No obstante ello, la aparición de Lima, no fue del todo artificial. Tuvo elementos claros de desarrollo que obedecieron a sus propias necesidades. Además de centro administrativo, se constituyó en uno de los principales centros comerciales del Nuevo Mundo. Además, una ciudad con los parámetros demográficos de Lima pudo albergar una serie de actividades económicas secundarias como subproducto de sus funciones principales: la industria artesanal, servicios, y pequeño comercio.
Esta relativa diversidad económica no hizo variar el carácter eminentemente administrativo de la ciudad. Este hecho se reflejó en forma directa en los rasgos que la esclavitud asumió en el Perú por haber concentrado Lima una buena parte de los esclavos peruanos.
Las cifras disponibles acerca de esclavos en el Perú colonial son elocuentes para la caracterización de la esclavitud. Son claras al indicar el limitado peso de la población esclava negra y mestiza. El censo de 1791 arrojó la cantidad de 40 347 esclavos en todo el virreinato, el equivalente al 3,7 % de la población total.
Más aun, la mayor parte de los esclavos estuvo concentrada en la costa peruana. Hacia finales de la Colonia, el partido de Lima concentraba el 60 % de la población esclava y a la ciudad de Lima le correspondía aproximadamente la tercera parte del total (FLORES GALINDO, 1984:
101 - 103).
De una estimación del arzobispo limeño de 1593 puede deducirse que la gente de raza negra y mulata era algo más de la mitad de la población de la ciudad. En 1600, sobre una población del 14 262 habitantes, representaban el 46 % (BOWSER, 1977:
409 - 410). En 1614 fueron contabilizados 25 454; los negros y mulatos eran, respectivamente, el 40 y el 3 % del total.
En 1619 el Arzobispado calculó, para las cuatro parroquias un total de 24 265 habitantes. De ellos el 50 y 5 % correspondían, respectivamente, a negros y mulatos. En 1636 Lima tenía ya 27 064 habitantes, y la proporción era muy similar: 50 y 3% (BOWSER, 1977:
410-411).
El censo efectuado por Monclova en 1700 arrojó 37 724 habitantes. Las cifras desagregan a los esclavos, resultando entre negros y mulatos 7 mil ciento ochenta y dos o el 25% de la población laica.
Según una fuente de 1797 el 28% de los limeños eran esclavos (17 881 sobre una población total de 61 910). En el empadronamiento de
1812-1813 se obtuvo un 21% de esclavos en la ciudad (AGN Colección Moreyra y Matute 45. 1 335).
En el registro poblacional que refiere Córdova Urrutia para 1820 los esclavos fueron 8 589 ó el 13 % del total de la ciudad. Para 1836 la cantidad descendió hasta 5 791 ó el 10 %.
Según se aprecia, la ciudad de Lima albergó esclavos en proporciones considerables. Especialmente, en tiempos coloniales tempranos. En un principio se observa una casi coincidencia, entre población negra y mulata, por un lado, y población cautiva, por otro. La liberación de esclavos fue un fenómeno paulatino y tardío. Recién a partir del siglo XVII se hizo significativa la presencia de los libertos, llamados horros (de ahí provino "ahorro" como recurso liberado). Entre gente libre y horra se desenvolvió la esclavitud en el Perú.
Un fenómeno a ser destacado de estas cifras es el carácter costeño y urbano de la esclavitud en nuestro medio. No podía ser de otro modo. La esclavitud fue de importancia secundaria. Estuvo circunscrita a las plantaciones costeñas y a las labores domésticas, comerciales y artesanales urbanas en un país donde predominaron las relaciones serviles en sus distintas variantes.
En la práctica, la propia esclavitud fue una de esas variantes. No deben extrañar, por tanto, esos porcentajes tan elevados de esclavos que no eran dedicados a las actividades netamente productivas. Inclusive, esto ocurría cuando a fines de la vigencia del sistema, escaseaban los esclavos en las haciendas a partir del cese del tráfico negrero.
