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Luis Enrique Tord
Uno de los aspectos más destacables de la renovación de los estudios humanísticos es el creciente interés por revisar el pensamiento y obra de nuestros cronistas dentro del contexto cultural de su época. Esto que parece tan sencillo no lo ha sido tanto pues las exigencias contemporáneas, en su afán de efectuar transformaciones a la luz de postulados modernos, condenaron con facilidad y desdén a quienes pensaron nuestro continente desde la óptica y formación de su tiempo pasando a pertenecer, en el mejor de los casos, a una galería de personajes curiosos sometidos a las supersticiones, fantasías y errores de una época superada por las interpretaciones científicas contemporáneas. La serenidad que está retornando al centro de análisis del pasado permite ahora, una vez más, avanzar hacia la mejor comprensión de épocas remotas y retomar tópicos que pueden brindar renovadas luces sobre el sentido y gravitación que tuvieron en otros tiempos. Por otro lado, ha crecido en importancia el gran tema de la historia de las ideas, y en particular, la atención acerca de los planteamientos en boga que influyeron en los escritores indianos del Renacimiento así como la circulación de soterradas corrientes de pensamiento que requieren cuidadosa revisión. De los varios temas que pueden ser ahondados no es el menos interesante el de la influencia de Platón y el neoplatonismo renacentista en cronistas cultivados como es el caso de nuestro Garcilaso Inca de la Vega. Desde hace varias décadas en los estudios pioneros de Mariano Iberico, y en los de José Durand Flores y Aurelio MiróQuesada, para citar algunos se viene señalando su importancia pero es imperativo, continuando esa senda, profundizar en cuestiones puntuales. En otra ocasión señalé1 la pertinencia de ello aseverando que el «neoplatonismo del Inca Garcilaso encontró un espléndido cauce de realización en su monumental historia de los Incas, excepcional esfuerzo intelectual en el que, en sutil trama, se entremezclan el mito y la historia, la poesía y la realidad en el marco grandioso de una sucesión de eras que encuentran coherente fluir en una escala de perfeccionamiento que va desde el caos de una humanidad primitiva hasta una alta civilización, el Tahuantisuyo, que en todo fue igual o superior a las civilizaciones clásicas, salvo en el conocimiento de la revelación cristiana. De esta manera, a la historia de grandes reyes y emperadores incas, vino a sumarse como en un especie de legítima sucesión monárquica el linaje de los Habsburgo que prosiguió la labor civilizadora de los antepasados de Garcilaso al expandir en el Nuevo Mundo los fundamentales beneficios de la Fe, y no en menor grado para un intelectual tan enterado como el Inca las herencias del mundo antiguo. Su cuidadosa traducción de un texto renacentista clásico como es Diálogos de Amor (1590) de León Hebreo evidencia la pasión con la que siguió los planteamientos neoplatónicos que desde la segunda mitad del siglo XV fueron decisivos en la formación de los más cultivados espíritus del Viejo Mundo. Garcilaso vivió pues en esta atmósfera y, a no dudarlo, la traducción de Hebreo fue un considerable ejercicio de erudición que lo situó entre los más respetados escritores de formación humanista de la Andalucía del último tercio del siglo XVI y principios del XVII». Agregaba a esas consideraciones que en sus Comentarios Reales de los Incas (1609-1617) se hallan escasas citas directas de textos clásicos pero «si es inocultable la atmósfera en la que nace y se difunde esta obra que se perfila como un fresco impresionista, entre el resplandor vaporoso de la luz neoplatónica y los personajes, monumentos y paisajes que no llegan a ser del todo convincentes para el lector científico, pues esta obra no fue escrita por un historiador en el sentido actual de esta acepción, sino por un humanista que veía en la narración de los hechos de los Incas un soporte en la realidad del pasado a esa su tendencia profunda que lo inducía a buscar los orígenes de una sociedad que había llegado a tan elevados estadios civilizadores». Llamaba la atención asimismo acerca de otros cronistas Felipe Guamán Poma de Ayala, el jesuita Blas Valera, el mercedario Martín de Murúa, el franciscano Buenaventura de Salinas, y el singular licenciado y clérigo Fernando de Montesinos que hacen mención a eras o «soles» milenarios en los que los incas habrían dividido el tiempo, tema tan emparentado con planteamientos de origen mesoamericano y de cabalistas europeos, y que está tan evidente en Diálogos de Amor. Precisamente esas rotaciones cósmicas intiphuapan o capachuatan