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Carlos Ramos Núñez
1. Consideraciones preliminares Hasta antes de la emergencia de los códigos, nuestra tradición jurídica se encontraba dominada por la distinción entre dos modos típicos de producción normativa: la costumbre y la ley. La costumbre, en el imaginario colectivo de los juristas modernos, representa el modo espontáneo, natural, inconsciente e informal, contrario al Derecho reflexivo, artificial, consciente y formal que encarna la ley1. La costumbre encarna el Derecho que nace directamente de los conflictos existentes en una determinada sociedad, la ley el Derecho que nace de la sociedad a través de la intermediación de un poder organizado: el Estado. La fuerza de la cual deriva aquélla descansa en la tradición, la fuerza de la segunda reposa en la voluntad dominante racionalmente organizada. La costumbre es impersonal, la ley susceptible de personificarse en el soberano de turno. A contracorriente del desdén y la desconfianza hacia la costumbre, no existe sociedad organizada en la que estos dos momentos de la producción jurídica no se encuentren, en menor o mayor medida, presentes. La historia de la costumbre es la historia de la función y la eficacia de sus reglas. De allí que dicha historia debe diferenciarse de la historia doctrinaria sobre la costumbre, que alude al modo en el cual los juristas han valorado la función y la eficacia del Derecho consuetudinario. Las dos historias no coinciden necesariamente. No puede olvidarse que la doctrina jurídica tiene fines no sólo descriptivos, sino también prescritivos. En los países, como el nuestro, bajo la influencia de la tradición romanista, dominados por la recopilación justinianea, la recopilación hispana e indiana y, finalmente, por la codificación decimonónica, la doctrina, sobre todo la doctrina moderna, ha subvalorado el elemento consuetudinario en la formación del Derecho2. Su mayor preocupación ha sido imponerle límites o justificarlo a partir del reconocimiento legislativo o judicial. A pesar de la apasionada (y desafortunada) reacción de la Escuela Histórica contra la omnipotencia o el absolutismo legislativo (el término fue acuñado por Paolo Grossi)3, el estudio del Derecho consuetudinario hoy en día se halla confiado casi exclusivamente a la doctrina del Derecho internacional, donde, por último, el concepto de Derecho espontáneo ha suministrado el principal instrumento contra la concepción tradicional de Derecho positivo. La costumbre, sin embargo, tuvo en la tradición romana-canonística un sitial importante, pues fundaba su valor jurídico en el prestigio del sujeto político a quien debe su existencia: el pueblo, considerado, por excelencia, como el órgano típico de producción jurídica4. Bajo este aspecto, el Derecho consuetudinario no se distingue del Derecho legislativo: el fundamento de su fuerza es el mismo, es decir, la voluntad popular. La diferencia es simplemente de postura: en la formación de la ley la voluntad del pueblo es expresa (directa o indirectamente); en la formación de la costumbre, tácita. En un célebre pasaje de Hermogeniano (Digesto 1, 3, 35)5, donde se equipara la dignidad de ambas fuentes, la costumbre es llamada tacita civium conventio. En otro pasaje, Juliano coloca a la ley y a la costumbre sobre el mismo plano con estas palabras: Nam quid interest suffragio populus voluntatem suam declaret an rebus ipsis et factis? (Digesto 1, 3, 32, 1)6. Como regla jurídica positiva nacida de la voluntad popular, que ante los estímulos de necesidad o frente a la simple conveniencia social repetía una serie de actos, la costumbre estatuye todo un conjunto de preceptos reglados, a los cuales ajustan los asociados sus determinaciones jurídicas, procurando que sirvan de regla de conducta para relaciones ulteriores. Así formulada la costumbre, se presenta como una práctica producida de abajo a arriba; hábito y uso que a fuerza de ser repetido e imitado por otros individuos, a consecuencia de la misma precisión e idéntica exigencia, termina convertida en la dirección común para todos, adquiriendo por resultado lógico naturaleza de ley. Jus consuetudine firmatum, consuetudo in legem veniens. Si en el mundo romano el valor de la costumbre se erigía sobre los hombros del pueblo, dotado de poder político y titular de una fuerza invencible; en el pensamiento teológico-jurídico medieval, y más todavía durante la vigencia de las monarquías absolutas, el fundamento del poder se traslada