Los regímenes socio - económicos no suelen presentarse en su forma pura. Sobre todo los precapitalistas. La esclavitud en el país surgió y se desarrolló como un complemento del régimen servil colonial, mayoritario en muchos aspectos. Esta coexistencia afectó de manera fundamental su funcionamiento, debido a que, para ser eficiente, la esclavitud requiere la exclusión (o, al menos, la mediatización) de otras formas de prestación laboral. Esta misma situación se presentó en realidades americanas donde, inclusive, la esclavitud tuvo un mayor peso específico en la economía y la sociedad (Brasil, Antillas).
Al no ser posible la aplicación de un régimen esclavista "puro", en el Perú colonial y republicano se le combinó con variados elementos de servidumbre. En especial, la relativa libertad de acción y, hasta, autonomía que poseyeron los esclavos en sus tratos ("estar a jornal") y disposición efectiva de los resultados de estos tratos luego de entregar (y muchas veces, no entregar) a su amo la parte que le correspondía (BOWSER, 1977; MACERA, 1977: IV. 58?61; HÜNEFELDT, 1979; ADANAQUÉ, 1982).
El esclavo rural tuvo acceso a chacras o parcelas dentro de las plantaciones en que trabajaba como numerosos trabajos han mostrado, entre ellos los de Macera y Manuel Burga. En estas condiciones, el esclavo dejaba de serlo estrictamente hablando. Los amos hicieron recaer en sus esclavos la responsabilidad de mantenerse así mismos y a sus familias proporcionándoles esas parcelas. Al dárselas, empero, no hacían sino desdibujar aún más la esclavitud rural. Además de alimentarse, el esclavo tenía cierta posibilidad de comercializar sus escasos excedentes. Se entiende que el esclavo que poseía una chacra en la plantación no buscaría fugarse. En los hechos, vivía en relativa libertad en la plantación y en los caseríos de alrededores.
El esclavo peruano tuvo una vida privada en proporciones bastante importantes. En especial dentro de las ciudades, donde compartía su vivienda, trabajo y diversiones con personas de diferente situación jurídica, económica y étnico
- cultural.
En el Perú la esclavitud nunca fue fundamental. Desde un principio, hubo casas solariegas con numerosa servidumbre cautiva. Pronto, sin embargo, la ayuda doméstica se redujo al mínimo indispensable de acuerdo a las posibilidades del señor. El resto de esclavos fue dedicado a trabajos menores en la misma ciudad. En la Roma antigua a este tipo de trabajo se le llamó "peculium". Es decir, una situación de semilibertad a cambio de un dinero en favor del propietario. Así lo comprueban los estudios de Harth?Terré, Bowser y James Lockhart y se observa ampliamente en la documentación disponible en los archivos. En especial, este proceso se produjo en una ciudad señorial como Lima donde los esclavos no estuvieron concentrados en grandes unidades productivas, sino dispersos en numerosos pequeños propietarios.
No quiere esto decir que la esclavitud haya sido "suave" o "moderada". Sólo significa que en un contexto mayoritariamente no esclavista, esta institución terminaba diluyéndose. El esclavo no lo era tanto. Jurídicamente seguía siendo un objeto capaz de ser vendido y comprado; legalmente carecía de autodeterminación y no ejercía una personería jurídica. Sin embargo, en la práctica, el esclavo se comportó de manera distinta. En especial, en Lima.
Algunos esclavos alcanzaron cierto nivel económico gracias a las actividades a que se dedicaban. No era extraño que un esclavo tuviera propiedades. En 1771 una negra esclava era dueña de un rancho donde vivía con su hijo. Era cocinera y soltera y la ayudaban dos sirvientas y una esclava.
