley y de
persecución de las infracciones, sino que, puesto que las leyes de las que habla son
principios de subsistencia y hasta de esencia, de hecho trastorna dramáticamente las
concepciones usuales sobre las relaciones entre el hombre y el mundo.
El absurdo de
Kafka envuelve al hombre, lo tiene bajo su poder: una solución escatológica, sombría,
pero inasible, que tiene entre sus propiedades la de negarse a la razón y a la palabra.
El hombre se mueve en el absurdo, con costumbres, sentimientos, proyectos propios de una
realidad todavía no desengañada, temero-samente vulgar. El absurdo para Beckett está,
sin embargo, internalizado por el hombre, guía sus movimientos a una inevitable
decadencia, por no decir aniquilamiento; y es además, en su corporeidad martirizada y en
la frustración de sus esfuerzos, donde el hombre siente la opresión sofocante de una
voluntad adversa y muda. Las inexpresables leyes de Kafka tienen una validez colectiva,
aunque no estén verificadas por la experiencia de un personaje; en Beckett, los dos
antagonistas, el legislador oculto, quizá sarcástico, y el súbdito, están
personalizados, se afrontan a distancia, aunque con resultado inexorable.
En Kafka y en
Beckett, en cualquier caso, el escenario del absurdo es la vida cotidiana: los personajes
no se visten como de ordinario, sino que permanecen idealmente desnudos, naturalidad
indefensa ante los rigores de una voluntad externa. Las costumbres, los buenos
sentimientos, los tics son fragmentos de una armonía entre el hombre y el mundo, rota por
la revelación negativa: el absurdo irrumpe a través de las brechas del desastre. Lo
ilógico y la pesadilla son las señales de la realidad desenmascarada.
Frente a esta
horrorosa mímesis, a este realismo del absurdo, la ficción se presenta en la más pura
cerebralidad de sus operaciones: ficción orientada hacia la mente del que finge más que
hacia los simulacros producidos por ella, ficción que invierte la relación entre
"modelo" y vida, entre libro y realidad. De aquí el amplio recurso a una
lógica alternativa, la del sofisma y la paradoja. Los sofismas contra los principios de
identidad y de contradicción, las más populares paradojas presocráticas (Aquiles y la
tortuga, por ejemplo)
son utilizadas
por Borges, autor de una obra sintomáticamente titulada Ficciones, para una total
subversión de las categorías de espacio y tiempo, para una valoración extrema del
idealismo absoluto.
Con estos
instrumentos Borges se asegura la posibilidad de moverse en un absurdo regulado y
estructurado. Por ejemplo, los ciclos de los acontecimientos, la reversibilidad del
tiempo, los cambios recíprocos entre imaginación y vida, el juego de espejos entre
pensante y pensado, las cajas chinas que multiplican hasta el infinito las relaciones
sujeto-objeto, continente-contenido. Añádase el uso avispado del cálculo de
probabilidades y de los grandes números; por lo que coincidencias y repeticiones pueden
ser consideradas posibles aunque sea sobre la base de una extensión inconmensurable del
azar.
Estos
instrumentos "lógicos" son siempre encontrados o reencontrados.
Interviene la técnica del enigma y de la investigación (piénsese los títulos Inquisi-ciones
y Otras inquisiciones) empleadas por el escritor en sus obras policíacas. Así,
cada narración es el paso de un desorden o de una anomalía inicial, con la que los datos
se presentan a la percepción y al sentido común de los personajes y lectores, a un orden
basado en las normas de la "lógica" de Borges. Se satisfacen, a la vez, la
necesidad interpretativa (la solución de los enigmas tiene efectos liberadores) y la
aspiración a la racionalidad, a una racionalidad cuya perfección consiste en quedar
atrapado entre las redes deshilachadas de lo real.
Estos ejercicios,
que podrían incluirse en una jonglerie superior, en una mistificación declarada y
aceptada, están siempre realizados dentro de una asociación vida-libro que es el
elemento básico de Borges. Elemento que también es mezcla de ostentación erudita y
engaño: obras y autores inexistentes se mezclan con citas exquisitas y políglotas,
autores existentes se enriquecen con obras que no son suyas o que no han escrito jamás,
títulos muy conocidos pasan de un escritor a otro y el mismo libro puede haber sido
escrito dos veces, exactamente igual, con una distancia de siglos.