del pueblo a la soberanía del príncipe. Así, la tesis originaria de la tacita voluntas populi es reemplazada por el principio de la tacitas voluntas principis7. En el primer caso, la autonomía de la costumbre como fuente del Derecho se encontraba garantizada por el pueblo; en el segundo, supeditada a la voluntad del príncipe, a la ciencia y paciencia del legislador. Desde entonces la construcción jurídica moderna hará depender la validez jurídica de las costumbres al reconocimiento expreso o silencioso de quienes detentan el poder político8. En buena cuenta, la costumbre perderá su independencia y con ello su antiguo prestigio, en tanto que la ley, mandato típico de la autoridad política, se situará en el centro del sistema jurídico. Gran parte de la historia del Derecho de los últimos siglos puede ser representada como un proceso de involución de la costumbre, paralelo al progreso de la ley. Mientras la costumbre decaía, la ley se consolidaba. De allí que la historia de la costumbre sea la historia de su confrontación con la ley por el primado de las fuentes formales. Se pueden distinguir, bajo esta perspectiva, tres situaciones típicas: a) la costumbre es superior a la ley; b) la costumbre y la ley tienen la misma fuerza y c) la ley es superior a la costumbre. Esquemáticamente, se podría decir entonces que en la primera situación la costumbre sucesiva deroga la ley (licitud de la costumbre contra legem), en tanto que la ley posterior no abroga la costumbre. En las palabras de Tito Livio, legum corrector usus («La costumbre corrige las las leyes»). En la segunda situación, la costumbre ulterior abroga la ley y, viceversa. En la tercera situación, la ley posterior deroga la costumbre pero no sucede lo contrario (ilicitud de la costumbre contra legem)9.
El racionalismo echará por tierra la autoridad de la costumbre. Los ataques de Hobbes, Voltaire y Bentham, en tres momentos distintos y claves del pensamiento moderno, grafican elocuentemente el pensamiento iluminista, que da por sentada la sagacidad del príncipe como legislador y que insiste en el carácter genérico, uniforme y evidentemente racional de la legislación. En el pensamiento antiguo, el Estado (o el ente político al cual, con algún esfuerzo terminológico, damos este nombre) no se separa de los individuos que lo componen, o de la sociedad civil, y forma con ellos una sola cosa o un solo cuerpo. Para Hobbes, en cambio, en la primera mitad del seicientos, cuando concluye De Cive, el Estado tiene respecto a los individuos una autonomía conceptual y práctica y se yergue muy por encima de ellos. La «potestad suprema» es una suerte de «divinidad visible»10. De manera que para evitar que las leyes queden en letra muerta es necesario «el terror de un poder que imponga su observancia». Precisamente de la voluntad del Estado, único legislador, «todas las leyes, escritas y no escritas, reciben su autoridad y su fuerza». Por la misma razón, «nadie puede abrogar una ley establecida sino el soberano, ya que una ley no es abrogada sino por otra ley que prohíbe ponerla en ejecución»11. La escasa consideración que exhibe Hobbes por la costumbre lo conduce a recomendar que el individuo debe ser constreñido por el Estado a sustraerse del dominio de las costumbres y de los ejemplos precedentes12. La concepción moderna impugnatoria de la costumbre tiene también en Voltaire a un lúcido exponente. La réplica volteriana lamenta que, lograda la unidad política de Francia, gracias en buena parte a la tendencia centralista desplegada por la monarquía absoluta, la unidad jurídica asomaba distante. Francia exhibía una odiada división entre regiones de droit écrit y de droit coutumier. Pluralismo jurídico éste insoportable para el iluminismo, que le haría proclamar a Voltaire, entre irónico y mortificado:
La actitud de Voltaire se inscribe en ese esfuerzo programático que terminó siendo incluido como una exigencia constitucional17. La lucha contra esa especie de maraña legal y consuetudinaria propia del Medioevo y del Antiguo Régimen quiso ser ganada por decreto a través del título 9 de la Constitución de 179218. Tal había sido también una inacabada aspiración de la monarquía absoluta. La burguesía, ya en el poder, habría de proseguir y concluir este proceso. Con el Code el Derecho Civil, que hasta entonces había sido considerado, en las regiones de droit écrit, como «derecho de la razón», o «Derecho natural», sustraído del arbitrio del soberano; o bien, en las zonas de droit