La información anterior procede del padrón del barrio de Cocharcas para 1771 que puede servir para ilustrar la forma de vida de los esclavos urbanos. De 1 759 habitantes que tenía el barrio, sólo 52 eran esclavos (2,8 %). De ellos, solamente tres vivían con sus amos, al menos 43 eran jornaleros y cinco sirvientes. Manuel Chala, por ejemplo, esclavo del convento de San Agustín, vivía con su esposa negra libre lavandera y su hija (también libre) estaba casada con un hombre blanco de oficio carpintero. Otros doce esclavos estaban casados con mujeres libres (negras, mulatas e indias). Tres esclavas estaban casadas con hombres libres (QUIROZ, 1991: II:
219-220).
La forma más común de vinculación entre el amo y su esclavo fue a través del denominado "jornal". Éste consistía en un pago diario que el esclavo debía hacer a su amo. Pese a que formalmente, el amo debía atender las necesidades del esclavo en salud, vestido y alimentación, en los hechos el estar "ganando jornal" hacía que el propio esclavo asumiese esos gastos de reproducción de la fuerza laboral.
El esclavo ganaba su libertad. Mediante este sistema era que el esclavo trabajaba fuera de la casa del amo. Inclusive, podía vivir fuera en forma independiente. Los esclavos habitaban cuartos de alquiler en los distintos barrios de la ciudad (sobre todo en callejones y ranchos).
Para lograr el dinero que le permitiese sobrevivir, el esclavo jornalero debía buscarse la vida en la ciudad y las chacras de alrededores. Los oficios más frecuentes para un esclavo estaban en la esfera de los servicios: cargadores, aguadores, caleceros, repartidores de pan. En estos oficios no calificados, un esclavo debía lidiar con la plebe libre limeña. La competencia era muy grande en una ciudad con escasas posibilidades de trabajo.
Otro rubro muy importante fue la actividad artesanal. A muchos esclavos se les instruía en oficios artesanales para así dedicarlos al trabajo a jornal en talleres de maestros. Un esclavo altamente especializado podía brindarle a su amo un jornal muy elevado. Sin embargo, los esclavos dedicados a estos oficios eran los menos. Igualmente escasos fueron los esclavos que se alquilaban para servir "a la mano" (servicio doméstico) a una tercera persona.
El monto del jornal dependía del precio del esclavo. Por cada cien pesos en el precio, el esclavo debía abonar a su amo un real por día laborable. De esta manera, un esclavo cuyo precio fuese 800 pesos debía pagar 8 reales o un peso (cada peso tenía ocho reales). Así, a un esclavo le interesaba que su precio fuese bajo y, más bien, tener un trabajo bien remunerado. De esta manera, podía cubrir su obligación y quedarse con la diferencia. Eventualmente, gracias a esa diferencia algunos pudieron adquirir bienes y "rescatarse".
No fue fácil lograrlo. No solamente por la escasez de trabajo medianamente bien remunerado. De no contar con el apoyo de sus amos, los esclavos no accedían a trabajos aceptables. Las condiciones laborales variaban según el "padrinazgo" del solicitante. Los contratos de locación de servicios son claros al descubrir que si el esclavo era conducido por su amo, podía obtener mejor trato. El riesgo estaba en que, por lo general, en estos casos el pago se efectuaba directamente al amo. Eran los amos los que acordaban, por ejemplo, con los dueños de los camales para que éstos entregasen precisamente a sus esclavos los pellejos que había que curtir o la carne que vender en la plaza mayor.
Más común fue que no mediase contrato alguno. El trabajo había que ganárselo en la calle en un pleito permanente con sus colegas libres y cautivos. Conociendo la situación actual de la ciudad donde los vendedores callejeros se agolpan en torno de un potencial cliente, no es difícil imaginar la situación dos siglos atrás. Los cargadores de a pie o en borricos con angarillas estaban agremiados, pero igualmente pugnaban entre sí por ganarse la confianza (y los reales) de algún transeúnte urgido en trasladar algún bulto desde la plaza mayor hacia un extremo de la ciudad. Los aguadores estaban también agremiados por la pila de donde sacaban el agua. También, se disputaban los clientes para abastecerlos de agua.