recuerdan interpretaciones de León Hebreo en pasajes de su obra en que se aplicó la censura del Santo Oficio. Otro tema sumamente interesante es el de la difusión del mito de la isla Atlántida como explicación del origen de la población indígena americana. Tal como se ha señalado en otras ocasiones, fueron los cronistas de Indias los primeros en recuperar la narración de Platón que parecía explicar algo para ellos decisivo: la vinculación que había entre los aborígenes del Nuevo Mundo y los descendientes de Adán y Eva, pues para la mentalidad cristiana resultaba inconcebible la existencia de una humanidad que no estuviese vinculada a la aseveración del Génesis. Por cierto, también circularon las versiones de la descendencia de las diez tribus perdidas de Israel, los troyanos, los egipcios, los romanos, etc.; pero la versión de la Atlántida fue sumamente persistente. Ya sabemos que la versión platónica deriva del diálogo El Timeo cuyo párrafo esencial dice: «En ese tiempo podíase atravesar por ese mar. Había una isla, delante del estrecho que vos llamáis las columnas de Hércules que era mayor que Libia y Asia juntas. Y los viajeros de esa época podían pasar de esa isla a otras islas, y de estas últimas a la tierra firme situada todo alrededor del aquel mar, el que era un verdadero mar. Ya que, a partir del mencionado estrecho, por el lado interno sólo parece haber un golfo de garganta angosta, y del otro lado ese verdadero mar y la tierra que lo circunda, lo que puede llamarse realmente, con toda propiedad una tierra firme»2. Esta descripción fue interpretada
entonces como la imagen del océano Atlántico y, por cierto, recordaba la visión de
Séneca en Medea donde se asevera:
Tuvo tempranas repercusiones la versión de la Atlántida. Sin embargo el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia natural y general de las indias, islas y tierra firme, del mar océano (1535) más bien identifica a las Indias con las islas Hespérides. En cambio Girolomano Fracastoro en su poema didáctico Syphilis sive de morbo gallico (1530) asevera que los americanos procedían de la Atlántida. Asimismo el fraile dominico Bartolomé de las Casas (1527) dice que la mención de Platón pudo sugerir a Colón explorar el océano afirmando: «razonablemente pudo esperar que aunque aquella isla fuese perdida y hundida, quedarían otras, o al menos la tierra firme, y que buscando las podía hallar». Lustros más tarde Francisco López de Gómara en su Historia General de las Indias (1552) afirma que Colón pudo ser influenciado por el filósofo ateniense. En 1555 apareció la primera edición de
la Historia del descubrimiento y conquista del Perú del contador Agustín
de Zárate en la cual la primera información que desarrolla es precisamente acerca del
origen de los habitantes de América titulando esta introducción: «Declaración de la
dificultad que algunos tienen en averiguar por donde pudieron pasar al Perú las gentes
que primeramente le poblaron». En ella asevera Zárate:
El gran navegante, cosmógrafo y cronista Pedro Sarmiento de Gamboa dedica un considerable espacio al tema de la Atlántida en los capítulos 3, 4, y 5 de su Historia Indica5. Avanza en ellos minuciosos datos y argumentaciones concluyendo tajantemente que «queda de aquí averiguado que las Indias de Castilla fueron continentes con la isla Atlántica». Agrega que «los de los ricos y poderosisimos reinos del Perú y cotérminas provincias fueron atlánticos, los cuales fueron deducidos de aquellos primeros mesopotamios o caldeos, pobladores del mundo». Finalmente en 1607, fray Gregorio García, dominico, en su Origen de los indios del Nuevo Mundo e Indias occidentales6 dedica diez capítulos de su Libro 4 a describir las razones favorables y adversas a esa tesis entendiéndose que se inclina a favor de ella. Franklin Pease G. Y., en la edición de Biblioteca Americana del Fondo de Cultura Económica, hace una cumplida descripción de sus aseveraciones en el prólogo. No podían faltar quienes se opusieran a esas consideraciones con un espíritu racionalista destacablemente moderno para su época como es el caso del notable historiador jesuita Joseph de Acosta que despectivamente precisa: « lo que no se puede contar en verdad sino es a muchachos y viejas». Otros destacados autores que contradicen el origen Atlántico son Juan de Torquemada, Juan de Solórzano y Pereira y Antonio de Ulloa. En nuestro siglo han abordado este tema, entre otros, José de la Riva Agüero y Osma en la «La Atlántida», incluido en La Conquista y el Virreinato (1930)7; José Imbelloni y Armando Vivante en El Libro de las Atlántidas (1939)8 e Ida Rodríguez Prampolini en La Atlántida de Platón en los cronistas del siglo XVI (1947)9. No cabe duda que el texto de Gregorio García constituye el más grande esfuerzo efectuado por un historiador de Indias en cuanto acopio monumental de información a favor de la tesis de la oriundez atlántica de los americanos. Y así se lo ha considerado desde hace siglos en la historiografía novomundista de forma tal que en la versión de la crónica de Zárate que aparece en la colección Andrés González de Barcia de Madrid en 1749, se advierte: «Este asunto generalmente, según la dignidad que le corresponde, trató con elegante erudición el padre presentado Fray Gregorio García, del orden de Santo Domingo, que con muchas adiciones y reflexiones se acabó de imprimir el año 1729». Por cierto, el año a que se refiere esta cita es la de la edición de González Barcia, pues la primera edición de la obra de García apareció en 1607. Pero mi interés no reside en revisar la genealogía de esta polémica sino en llamar la atención acerca de una propuesta que, como todo estudio de esta naturaleza, no es de fácil comprobación. Sin embargo, referencias e indicios la hacen sugestiva. Es el hecho de que una de las grandes utopías del Renacimiento como es Nueva Atlántida10 de Francis Bacon encuentro algunos rasgos que me han llevado a sospechar que este notable autor británico pudo haber conocido al navegante gallego o haber tenido referencias de su periplo por la Mar del Sur en cuyo transcurso descubrió las Islas Salomón. Esta idea la desarrollé en un relato literario pero creo que conviene plasmarla también como una propuesta de ensayo interpretativo11. Empecemos por precisar que en el año de 1586 Sarmiento de Gamboa se halló prisionero en Londres a consecuencia de su captura en el Atlántico por corsarios ingleses a las órdenes de sir Walter Raleigh cuando el navegante español retornaba del Estrecho de Magallanes luego de haber fundado allí una colonia con el fin de fortificar ese paso del cual era él Gobernador. En aquella oportunidad Sarmiento mantuvo relaciones con su capturador navegante y escritor como él lo cual hacía que aquel estuviese en la proximidad de amigos de Raleigh como lo eran los eminentes cortesanos de Isabel I lord Francis Bacon de Verulam, vizconde de San Albano, el conde de Leicester y el poeta Philip Sidney. Estos y otros personajes del espléndido periodo isabelino eran a su vez del entorno de Jhon Dee, el célebre médico, matemático y mago que era dueño de notables conocimientos en navegación como se aprecia en su General and Rare Memorials Pertayning to the Perfect Art of Navegation (1577). Dee no se encontraba en Londres durante la prisión de Sarmiento pues se hallaba de viaje por el continente europeo. Pero quien nos interesa en estas líneas es Francis Bacon, como quedó dicho. Era Bacon hombre de veinticinco años, dean del Colegio de Abogados, diputado independiente por Tauton y abogado extraordinario de la Corona. No cabe duda de que el tratamiento que se le dio a Sarmiento debió ser muy considerado pues era un capitán de Felipe II, cosmógrafo mayor del Virreinato del Perú, gobernador y capitán general del Estrecho de Magallanes a más de hombre culto cuya entrevista con la reina Isabel - conseguida por su capturador Raleignh transcurrió en latín. Debemos tener en cuenta asimismo que el cosmógrafo había escrito ya por esas fechas varios de los importantes textos en que había volcado su vasta experiencia marítima y de la historia como la Relación hecha por el capitán Pedro Sarmiento de lo sucedido en el viaje que verificó con Alvaro de Mendaña en descubrimiento de las Islas Salomón (1572) y la Historia Indica (1572), manuscrito este último que había realizado a pedido del virrey Francisco de Toledo cuando éste lo tuvo entre sus inmediatos colaboradores durante su estancia en la ciudad del Cuzco. Estas informaciones me llevan a suponer que Bacon debió conocer los viajes de nuestro navegante cuyas repercusiones creemos hallar en obra tan notable como lo es Nueva Atlántida. Respecto de la fecha de aparición de ella 1627 hay que precisar lo siguiente: fue edición póstuma, pues su autor había fallecido un año atrás, en 1626. Y algo más: Bacon la había escrito en 1622, y quizá antes, de acuerdo a otros investigadores. Estaríamos pues a algo más de treinta años del supuesto encuentro de Bacon con Sarmiento o del conocimiento de aquel de las peripecias del español en los mares del Sur. Las posibles vinculaciones que tuvieron aparecen sugeridas desde las primeras líneas cuando Bacon escribe: «Partimos del Perú, donde habíamos permanecido por espacio de un año, rumbo a China y Japón, cruzando el Mar del Sur » Recordaremos aquí que es el mismo periplo de la expedición Gamboa-Mendaña efectuada