coutumier, como un orden jurídico descentrado, territorial y estamental, garantizado por inmunidades feudales, se convierte en Derecho del Estado para «todos los franceses»19. Es, pues, el punto de arribo de un largo camino hacia la uniformidad jurídica. El horizonte conceptual en el que se mueve Jeremy Bentham, a fines del setecientos, no es muy diferente del de Hobbes ni del de Voltaire, no obstante las profundas diferencias que presentan en algunos temas fundamentales. Bentham sabe la influencia de Edmund Burke es fortísima durante esos años que el ligamen con las instituciones antiguas puede ser muy fuerte y que no es fácil deshacerlo. El Derecho consuetudinario le parece un Derecho incierto, desarmónico, confuso y laberíntico que debiera ser subrogado por el Derecho legislativo20. Recuérdese que Bentham es un furibundo partidario de la codificación. Bentham, por otra parte, no desconoce méritos a la costumbre. Admite que sus raíces profundas le invisten de cierta autoridad. Reconoce también que muchas de sus proposiciones constituyen «lingotes de auténtico oro». Discrepa, sin embargo, con la idea de preservarla como tal, sin un previa homologación legislativa. La costumbre entonces debe ser codificada. A su juicio, el Derecho exige, por medio del Código, la forma de un cuerpo legislativo puro, donde cada parte se integre a las otras conforme a los criterios de la aritmética y de la geometría. La costumbre allí tiene un lugar, pero ¿de qué manera?: «Como el viejo rey de la fábula, cambiando su propia deformidad decrépita en belleza vigorosa»21. Para el filósofo inglés, nada mejor que la costumbre absorbida totalmente por la ley. Mientras ello no ocurra, se trata simplemente de una regla inconveniente e ilegítima, por la cual merecen gobernarse sólo los animales. La costumbre como fuente espontánea, particular, segmentada y localista, tenía que ser vista con desprecio por quien procuraba implantar en el plano jurídico el imperio de la Razón. El Code Civil, aprobado por la ley del 30 del mes Ventoso del año XII (marzo de 1804) reunía las leyes civiles en un solo cuerpo bajo el nombre de Code civil des Français (Código Civil de los franceses)22. La primera de esas leyes civiles fue la ley del 14 del mes Ventoso del año XI (5 de marzo de 1803), promulgada el 24 del mismo mes y año (15 de marzo de 1803), sobre la publicación, los efectos y la aplicación de la ley en general. La misma disposición estableció, en su artículo 4, que el Código sería precedido por un título preliminar constituido por la referida ley del 14 del mes Ventoso del año XI. A partir de tal fecha así lo señaló el artículo 7 de la indicada ley las leyes romanas, las ordenanzas, las costumbres generales o particulares, los estatutos y los reglamentos, dejaban de tener fuerza de ley general o particular en las materias reguladas por el Código. Se extendía entonces una suerte de partida de defunción al Derecho consuetudinario. El legislador francés tomó así partido por la creación legislativa del Derecho. Desde entonces la frase es de Josserand, la ley escrita sería «el verbo perfecto del Derecho». Como Justiniano, Napoleón pensó haber dado al mundo una carta definitiva, observando con recelo todo comentario por temor a que la norma escrita fuese deformada. Una conocida frase grafica el desagrado, pero sobre todo el temor: Mon Code est perdu vocifera cuando toma conocimiento de que Maleville, precisamente uno de los redactores del Código Civil, despacha a la imprenta el primer libro que comentaba las normas del Code23. La escuela de la exégesis, que atribuiría virtudes casi religiosas al Código napoleónico, a través de sus exponentes más caracterizados, tales como Demolombe, Laurent y los profesores Aubry y Rau, negó a la costumbre todo poder creador. Los exégetas no dejaron de insistir en que era impotente para oponerse a la ley escrita, ni tampoco capaz de completarla, llenar sus lagunas o tapar sus fisuras. Para la doctrina de la exégesis, cuya influencia en América Latina y particularmente en el Perú fue notable24, la legislación ofrecía precisión y certeza. Desde su óptica la ley se inclina a la generalidad, a la universalidad; la costumbre, por el contrario, tiende a la dispersión y localización. En realidad, el Código napoleónico no cerraba del todo las puertas a la costumbre. Los redactores del Código civil admitían la fuerza obligatoria de la costumbre, en cierta medida; en el proyecto primitivo, el título preliminar comprendía disposiciones formales en ese sentido, disposiciones que si desaparecieron después fue ante todo por su carácter demasiado filosófico, incongruente con el tecnicismo que el Código buscaba. En el curso de los trabajos preparatorios Portalis se expresó en términos exentos de ambigüedad y que conviene recordar:
La escuela exegética rechaza enérgicamente el uso de conceptos extranormativos, incluso cuando es indispensable colmar lagunas jurídicas. Esta desconfianza obedece a la lógica de un Estado centralista, el cual, en una suerte de reproducción moderna del absolutismo, no deja de insistir en un discurso autoritario del Derecho, que niega la existencia de otras fuentes formales distintas o alternativas a la ley como la jurisprudencia y la costumbre. Apoyan su argumentación, especialmente desde mediados del siglo XX, en teorías iuspositivas como el positivismo kelseniano, o por lo que ellos atribuyen a estas teorías. En realidad, buscan por todos los medios de impedir que los preceptos jurídicos sean cambiados o considerados pasibles de superación por quien no sea el legislador32. Se intenta así una uniformidad oficial de criterios que, emanada del legislador, llega a los tribunales y se expande entre los juristas y profesores. El resultado es un carácter mecánico y deductivo del razonamiento y de la argumentación jurídica. Los exégetas estaban firmemente convencidos de la existencia de un sistema jurídico cerrado y completo. Entendieron que el artículo 4to del Título Preliminar del Código napoleónico33 no autorizaba al juez a recurrir a soluciones extrañas al sistema normativo, como la equidad, por ejemplo, en la cual los redactores del Code habían pensado. A su criterio, el sistema se autointegraba; de modo que de presentarse una laguna jurídica debía buscarse la respuesta en el interior del propio sistema legislativo. En una suerte de «fetichismo legal», el Código Civil habría sepultado todo el Derecho precedente, y contenía en sí mismo a la manera de un prontuario todas las normas para resolver cualquier caso que se presentase. Resulta paradigmática la opinión del Tribunal de Rouen que, cuestionando el discurso preliminar de Portalis, expresaba:
Para asegurar el primado de la ley, Napoleón acompañó la dación del Código de una enérgica reforma en la educación superior, sometiendo las escuelas de Derecho a la vigilancia de la autoridad política. Medida semejante adoptó frente a los magistrados y hasta con los autores, cuyas obras debían de pasar la censura antes de ser publicados35. Hubo, pues, una decidida intervención política para encaminar el estudio del Code por la senda del positivismo. La Escuela Histórica del Derecho impugnará la ficción legalista que subordinaba la vigencia de la costumbre a la voluntad tácita del príncipe. Habida cuenta que una característica central de este movimiento consiste en la recuperación de las fuentes romanas, especialmente (siguiendo una línea humanista) de la época clásica; los pasajes de Juliano36 y de Hermogeniano37, que colocan en un plano simétrico a la costumbre y a la ley, en virtud al iudicium populi o juicio del pueblo, acaban siendo actualizados. Se produce, sin embargo, una importante variación: el consensus populi no aludía al pueblo en cuanto órgano legislador formal, sino en cuanto nación idealmente concebida. La costumbre traducía así al Volksgeist, al espíritu del pueblo38. El consenso del pueblo no significó ya una efectiva, aunque tácita aprobación, sino laconvición común sobre la existencia de una regla jurídica manifestada a través del comportamiento reiterado, convicción ésta que recibió el nombre de opinio iuris seu necessitatis39. El historicismo de Hugo, Savigny, Puchta consideraba, en principio, que la costumbre es una fuente substantiva, independiente. Hasta ese momento se había hecho derivar el Derecho consuetudinario sólo del consentimiento tácito del legislador, en cuya voluntad se ponía el origen de todo Derecho positivo. Los fundadores de dicha escuela sostenían, por el contrario, que el Derecho, como todas las demás creaciones del espíritu humano, el arte, la ciencia y especialmente el lenguaje (con el que se emparentaba primordialmente el Derecho), brotan de la exteriorización inmediata y en parte inconsciente del espíritu nacional, apareciendo ante todo en forma de costumbre para fijarse ulteriormente en la propia ley40. El pensamiento iusfilosófico contemporáneo exhibe un variado tratamiento en el tema de la costumbre. Austin, por ejemplo, cuya