Sofisticación
cultural que llega a ser concepción del mundo. La biblioteca de Babel recoge todas las
obras que han sido y serán escritas, y cada obra incluye no sólo los significados que en
ella pone el autor, en relación con su época, sino también los significados que
tendría si hubiese sido escrita por otro, por otros, por todos los hombres. Y a través
de los libros puede también producirse un pasado no histórico (como el de Tlön), que
influya en nuestro presente no menos que la historia real.
Se podría
considerar esta óptica como una reducción llevada al extremo de la polaridad
vida/literatura, realidad/ficción. Borges se sitúa, así, decididamente, de parte de la
literatura y de la ficción, considerando la vida como un epifenómeno de la literatura,
la realidad como una sombra de la ficción. Estamos en los antípodas de las
disquisiciones sobre mímesis y verosimilitud. Se proclama una omnipotencia de la
literatura, que, sin embargo, sólo es realizable en las esferas de la fantasía.
Discurso que
puede ser todavía más sutil. No importan tanto los libros, para Borges, como las
palabras (o las letras). En las palabras y en las letras está encerrado
(cabalísticamente) el mundo, poco a poco llevado a la forma por nuestra actividad de
nombrar y denominar. Palabras y letras, con la infinidad de sus posibles combinaciones, no
sólo encierran lo que ha sido y será dicho y hecho, sino también lo que no ha sido, ni
lo será: en ellas, por lo tanto, consiste la equivalencia entre los mundos posibles, uno
y sólo uno de los cuales es el nuestro.
Fruto perfecto de
una renuncia, la ficción de Borges obliga a meditar de nuevo sobre los términos lógicos
y existenciales de nuestra relación con lo real: desde la lontananza, enrarecida y
puramente mental de la palabra y de la literariedad.
Así, esta
antítesis del realismo que es la ficción nos revela la debilidad de las poéticas
afectas a la inmediatez de la representación, a la inevitabilidad de reacciones morales o
de alabanzas. La narrativa no puede limitarse a describir, así como la pintura intenta no
ser fotografía. Saliendo de la realidad, la ficción hace más refinada y sensible
nuestra percepción de lo real, corrobora nuestras facultades críticas, revela, a través
de la paradoja, fuerzas y motivaciones. Tanto más cuanto la realidad de la que escapa
puede ser exactamente interpretada como la irrealidad en la que se entra, si esta
irrealidad oscurece un sistema lógico no empírico, afín, en ciertos elementos, a aquel
en el que la realidad, quizá, se inscribe o puede inscribirse.
Es como estirar
al máximo el hilo que nos une con lo real. Un hilo, por lo demás, que puede alargarse no
sólo más allá de los límites de lo real, sino dentro de los límites mismos. La
hipérbole, la amplificación, la distorsión sarcástica, todos los procedimientos de un
realismo exasperado (que puede desembocar en el expresio-nismo) no son más que maneras de
transformar lo real mismo en ficción, de representar la experiencia según aspectos
fabulosos, inverosímiles, absurdos. Entonces la ficción no apunta a mundos fantásticos,
sino que deforma el nuestro, porque sus conexiones y sus medidas, arrancadas de su
engañoso equilibrio, se nos aparecen con una brutalidad reveladora: en lugar de proponer
mundos posibles, presenta el nuestro como un mundo imposible.
Aunque invente o
deforme, la ficción mide siempre lo real con su mismo distanciamiento, lo precisa desde
una lejanía que es institución de perspectivas nuevas e inusuales, lo solicita al
límite de la transformación. Las actitudes extremas del placer literario (evasión o
implicación, abandono o interés, hedonismo y crítica), se nos revelan como dos fases
sucesivas de algo que, iniciado como aventura, puede concluirse como empresa cognoscitiva
encaminada a la praxis.