Cuando los amos eran influyentes, los tratos podían ser mejores. En estos casos el amo daba al esclavo unos reales para "tabaco" los viernes y días de fiesta. Sin embargo, el hecho está en que no todos los amos eran influyentes ni esa influencia era suficiente como para conseguir una buena colocación para sus esclavos.
Por lo general, era el mismo esclavo el que debía buscarse una ocupación que le diese lo suficiente para pagarle al amo y sobrevivir con su familia (formal o informal). La prioridad del esclavo jornalero era pagar el jornal aún cuando no le alcanzase para otras urgencias. Al vivir fuera de la casa del amo, el esclavo debía acercarse cada semana o mes (de acuerdo a un trato verbal) a casa del amo a pagarle el jornal. El resto del tiempo, el amo podía no saber nada acerca de él.
No se piense, sin embargo, que la esclavitud urbana resultaba un paraíso disfrutado por esclavos mimados. El maltrato a los esclavos se dio, por supuesto. No puede suscribir la versión exagerada que algunos autores han dado sobre la violencia (y, hasta, sevicia) con que se trataba a los esclavos. Tampoco puede decirse que el guante blanco haya sido la norma. (FLORES, GALINDO, 1984 y 1991)
No se hizo trabajar a los esclavos en las minas no tanto por consideraciones climáticas o humanitarias como es común encontrar en textos escolares antiguos y algunos modernos. Esas mismas consideraciones hubiesen impedido utilizar el trabajo de la población indígena. Más bien, debido a que el esclavo era un trabajador costoso y escaso, se le prefirió emplear en actividades directamente lucrativas y menos riesgosas. No cabe dudas sobre la dureza del trabajo en las plantaciones. En especial, debido a que constituía un tipo de trabajo sistemático, con plazos específicos a cumplir y que el caporal se encargaba de hacerlos recordar a latigazos. Sobre todo en determinadas estaciones del año. Era el trabajo más aborrecido por el esclavo rural. Preferían estar en otras tareas en el campo. Pero, la opción más buscada era la residencia en la ciudad.
Uno de los castigos más temidos por los esclavos que era su extrañamiento. Los amos sabían y amenazaban con venderlos fuera de Lima. En plantaciones costeñas, haciendas serranas o pueblos pequeños los esclavos perdían la libertad que Lima les proporcionaba. De ahí que un rubro voluminoso sea el de las querellas de los esclavos contra sus amos por quererlos sacar de la ciudad. Se llegaba a recurrir al matrimonio como vía para quedarse en la ciudad. Las novias limeñas estaban de plácemes. Dado que la Iglesia debía preservar la institución del matrimonio, los esclavos aducían que la separación les impediría "hacer vida maridable" con sus cónyuges. El Archivo Arzobispal de Lima tiene una sección especial de "Causas de negros" con numerosísimos expedientes sobre esto. En la mayoría de los casos la Iglesia mandaba suspender el traslado.
Una de las ventajas que podía sacar un esclavo por su buena conducta era incluir una cláusula en su boleta de venta para evitar ser vendido fuera de la ciudad. Así, en cuantiosos casos judiciales que conserva el Archivo General de la Nación, esclavos que pretenden impedir ser vendidos a alguna persona para servir en una hacienda lejana, sacan a relucir la mencionada cláusula. El derecho colonial estaba de su lado en esos casos.
Las manifestaciones abiertas de protesta antiesclavista fueron muy limitadas en nuestro medio. No hubo rebeliones importantes como las protagonizadas por los esclavos antillanos o brasileños. La participación de los propios esclavos contra la esclavitud estuvo circunscrita a algunas firmas de respuesta social que, al fin de cuentas, resultaban "válvulas de escape" e impidieron la conformación de un movimiento contestatario a ese inhumano sistema.