recreación de la teoría legislativa de Hobbes es harto evidente, consideraba que un uso o costumbre puede obtener la autoridad de ley; pero cuando esto acontece, el motivo no consiste en el transcurrir del tiempo en sí mismo, sino en la «voluntad del soberano, manifestada con su silencio»41. Austin, sin embargo, no se limita a reproducir las ideas de Hobbes en un ámbito cronológico distinto, pues hilvana una teoría sugerente que no constriñe la validez de la costumbre al reconocimiento expreso o tácito del legislador: el juez tiene la potestad de transformar la costumbre en norma jurídica. En consecuencia, la costumbre puede hacerse jurídica de dos modos: o porque es adoptada por el soberano, o porque es asumida como base para una decisión judicial. En este último caso, la regla jurídica que deriva de la costumbre es una norma de Derecho judicial42. Kelsen, contra lo que piensa una versión informal muy difundida, reivindica claramente la vigencia de la costumbre. No duda en señalar que la costumbre es, como un acto legislativo cualquiera, un modo de creación de Derecho, y «que no es solamente, aunque algunos lo pretendan, un método de constatación de normas jurídicas existentes». Para el filosófo de Viena «la costumbre es esencialmente constitutiva y no sólo declarativa»43. Kelsen formula una tesis objetivista desde que decide prescindir del elemento subjetivo que, según la escuela histórica, configuraba la costumbre, la opinio iuris sive neccesitatis, es decir, la convicción de los individuos de que no actúan libremente sino que están obligados o autorizados a realizar los actos que constituyen la costumbre creadora del Derecho. Desde su punto de vista, no hay modo de probar esta convicción, ese sentimiento. Por el contrario, sí es posible acreditar objetivamente la existencia del elemento material, porque se explicita por medio de los hechos44.
El Derecho castellano, especialmente a través de las Siete Partidas, dispensó un tratamiento privilegiado a la costumbre. Alfonso el Sabio la defininiría como «derecho ó fuero que no es escrito; el cual han usado los homes luengo tiempo ayudándose dél en las cosas et en las razones sobre que lo usaron»45. Era natural que así fuera, ya porque la vocación centralista y unitaria del rey nunca logró en la Península un carácter absoluto, ya porque era necesario por conveniencia política reconocer los fueros locales, y con ello sus leyes y costumbres. En el Derecho histórico, ninguna de las leyes anteriores a las Partidas reconocieron explícitamente valor a la costumbre como fuente inmediata del Derecho común. A simple vista ni el Fuero Juzgo, ni los Fueros municipales, ni el Fuero Real, ni el Fuero viejo, aceptaron en general ni en particular, con mayor o menor amplitud y más o menos entusiasmo, las reglas populares establecidas por el uso común durante largo tiempo, en el sentido de servir de norma jurídica de la legislación estatal46; siendo preciso que se publicaran las Partidas, para que en ellas Alfonso el Sabio, en el siglo XIII, declarara la costumbre como fuente del Derecho civil47. Allí expresó que «la costumbre se introduce por el uso del pueblo durante el tiempo de diez y veinte años, con conocimiento y sin contradicción del señor de la tierra; siempre que en este tiempo se hubiere juzgado por ella treinta veces48, o que no se hubieran admitido las razones alegadas en juicio contra ella; además de no ser la costumbre contra la razón, ni contra la ley de Dios, ni contra señorío, ni contra el Derecho natural, ni contra el bien común»49. Por otro lado se reconoce que «en donde la ley nada dispone, se admite como tal la costumbre; ésta además puede servir para interpretar las leyes dudosas, y para derogar las anteriores siempre que esté generalmente admitida, y el Rey la consienta por el tiempo antes dicho: si la costumbre fuese especial, derogaría la ley sólo en aquel lugar en que se observase; dejando la costumbre de serlo, cuando se la opone otra costumbre posterior o ley escrita»50. Jerónimo Castillo de Bovadilla, autor castellano de Política para corregidores y señores de vasallos, un manual para los corregidores administradores de justicia que tuvo especial audiencia en América51, también asume a fines del quinientos una posición favorable a la costumbre. Quedaba así definida la costumbre en sus tres varientes: a) según ley; b) fuera de ley, y c) contra ley. Progresivamente, sin embargo, la costumbre contra legem terminó siendo desterrada del discurso de los