La ficción puede
ser invención de hechos o de vicisitudes. Aquí hemos insistido sobre todo en el segundo
aspecto (que es preeminente en el sentido usual de fiction). Estas vicisitudes se
narran mediante un discurso; y es a través de las vicisitudes del discurso como el lector
(u oyente) toma contacto con las de la fábula. La vicisitud de contenido es el consuntivo
de uno solo de los infinitos caminos actuables dentro del texto. Cada camino en realidad
es una vicisitud. Así, el texto entero (y cada texto narrativo) puede ser considerado una
ficción: ficción polivalente y polisémica. Por el contrario, desde el punto de vista de
los recorridos formales, no hay texto que no constituya una ficción: porque el autor
"inventa" el modo de unir las palabras y los argumentos que quiere comunicar, a
menudo queriendo conseguir efectos de sorpresa o pensando en la catarsis final de la
solución intelectual.
En este sentido
no queda claro el límite entre la obra de ficción y las demás obras literarias; lo
mismo si se apoya sobre el concepto de mímesis, dado que la mímesis es a menudo mímesis
de una obra precedente, de una mímesis precedente, en lugar de serlo, directamente, de la
realidad. En este caso la obra imitada se convierte en modelo para otro "modelo"
(aceptando los dos significados de la palabra), es decir, que ofrece como material
reciclable una parte de sus esquematizaciones. Sin contar con que cualquier obra
literaria, al recurrir a temas, estereotipos, etc., es, por norma, más tributaria de la
literatura y de la cultura que de la realidad, la cual conquista un difícil lugar entre
las convenciones.
Reflexiones que
no quieren poner en crisis la individualidad del texto narrativo, fundada en la fonction
fabulatrice y sus precisas leyes formales; pero pueden explicar por qué (en
concomitancia con la, presunta, debilidad actual de la narrati-vidad) la crítica se
propone hoy como rival de la literatura creativa.
Como intérprete
e ilustradora de las estructuras semiológicas de la obra (y de sus potencialidades), la
crítica tiene el deber de identificar anacrónicamente los sistemas funcionales,
conceptuales y simbólicos temporalizados en el discurso literario, descubriendo las
implicaciones de partida y las posibles. La crítica toma como base la coherencia
semiótica de la obra; y no es escasa la aportación de invención a la que recurre para
identificar, correlacionar, sistematizar e interpretar los elementos de esta construcción
compleja, para crear una nueva construcción (crítica). Esta construcción es, sin duda,
una ficción, que sin embargo se esfuerza en representar del modo más adecuado los
materiales de la construcción literaria: garantizada por una actitud filológica, que
consiste en el atento control de los valores semánticos de base, tanto en el texto como
en el contexto cultural, y en el esfuerzo por recuperar la globalidad significante de la
estructura: en suma, en instituir el Zirkel im Verstehen, el vaivén entre las
partes y el todo, que no debe solamente interesar a los elementos y al conjunto de la
obra, sino también a la obra como elemento de una totalidad más amplia.
Esto no significa
limitar la investigación a la voluntad de significación del autor y creer que sea
caracterizable con certeza y sin remanentes. El tiempo, de hecho, confiere a las
estructuras del mensaje un incremento de significación; y es propia del arte la capacidad
de hablar a generaciones y generaciones, y de manifestarse con la ayuda del tiempo. Pero
no son las estructuras semióticas de la obra las que se transforman: es el observador el
que llega a percibir nuevas relaciones, nuevas perspectivas, dentro de una serie de puntos
de vista que se pueden considerar inagotables. La construcción de la crítica no es
jamás, y no puede ser, definitiva; ni siquiera, finita. Diremos sólo que el crítico
pone todo su empeño en la identificación de las estructuras semióticas de la obra,
incluso para extraer los significados que su época, su cultura y sus intuiciones
personales pueden revelarle. El crítico sabe (o debería saber) que la verdad no coincide
con el resultado de los análisis, pero que continúa brotando de la multiplicidad de las
operaciones analíticas.
Hay una tensión
creadora entre el empeño en aclarar los contenidos y contextos comunicativos por un lado,
y el aporte de una fantasía combinatoria, asocia-tiva y prospectiva por otro. Inclinarse
hacia el primer polo lleva a reducir la crítica a una filología mezquinamente positiva;
inclinarse hacia el segundo puede inducir a privilegiar elementos aislados de las
estructuras semióticas del texto y sistemati-zarlos en nuevas construcciones que,
fascinantes o no, sustituyan en la fruición a las de la obra, en vez de racionalizarlas e
interpretarlas. La crítica creativa corre el riesgo en suma de producir
reestructuraciones que se sustraen a la comprobación sobre la totalidad del texto, el
cual se convierte en pretexto; a desatar una imaginación sólo literaria, que no pone su
empeño en la confrontación con lo real (partiendo de aquella parte de lo real que es el
texto). Contemplación extasiada de nuestro mismo fantasear, mientras el mundo se escapa.