Los tribunales de justicia colonial fueron un campo de confrontación. La acción legal contra abusos (sevicia, estupro, incumplimiento, de acuerdos de libertad, etc.) fue rutinaria. El esclavo agotaba energías en interminables juicios que, al final de cuentas, no llegaban a favorecerlo más que en contadas ocasiones. Sin embargo, la interposición de una acción legal, bien podía retardar (o morigerar) la decisión de un amo para vender fuera de la ciudad a su esclavo. Carlos Aguirre ha visto en esto una manifestación de la fortaleza de los esclavos en Lima republicana, pero sus argumentaciones sólo prueban lo contrario (AGUIRRE, 1993: 181?183, 204 y 255).
Otras formas de manifestar la disconformidad fueron el cimarrionaje y el bandolerismo. Ambas acciones fueron complementarias. La fuga fue muy extendida pero no sistemática. Se trataba de una fuga temporal. El esclavo volvía solo o coaccionado a la casa del amo. En el campo estuvo más extendida; en la ciudad no era necesario fugarse dado el sistema descrito anteriormente de la semilibertad. El cimarrón se volvía bandolero para sobrevivir. Curioso es que numerosos bandoleros residían o frecuentaban la ciudad de Lima y se les encontraba en los tambos (posadas), chinganas y pulperías (FLORES GALINDO, 1984; AGUIRRE-WALKER, 1990).
En Lima, las manifestaciones violentas no pasaron de simples tumultos en algunas haciendas del contorno y de vez en cuando en alguna panadería. La presencia de la ciudad, la actividad de las cofradías, la falta de consenso entre esclavos de diferente procedencia o "nación", las limitadas dimensiones de la propiedad esclavista, la dispersión de los esclavos, las alternativas menores de respuesta y la casi ausencia de esclavos bozales (es decir, recién llegados desde África, siempre propensos a la protesta), entre otros factores, determinaron la ausencia de rebeliones (KAPSOLI, 1975 y 1990; REYES, 1988;
TORD-LAZO, 1981).
V.
LIMA, UN
PALENQUE |
|
Observando detenidamente los censos de población de Lima puede concluirse que la ciudad era un conglomerado bastante grande de gente de diferentes castas y grupos sociales. Desde el siglo XVI fundacional, las casas solariegas fueron subdividiéndose por sus propietarios (urgidos de rentas) para dar en alquiler diversas partes a terceras personas. Por lo general, los propietarios residían en los pisos altos, mientras que los bajos e interiores eran entregados en alquiler para vivienda y tiendas. Pronto, inclusive, surgieron los callejones y los corralones en los espacios sin construir. Así se aprecia en las escrituras de arrendamiento y venta, en los litigios judiciales y lo consignan los estudios sobre la evolución urbana de Lima
(BROMLEY - BARBAGELATA), así como los trabajos especiales de Marcel Haitin, Paul Charney, Flores Galindo y en la tesis aún inédita de Jesús Cosamalón.
La Lima colonial no diferenciaba barrios exclusivos. Tanto cerca de la plaza, como en zonas periféricas, la población estaba mezclada según patrones de sociabilidad tradicionales. La convivencia, al tiempo que alentaba la integración, fomentaba la desunión. Pese a sus escasos 50 000 habitantes, la Lima colonial fue tan caótica como una gran ciudad en la actualidad.
Cuando un jornalero no hallaba trabajo, dejaba de pagar. Diversos casos judiciales muestran esa situación que podía durar meses. Por ende, no se asomaba por la casa del amo. Éste lo buscaba por la maraña urbana sin hallarlo. Era difícil ubicar a alguien en los callejones y ranchos de las afueras de la ciudad y bajo el puente (San Lázaro, hoy el Rímac). Eran los callejones laberintos con más de una puerta a donde la gendarmería no atinaba a ingresar a pesar de las recompensas que los amos ofrecían por sus bienes humanos (semovientes).