jurisconsultos, del lenguaje de los tribunales y, naturalmente, de los fundamentos legislativos del soberano. Se consideró, por ejemplo, que la eficacia que la ley 6ª. título II, Partida I reconocía a la costumbre fue derogada por la ley 1a, título XXVIII del Ordenamiento de Alcalá por el hecho de que no estuviera enumerada en la prelación de leyes que consignó y por el carácter obligatorio que otorgara a las leyes de Castilla52. En realidad, no aparece prohibición clara, sino más bien una que otra insinuación, a saber, no recurrir a los fueros municipales si estuviesen «contra Dios, contra la razón y contra las leyes». Sin embargo, a diferencia del veto expreso formulado por dicho Ordenamiento de citar una ley de Madrid, conforme a la cual se extiende autoridad a las opiniones de Bártolo, Baldo, Juan Andrés y el Abad Panormitano, no puede desprenderse de allí una rotunda negativa del desuso. Sí es posible, en cambio, advertir la creciente presencia legislativa del Estado, que marcha paralela a su consolidación política y territorial53. Distinto es el caso de la Novísima Recopilación de 1805. En efecto, la ley II, título II, Libro III, establece que «ninguno piense de mal hacer, porque diga que no sabe las leyes ni el Derecho; ca si hiciere contra ley, que no se pueda excusar de culpa por no la saber»54. Ciertamente es la Novísima Recopilación la que va lejos, al proscribir la desuetud como mecanismo derogatorio de la norma escrita. Conforme a la ley XI, promulgada por Felife V en 1714, «todas las leyes del Reino que expresamente no se hallan derogadas por otras posteriores, se deben observar literalmente, sin que pueda admitirse la excusa de decir que no están en usos»55. Las leyes de Toro (1505), que preceden en tres siglos a la Novísima Recopilación, trae en la ley primera una enérgica toma de postura a favor del Derecho escrito de base legislativa. Rechazan el uso de los fueros cuando regulen actos que atentan «contra Dios, y contra razón, y contra las leyes que en este nuestro libro se contienen»56. Antonio Gómez, que emprende los comentarios a dichas leyes, insiste como lo hizo Gregorio López en la glosa a las Siete Partidas, en la voluntad del príncipe. Cuando comenta la ley primera sostiene que «la ley sólo puede constituirse, ó dudosa interpretarse por el soberano»57. Los alcances de esta aseveración rebasan con holgura al simple comentario y describen nítidamente el perfil regalista del jurisconsulto. La costumbre, sin embargo, no será todavía expulsada del léxico jurídico. Gómez ya no le asigna un papel principal sino supletorio, desde que asegura que «en defecto de ley será atendible el Derecho Romano. No encontrándose ley del reyno canónica o civil de los romanos, se ha de estar á la costumbre legítimamente inducida por el tiempo de 10 años, y pluralidd de actos que á este fin se hayan practicado. En defecto de todo lo expuesto debe gobernar la razón natural, como cimiento de todo el Derecho, y de la qual éste no puede desviarse»58. En cuanto al desuso, Gómez asume una posición negativa. La costumbre contra legem no puede observarse: el Ordenamiento, las Pragmáticas y las Siete Partidas rigen «aunque se diga no hallarse en uso»59. Estos textos sugieren una visión cada vez más negativa de la costumbre contra legem. De manera que tan sólo a falta de una ley aplicable a casos prácticos, cabe invocar el Derecho consuetudinario, cuya importancia decae con el tiempo. Portadores de esa tendencia, que podría considerarse legalista, son los códigos modernos. En la propia España, el artículo 5 del Código Civil de 1889 declaraba que «las leyes sólo se derogan por otras leyes posteriores, y no prevalecerá contra su observancia el desuso, ni la costumbre o la práctica en contrario», mientras que el artículo 6°, párrafo 2°, hipotizaba que «cuando no haya ley exactamente aplicable al punto controvertido, se aplicará la costumbre del lugar, y en su defecto, los principios generales del derecho», con lo que a la vez que se negaba la costumbre contra legem se recogía la costumbre praeter legem. Desde que se asumió que no prevalecería contra la observancia de las leyes el desuso, los redactores de la ley civil no hicieron otra cosa que confirmar el Derecho anterior contenido en la ley 2ª, título II, libro III de la Novísima, que privó de toda eficacia a la alegación del no uso de las leyes para justificar su derogatoria. El Derecho Indiano producido durante el dominio español en las Indias occidentales dedicó una