La literatura se encierra en sí misma.
Resultaría
anacrónico defender la función cognoscitiva de la literatura distinguiendo las esferas
de la crítica y de la ficción: del mismo modo que no nos podemos aferrar ya a los
principios, desacreditadísimos, de los géneros literarios. Por lo demás, los primeros
en prevaricar han sido justamente los escritores de creación, especialmente con las
novelas-ensayo, cuyo ejemplo más ilustre continúa siendo Don Quijote; y no hay
que olvidar que, en la vecina palestra de la crítica de arte, es el crítico quien a
menudo asume toda la responsabilidad comunicativa de la obra (de otro modo indescifrable),
mundo más allá de cualquier correspondencia sostenible.
Por otro lado,
nadie tendría derecho a frenar una actividad creadora, aunque (noblemente) parasitaria,
como es la ficción crítica, una actividad que renueva el mensaje del texto, que hace
resonar, aunque con un tono diferente, su voz y multiplica las posibilidades evocadoras e
instauradoras; una actividad que de un texto hace tantos como interpretaciones propuestas,
y después nos confía estas voces y estos ecos para otras inagotables transmutaciones. Y
es sólo fácil, en abstracto, distinguir entre una labor sobre el texto y una
labor a partir del texto, entre hermenéutica e invención.
Hablaremos pues
de dos actividades diferentes una aplicada a lo real, otra a un texto que se
cruzan y se superponen, de modo que el texto pueda ser también la misma crítica (o la
crítica a otros textos) y la actividad crítica apunte efectivamente a la realidad del
texto, pero para intentar descubrir, además de las realidades reveladas, presagiadas,
esbozadas por el texto, otros fragmentos de realidad. Entre literatura y crítica existe
por lo tanto una colaboración pero también competencia: incluida la capacidad de
invención. Sobre la meta común está escrita la palabra conocimiento.
Todo lo que se ha
dicho hasta aquí tiene poca importancia respecto a las últimas posiciones de la nouvelle
critique y a sus fundamentos teóricos. Para la nouvelle critique (que
representaremos aquí a través de su más lúcido intérprete) se trata de poner entre
paréntesis a hablantes y oyentes, así como el contenido mismo del mensaje; considera una
sola cosa el discurso del texto y el discurso crítico, dentro de un "discurso del
lenguaje" que prescinde de las coordenadas comunicativas. La audaz operación
emprendida consiste en sustituir el lenguaje por el sujeto, ya sea autor o crítico:
El
sujeto no es una plenitud individual que se tiene derecho o no a evacuar en el lenguaje
(según el "género" de literatura que se elija) sino, al contrario, un vacío
en torno al cual el escritor entreteje una palabra infinitamente transformada (inserta en
una cadena de transformaciones), de modo que cada escritura que no miente designa,
no los atributos interiores del sujeto, sino su ausencia. El lenguaje no es el predicado
de un sujeto, inexpresable, o que el lenguaje mismo serviría para expresar, sino el
propio sujeto" [Barthes, Crítica y Verdad, México, siglo xxi, 1976 (1966);
pp. 57-58).
Consecuencia
lógica es la imposibilidad de distinguir entre obra y crítica: "la crítica y la
obra dicen siempre: yo soy literatura y, con sus voces unidas, la literatura no
enuncia jamás sino la ausencia del sujeto" (Ibíd., p. 58):
La
obra (incluso la clásica) no es un objeto externo y cerrado del que pueda más tarde
apropiarse un lenguaje diferente (el del crítico), no es el supuesto de un comentario
(palabra accesoria, envuelta en un centro firme, lleno); sin origen, la escritura, donde
quiera que se la coloque institucionalmente, conoce un solo modo de existir: la travesía
infinita de las otras escrituras; lo que todavía nos aparece como "crítica" es
solamente una manera de "citar" un texto antiguo, que está, él también, en su
aspecto, entretejido de citas: los códigos se reflejan hasta el infinito. Es, pues, justo
afirmar que en el momento en que nace una ciencia de la escritura, que es la propia
escritura, mueren cualquier literatura y cualquier crítica (Ibíd., p. 9).