No era raro que, como dueños, actuasen señoras viudas o varones de avanzada edad que vivían de lo poco que sus escasos esclavos les entregaban semanalmente. No fue raro tampoco que, en los hechos, se estableciese una suerte de dependencia de parte de los amos individuales hacia los esclavos. Esclavos hubo que podían pasearse delante del amo con altanería: sabían que sus dueños desesperaban por los jornales. No temían la venta fuera de la ciudad debido a que, por cimarrones (huidizos), se les cotizaba bajo.
Una alternativa a la falta de trabajo fue la delincuencia simple y llana. Eventual como fuente de recursos, siempre era peligrosa por la posibilidad de caer y ser enviado a un exilio (el presidio del Callao, Valdivia o la isla de Juan Fernández en Chile).
La noción de palenque lleva a pensar en un refugio seguro, un espacio liberado de esclavitud. La idea de pensar en Lima como en un palenque proviene de la observación de la conducta de los esclavos que residían en la ciudad. Su comportamiento distaba mucho del típico de los esclavos. En medio de una población relativamente abundante, en una ciudad tugurizada, los esclavos limeños (y de otros lugares) encontraron el refugio que les permitía sobrevivir sin ceñirse estrictamente a las condiciones esclavistas. No dejaban de ser esclavos jurídicamente, pero su proceder distaba mucho del de personas cautivas.
En este contexto, las panaderías - cárceles eran prácticamente los únicos lugares donde se aplicaba la disciplina esclavista. Las condiciones de trabajo en esas prisiones informales han sido descritas en varios artículos recientes (AGUIRRE, 1988; MEJÍA, 1993; ARRELUCEA, 1996).
La panadería resultó el lugar dentro de la ciudad donde el trabajo era sostenido y sistemático debido a los plazos fijos y diarios a cumplir. Además, una entidad que movía ingentes sumas de dinero. Ambas características son importantes para entender su papel como centros de carcelería.
La seguridad de la panadería hacia que, inclusive, las cortes de justicia común enviasen a reos a esos centros. De un lado, evitaban así la sobrepoblación y hacinamiento en las cárceles normales y, de otro, el trabajo del reo permitía pagar las costas procesales y la deuda o daño por el que estaba preso. Los testimonios indican que en una cárcel común el preso la pasaba con menos sufrimientos que en una panadería. Al punto que más de un problema suscitó el traslado de un esclavo desde una cárcel a una panadería.
El amo que encontraba a su esclavo fugado y con meses de atraso en el pago de sus jornales, tenía en la panadería una alternativa viable. Ahí el trabajo era duro y continuo. La panadería era un establecimiento seguro contra fugas. Además, el dueño de la panadería pagaba el jornal directamente al amo.
Las panaderías eran relativamente amplias. Podían tener alrededor de veinte trabajadores entre permanentes y eventuales, entre libres y esclavos, entre voluntarios y presos. Tenía una serie de operaciones que bien podía realizarlas personas sin previo adiestramiento ni experiencia. Trabajos tediosos que se prestaban perfectamente para hacer las veces de castigos. En especial, seleccionar trigo, cargar materiales, amasar y, sobre todo, tornear. Esta última fue la labor más odiada dentro de una panadería. Consistía en estar horas seguidas dándole vueltas a una manivela hasta cumplir la tarea. Más de un problema suscitó esta rutinaria labor. Debido a que era difícil encontrar a una persona libre que aceptase trabajar en el torno y poner a un esclavo propio era condenarlo al desgaste rápido, lo más común era destinar a esclavos presos para ese trabajo. Era el sitio de castigo por excelencia.
El maltrato físico fue otra de las características de una panadería. Alimentado por las largas jornadas nocturnas, el castigo corporal fue sumamente cruel. A los esclavos y presos los "estiraban" en una tabla para aplicarles el "novenario" (azotes sistemáticos durante nueve días). La "norma" consistía en doce latigazos en la espalda y nalgas del infeliz. Muchas veces, sin embargo, se excedía de esa cifra y se consideraba que el amo, el panadero o sus mayordomos y caporales incurrían en sevicia.