especial atención a la costumbre. Así, la ley IV, título I, libro II de la Recopilación de Leyes de Indias, sancionó: «Que se guarden las leyes que los indios tenían antiguamente para su gobierno, y las que se hicieren de nuevo. Ordenamos y mandamos, que las leyes y buenas costumbres que antiguamente tenían los indios para su gobierno y policía, y sus usos y costumbres observadas y guardadas después que son cristianos, y que no se encuentran con nuestra sagrada religión, ni con las leyes de este libro, y las que han hecho y ordenado de nuevo, se guarden y ejecuten; y siendo necesario, por la presente las aprobamos y confirmamos, con tanto que Nos podamos añadir lo que fuéremos servido, y nos pareciere que conviene al servicio de Dios Nuestro Señor y al nuestro, y a la conservación y policía cristiana de los naturales de aquellas provincias, no perjudicando a lo que tienen hecho ni a las buenas y justas costumbres y estatutos suyos»60. El hallazgo de una cultura hasta entonces desconocida debía dar pie a una estrategia distinta de control social. La imposición dura y descarnada de patrones culturales occidentales y, más específicamente castellanos, en su versión legislativa debía acompañarse con el reconocimiento de todas aquellas prácticas sociales que no colisionen con la «sagrada religión», ni con las leyes. Era patente que los naturales no obedecerían espontáneamente sino a sus señores naturales. Resultaba preciso entonces reconocerles jurisdicción, así como a las «buenas y justas costumbres y estatutos suyos». El pacto colonial era indispensable en el campo jurídico. De allí el amplio dominio siempre vigilado de la costumbre en el ámbito del Derecho Indiano. Una ingente doctrina revalorativa acusa justamente el reconocimiento y su limitación61. Juan de Solórzano Pereira en su afamada Política Indiana (Madrid, 1647) (2, 15, 35 y 6, 14) como Antonio de León Pinelo en el Tratado de las confirmaciones reales en encomiendas, oficios y casos en que se requieren para las Indias occidentales (Madrid, 1630) (1, 6, 19, 20 y 11, 13, 14) siguen esa línea de reconocimiento a las costumbres indígenas que los europeos encontraron en América y a las costumbres indianas que sobrevinieron tras la conquista. En tal sentido, dichos autores se pliegan a una concepción del ius commune. Sin embargo, cabe anotar que la inusitada realidad indígena tiñó sus perspectivas de una valoración más tolerante y menos legalista. De ahí que considerasen a la costumbre contra legem como productora de Derecho. Juan de Hevia Bolaños en su Curia Filípica, hacia 1603, decía en Lima que en el «Derecho civil (romano), real y canónico tiene fuerza de la ley la costumbre legítimamente usada y prescrita por diez años para con presentes y veinte para con ausentes, determinada al menos por dos actos en el discurso de este tiempo» (1, 8, 18). Hevia Bolaños exige únicamente que para que la costumbre alcance fuerza de ley «ha de ser afirmativa de usarse una cosa, pues siendo negativa de no usarse, no la tiene, aunque sea de mil años...»62. Incluso, a partir de las Partidas y la glosa de Gregorio López, el jurista limense no sólo reconoce la costumbre fuera de la ley y según ley, sino la propia costumbre contra legem, cuando manifiesta que «procede aunque sea contra el mismo Derecho, y para corregirle, salvo que, siendo contra el canónico, ha de ser de cuarenta años, como consta de unas leyes de Partida y su glosa gregoriana» (1, 8, 18)63. La glosa de Gregorio López a las Siete Partidas propone siete requisitos para la validez de la costumbre64. El texto latino de la glosa gregoria propone: «Inducitur consuetudo ex uso populi per tempos decem et viginti annorum, sciente domino et non contradicente, et si dicto tempore tricies fuerit per eam iudicatu... Item non debet esse irrationabilis, vel contra ius naturale, sed bonum commune, nec per errorem debet introduci, qui alis esset corruptela et no teneret». De allí se infiere que la costumbre ha de tener un uso por parte del pueblo de diez a veinte años. López aclara que basta con diez porque el pueblo está siempre presente y, en consecuencia, no se aplica el plazo de veinte años que es para ausentes. Hevia Bolaños, por su parte, admite ambos plazos, según se trate de presentes o de ausentes, y agrega que la costumbre contra la ley canónica necesita por lo menos de cuarenta años para prevalecer sobre el texto legislativo (1, 8, 18). En segundo lugar, la costumbre ha de introducirse con conocimiento del