¿Qué comunica
el lenguaje y qué nos desvela el análisis crítico aun cuando sea todavía realizable?
"Lo que la crítica nos desvela no puede ser un significado (pues este significado
retrocede incesantemente hasta el vacío del sujeto), sino sólo cadenas de símbolos,
relaciones homólogas" (Ibíd., p, 58).
(Es curioso el
hecho de que Barthes reconozca las motivaciones de la crítica en el sentido habitual del
término, salvo que la llama "lectura" reservando la palabra
"crítica" a la actividad antes definida: "sólo la lectura ama la obra, y
mantiene con ella una relación de deseo. Leer y desear la obra, querer ser la obra,
negarse a añadir una palabra que le sea ajena ... Pasar de la lectura a la crítica
significa cambiar de deseo, desear, ya no la obra, sino el propio lenguaje. Sin embargo,
exactamente por eso, significa también devolver la obra al deseo de la escritura, de
donde había salido", Ibíd., p. 63.)
La buena nueva de
esta centralidad del lenguaje y de la escritura (que tiene sus garantes, naturalmente, en
Blanchot y Lacan) puede ser enunciada pero no demostrada, porque la demostración
necesitaría al menos dos sujetos, un emisor y un receptor, así como un contenido de la
demostración misma, contra las postula-ciones de la teoría. A nosotros nos basta con
señalar la contraposición ilustrada por Barthes entre una crítica de contenidos (por
consiguiente de base comunicativa) y una crítica del lenguaje (entendido como producción
suprapersonal y epifanía de símbolos). No obstante los frecuentes contactos con la
semiología, la más reciente concepción de la actividad crítica mantenida por Barthes
es sin embargo netamente antisemiológica (dado que los signos son instrumentos de
comunicación y que el lenguaje y los símbolos a los que él se refiere no tienen fines
comunicativos).
La creatividad de
la crítica llega así al extremo de anular cualquier distinción entre literatura y
crítica: el crítico desconoce la naturaleza comunicativa del texto (sacándolo del
circuito emisor-mensaje-receptor), invierte la relación código-men-saje (utilizando en
su esfuerzo creador los elementos del código, sustraídos a la globalidad del mensaje),
refuerza el papel hegemónico de la lengua respecto a sus usuarios. Por el contrario, el
crítico semiológico parte de la función comunicativa del texto, que recibe como
mensaje, conjuntamente con su polisemia, ambigüedad y riqueza de elementos inconscientes;
intenta captar la mayor cantidad posible de contenido, y mantiene la función instrumental
de la lengua. Se oponen en suma dos concepciones no sólo del hecho literario, sino
también del mundo.
El encanto de una
invención (ficción) que toma el camino de las ficciones de otros es innegable: es como
elevar a la enésima potencia los aspectos más desata-damente libres de la imaginación,
gozar lúdicamente las infinitas posibilidades del lenguaje. Pero es una elección,
incluso ideológica. Si es verdad como aquí se ha sostenido, que el vuelo de la fantasía
literaria tiene como punto de referencia una visión y una interpretación de la realidad;
si es verdad que los modelos alternativos, los caminos entre mundos posibles, sirven para
delinear mejor un modelo de nuestro mundo, y que la evasión lo es tan sólo
en relación con el lugar del cual se aleja, queda claro que esta dialéctica va a menos
cuando la crítica apoya una imaginación en otra imaginación, una actividad
lingüística en otra; cuando en el lugar de la realidad se pone el libro, en el lugar de
la praxis la proliferación de símbolos.
Al final, no se
potencia ya la ficción narrativa, pero se la conduce más allá del punto sin retorno,
hacia espacios donde el lenguaje gira sobre sí mismo, en una fantasmagoría autotélica.
Queda para la crítica semiológica (mejor si tiene buenas bases filológicas) la tarea de
iluminar las ficciones de los escritores, intentar interpretar lo que revelan, las
condenas, las esperanzas, las previsiones que continúan brotando de ellas, gracias a
nuestra insistencia.