La escasa alimentación y horas de descanso, las condiciones de trabajo y sueño (en el mismo amasijo sobre pieles crudas) y el constante castigo hicieron que la panadería fuese considerada un centro sencillamente intolerable. Un verdadero centro esclavista. Ahí sí se presentaron manifestaciones de protesta violenta y desesperada. Los esclavos intentaban por distintos medios salir. Inclusive, fugarse para ir directamente a la cárcel de corte.
Tal vez el caso de la panadería de la calle nueva bajo el puente sea particular, si bien no fue ajeno a la denuncia el escribano de corte. Es extraído de entre varios casos disponibles en las fuentes por el detalle del régimen laboral que describe.
En 1807 se abrió un proceso contra el dueño y el administrador por denuncia de los mismos esclavos por el maltrato "contra los derechos de la humanidad". Los esclavos sustrajeron un poco de masa para comprar algo de alimentos. Fueron castigados y un médico reconoció las huellas de azotes en las nalgas de varios esclavos.
El mulato Lorenzo Vidaurre declara que está un año con prisiones de rabo de zorra. Dice que fugó para denunciar el maltrato. Pero no tuvo efectos, pues regresó y lo golpearon aún más. Por el robo de masa le dieron cincuenta azotes. Denuncia que les proporcionan una sola comida al día consistente en frijoles picados llenos de gusanos y gorgojos. Al margen de la posible exageración de sus declaraciones en cuanto al castigo, hay una clara coincidencia con sus compañeros de infortunio sobre la rutina diaria de la panadería.
Dice que trabaja de 4 a 8 de la tarde haciendo levaduras; de ahí pasa al amasijo a moler sal y sacar agua del pozo de la panadería, luego hace "las pelotas de cada pan para pesarlas y bajarlas y que pasen al horno" hasta las 3 de la mañana. De 4 a 9 de la mañana se realiza la segunda labor. Terminada ésta se prepara la masa para el pan de manteca. Luego puede descansar una hora pues a las 11 se inicia la preparación de la masa del pan de manteca y agua de la noche. Hecho esto, tiene hasta las tres de la tarde para, descansar. Hace un año un juez ordenó darles pellejos y frazadas; sólo les dieron frazadas. Pero como se deben poner en el horno para matar los piojos, "de que se llenan", se tuestan las frazadas y duran muy poco. Ahora tiene la mitad de la frazada.
El tribunal ordenó a la panadería ceñirse a las normas de tratamiento con los esclavos y presos (es decir, sólo doce azotes). Rebajó el precio a varios esclavos. (AGN Real Audiencia, Causas Criminales leg. 109, c. 1317).
Es una constante encontrar que los diversos casos de homicidio y suicidio en las panaderías estaban motivados por castigos reales o anunciados.
En mayo de 1798 ocurrió un sonado caso en la panadería de la calle del Sauce. El esclavo preso afrechador Manuel Morel mató con una piedra de sal a un trabajador libre mientras éste dormía. Morel se había salido de la panadería rompiendo sus grillos; cuando regresó el administrador le dio 18 azotes, le cortó el pelo, le puso un par de bragas (prisiones) y lo envió a servir en el amasijo y le prometió dar un novenario. Se fugó por el "repetido castigo que se le infiere a cada instante a los presos". Se salvó de la pena de muerte por ser menor de edad y haberse comprobado el castigo. Las huellas de los azotes estaban aún frescas en octubre cuando lo revisó un médico. Tuvo que pasar diez años en el Callao: preso pero, fuera de la odiada panadería. (AGN Real Audiencia, Causas Criminales leg. 87 c. 1071).