en 1567 y 1569 y algo para nosotros muy significativo: la isla Atlántida de Bacon no está en el océano Atlántico sino en el Pacífico, escenario de las travesías del marino gallego. Poco después la narración describe cómo los navegantes de su utopía divisan una isla de la que llega una embarcación con ocho personas que hablaban la lengua española y su emblema era unas alas de querubín y una cruz pues eran cristianos. Llegados a la isla se hallan los náufragos con que en ella se encuentra la Sociedad de la Casa de Salomón que, como se advierte, es el nombre con que se bautizó las tierras descubiertas por Sarmiento-Mendaña: Islas del Rey Salomón. A ello no fue ajena por cierto la versión según la cual el fenicio Jiram, que navegaba a órdenes del Rey Salomón, habría llevado para la construcción del templo de Jerusalém los metales preciosos de Tarsis y de Ophir. Asimismo la carroza de los padres de la Casa de Salomón tenía por símbolo en su techo «un sol de oro resplandeciente» que recuerda la divinidad suprema del imperio Incaico. Pero con ser todo ello notable para
nuestras indagaciones lo es más, si cabe, el hecho de la narración del conflicto que
enfrentó esta isla con los ricos reinos del Perú y de México y cuya versión es como
sigue:
Sarmiento vincula sin ningún género de duda la identificación entre esas isla y las que hallaron con Mendaña al concluir inequivocamente aseverando que esas «son las islas que yo descubrí en la mar del sur, ducientas y tantas leguas de Lima » Muy característico de Sarmiento, encandilado siempre con elementos extraños que le costaron enfrentar dificultades con la Iglesia y el Santo Oficio de la Inquisición, incorporó un ingrediente más: que un mago de nombre Antarqui, ordenado por el Inca para averiguar la existencia de aquellas islas voló a ellas y regresó a informarle. No es de menor importancia recordar que Sarmiento de Gamboa insistía en proseguir la navegación en dirección suroeste, más allá de las Islas Salomón, con la intención de descubrir las tierras de las que hablaba la tradición clásica y la medieval, y que constaba en los mapas como Terra Incógnita Australis, el continente perdido austral de Ptolomeo, la Catígara de los cosmógrafos de la Edad Media, la tierra a la que habrían arribado las diez tribus perdidas de Israel huidas del cautiverio de Salmanasar, rey de los Caldeos. Al fin y al cabo Sarmiento había aseverado en su Historia Indica, en las primeras páginas de los tres capítulos que dedica a la isla Atlántida, que «los ricos y poderosísimos reinos del Perú y cotérminas provincias fueron atlánticos», incluyendo las islas Salomón «que yo mediante nuestro Señor, descubrí en el mar del Sur en el año de 1568 »14. En otras palabras, constatamos que, así como muchos conquistadores fueron tentados a hallar en el continente americano el País de la Canela, la Ciudad de los Césares, el Gran Paititi o El Dorado, terminando por descubrir así los vastos horizontes amazónicos, hubo navegantes y Sarmiento el primero que persiguieron un encuentro con las tierras que habían pertenecido a la Atlántida permitiendo el hallazgo de las islas mencionadas. Los mitos clásicos estuvieron entonces en el fundamento de los viajes descubridores y, más allá de ello, en el nacimiento de textos de la envergadura de Nueva Atlántida en el que creemos hallar la huella de Sarmiento de Gamboa, sus teorías y sus extraordinarios esfuerzos marítimos que hacen de él uno de los personajes excepcionales del siglo XVI.
________________________________________________ 2 Platón. El Timeo. México, Editorial Porrúa S.A., 1984. Consta asimismo importante información en Critias o de la Atlántida. 3 Zárate, Agustín de. Historia del
descubrimiento y conquista del Perú. Biblioteca Peruana. Primera serie, tomo II.
Lima, 1968, p. 4 Ibidem, p. 112-113. 5 Sarmiento de Gamboa, Pedro. Historia Indica. Biblioteca de Autores Españoles No. 135. Madrid, 1965. p. 200 y ss. 6 García, Gregorio. Origen
de los indios en el Nuevo Mundo e Indias occidentales. México, Biblioteca
Americana del Fondo de 7 Riva-Agüero y Osma, José de la. «La Atlántida». En La Conquista y el Virreinato. Lima, Instituto Riva-Agüero, 1968. 8 Imbelloni, José, y Vivante, Armando. El libro de las Atlántidas. Buenos Aires, Colección Humanior, 1939. 9 Rodríguez Prampolini, Ida. La Atlántida de Platón y los cronistas del siglo XVI. México, 1947. 10 Bacon, Francis. «Nueva Atlántida». En Utopías del Renacimiento. México, Fondo de Cultura Económica, 1956. 11 Tord, Luis Enrique. «Nueva Atlántida». En Lienzo, vol. 17. Lima, 1996, p. 185-200. 12 Bacon, Nueva Atlántida, p. 210-211. 13 Sarmiento de Gamboa, Historia Indica, p. 251. 14 Ibidem, p. 206. |