príncipe y sin que éste la contradiga. Este conocimiento no es necesario si se trata de la costumbre inmemorial. Por otra parte, la costumbre debe ser racional. Tal como explica Gregorio López, el uso que mueve al mal, al pecado o a situaciones absurdas no suscita una costumbre vinculante. En relación a la opinión sobre la racionalidad de la costumbre, señala que para los autores del Ius Commune, como el ostiense Enrico de Susa y Giovanni Andrea, está entregada al arbitrio del juez: Quae autem consuetudo dicatur rationabilis, vel irrationabilis, relinquitur arbitrio judicis (Partidas, 1, 2, 3). Finalmente, sostiene López que el juez en ejercicio de esa prerrogativa debe ponderar si es bueno o malo el fin de la costumbre, si acaso es contra o según ley, y si fue introducida por alguna otra razón justa, de modo que el Derecho apruebe o repruebe semejante costumbre y, consideradas las diversas razones, pueda ser estimada racional aun contra una ley racional65. Justamente el requisito de la racionalidad de la costumbre y el arbitrio judicial para apreciarla, tal como sostienen los indianistas chilenos Avila Martel y Bravo Lira, tuvo una gran importancia en América66. Esgrimen dichos autores que «por diversas causas, la costumbre tuvo en Indias mucho mayor significación que la que en la misma época tenía en Castilla. Si allí se veía en cierto modo reprimida por la legislación, en América, en cambio, pudo expandirse casi sin obstáculos. El arbitrio judicial hizo pues del juez un verdadero moderador de la costumbre»67. Asimismo, la costumbre no debe ser contraria al Derecho natural. Este requisito también se aplica a la propia ley. Es producto de la primacía que se reconoce al Derecho natural frente a cualquier Derecho positivo y humano, ya sea introducido por ley o por costumbre. De tal manera que la conformidad exigida a la costumbre en la Recopilación indiana con el Derecho natural, igualmente se exigía a la ley. Aquí subyace una influencia estoica-cristiana inocultable. Quien en definitiva evalúa esta consonancia será el juez. Por lo demás, la costumbre no puede contradecir al bien común. La glosa de López no se sustrae en su inspiración a la Escolástica tomista, pues, tanto la ley como la costumbre tienen por causal final precisamente el bien común68. Un criterio docto anima, finalmente, a la precisión técnica de Gregorio López, cuando señala que la costumbre se ha de introducir sin error, a ciencia cierta. Pareciera que López olvida en ese instante que las pautas de la doctrina no pueden ser las mismas que rigen a la costumbre, un fenómeno social y espontáneo en realidad. Las fuentes, primordialmente legislativas, apuntan ciertamente a confirmar el reconocimiento de la costumbre por el Derecho Indiano. El sello casuístico de estas disposiciones lo trae, por ejemplo, un célebre texto de Carlos V cuando, hacia 1555, a petición de Juan Apobazt, gobernador y cacique principal de Vera Paz, estipuló en su favor:
La acogida que las fuentes legislativas casi siempre casuístas dispensan a la costumbre no puede, sin embargo, privar de perspectiva al estudioso. Dar plena confianza a los textos legislativos produciría una apreciación harto engañosa (y, en ocasiones, tendenciosa). De haber sido cierta, no cabe duda que no se habrían tocado en absoluto las instituciones y las prácticas consuetudinarias indígenas sobre las que se desató una persecución implacable. La llamada «extirpación de idolatrías» representaba en realidad un mecanismo terrible de aniquilación de costumbres. Juan de Matienzo, en su Gobierno del Perú, ofrece una lección patética de la necesidad de acabar con las costumbres indígenas, implantando a su vez prácticas sociales castellanas en el modo de vida y en la organización del trabajo70. Su discurso no encierra sólo una posición personal, sino toda una concepción política. De manera que la reivindicación de la costumbre no puede ser entendida prescindiendo de los planes bien calculados de dominación y aprovechamiento del trabajo indígena. Por eso, Polo de Ondegardo, en un lenguaje entre técnico e ingenuo, insiste una y otra vez en la conveniencia de desterrar costumbres idolátricas, pero al mismo tiempo brega por guardar los fueros de los indios. El mismo llevó a la práctica sus controvertidas convicciones. No es es éste, sin embargo, el lugar para exponer en su plenitud los alcances y los límites de la costumbre en la rica casuística del Derecho Indiano.
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