Gregorio Sarria no tuvo la misma suerte y terminó en la horca en el rollo de la plaza mayor. Él era mayor de edad y mató a un soldado que fue a recapturarlo al convento de Santo Domingo donde se había refugiado en octubre de 1796 para buscar cambiar su situación luego de fugar de la panadería de San Francisco con otros dos presos. Escaparon por un forado que hicieron en el techo junto a la chimenea del horno. El padre vicario los traicionó por una pequeña recompensa. Les dijo que los "apadrinaría" ante sus amos, pero luego que entraron a una celda del convento, llamó a las autoridades. Cobró cuatro pesos por cada uno. (AGN Real Audiencia, Causas Criminales leg. 72 c. 871).
En agosto de 1802 el esclavo hornero José Diego Bellido mató al mulato preso Pablo Palacios en la ya mencionada panadería del Sauce. Bellido acababa de ser devuelto de la cárcel y le esperaba un castigo ejemplar. Sin aguardarlo, agredió a Palacios para que lo devolviesen a la cárcel. Testigos de una visita dicen que el castigo es "argelino" en alusión a los presidios del norte de África. Lo sentenciaron ocho años en Valdivia para luego ser vendido en alguna hacienda de Pisco o Nasca sin poder asomarse más por Lima (AGN Real Audiencia, Causas Criminales leg. 98 c. 1207).
El esclavo José Lino Cabanillas de la hacienda "La Granja" estuvo huido en los montes de Bocanegra durante cuatro meses. Recapturado, fue puesto en la panadería Bajo el Puente. Cuando lo iban a devolver a la hacienda mató a un niño esclavo (AGN Real Audiencia, Causas Criminales leg. 91 c. 1123).
Las fugas no fueron excepcionales. Las panaderías eran seguras pero se daban ocasiones propicias para salir. Hubo casos de escapadas para visitar a la amante (AGN Cabildo, Causas Civiles leg. 3 c. 6), pero las más frecuentes tuvieron motivos menos románticos.
En particular, los llamados "alzamientos" o amotinamientos fueron casos sonados en la época. Entre éstos señalamos el de 1809 en la panadería de la calle de la Palma, que puede servir de ejemplo. En enero de ese año, un grupo de once esclavos y presos, liderados por Francisco Maldonado, se "levantó" por excesivo trabajo, maltratos y poca comida. El mayordomo impidió la fuga cuando ya tenían limados los grillos. Maldonado estaba en esa panadería por el traslado desde la de Carmen Alto por haber efectuado ahí otro alzamiento. (AGN Real Audiencia, Causas Criminales leg. 115 c. 1390).
No tan frecuentes fueron los suicidios dentro de las panaderías. El hecho de haber ocurrido algunos, sin embargo, es elocuente acerca del trato que se daba ahí a los esclavos y presos. En 1779 un esclavo se arrojó al pozo del traspatio. No había querido cumplir la tarea y no esperó el castigo. Ante la inminencia del castigo también, en 1813 otro esclavo prefirió cortarse el muslo para ser trasladado a un hospital (AGN Cabildo Causas Penales leg. 12 c. 11 y leg. 13 c. 8).
En los contornos de las ciudades de la costa hubo algunos refugios de esclavos cimarrones. Famosos en Lima fueron los de Huachipa, Cieneguilla, Bocanegra, Pantanos de Villa, Carabayllo. Los matorrales de esos lugares cubrían a los esclavos fugitivos (y delincuentes huidos de la justicia). No sirvieron más que de dormitorio. Las autoridades no podían destruir esos palenques más que quemando la crecida vegetación. Si bien tuvieron alguna organización elemental, sobrevivían asaltando en los caminos y haciendas aledañas.
(TORD-LAZO, 1981: cap. VII)
Lima fue un palenque para los esclavos. También lo fue para los indígenas que escapaban de sus pueblos buscando eludir cargas impositivas y trabajos personales. El aire de la ciudad hacia libre a la gente.
________________________ |
|
|
(*)Trabajo ganador del III Concurso Mejor Artículo Científico "Alma Mater 1996", Área de Humanidades.
Tabla de contenido
|