El orden y las luces de Blanca Varela 

 

Difícil libro, el de Blanca Varela, por la condensación expresiva y por la secreta e intrincada red de correspondencias que sustentan su pensamiento poético. Dos secciones lo integran: la primera, Luz de día, que da título a la obra y consta de 6 piezas, y Muerte en el Jardín, que reúne 15 poemas. En ambas discurren ciertos hilos que, antes que en secuencia, diríase que se hallan en proporción equivalente a la que lleva de lo abstracto a lo concreto, o de lo genérico a lo particular. Si nos atreviéramos a sugerir una característica de la unidad así establecida, nada se nos ocurriría más valedero que subrayar algo que, para nosotros, resuena como una actitud anticlásica, fuera de toda estricta clasificación estética, y, por lo mismo, entremezclada con el gasto espiritual que trasciende de la rebelión de la palabra.

Abre el poemario Del orden las cosas, texto indispensable para apreciar la organicidad del libro, pues define la ubicación de la autora ante el fenómeno de la poesía y la realidad. Alienta en él un buscado tono reflexivo, de sentencia, que no obsta para que el discurso cruce los linderos entre lo imaginario y el mundo de los objetos circundantes, entre lo exterior y lo interno, entre lo personal y lo genérico, asociando estos niveles en incontrolable y transfigurada unidad. Sin embargo, el acento de la composición pretende impresionarnos (y lo consigue) por un impuesto rigor objetivo, cuidadosamente impersonal; de ese modo afianza la premisa según la cual lo imaginario y lo fáctico se impenetran como experiencia que nutre a la creación:

Hasta la desesperación requiere un cierto orden. Si pongo un número contra un muro y lo ametrallo soy un individuo responsable. Le he quitado un elemento peligroso a la realidad. No me queda entonces sino asumir lo que queda: el mundo con un número menos (7).

El vocablo orden adquiere de improviso un poder virtual; se carga en el contexto de un contenido que lo equipara a conciencia de responsabilidad, y, por ende, al proceder con responsabilidad accedemos a la genuina percepción de lo real, a distinguir lo que queda. Esto es, a reconocer los recortes de la realidad, a percibir su esencia por la intermitente mutilación que ésa experimenta, y con la que nos afecta al modificarse y obligarnos a un reacomodo frente a ella. Viene luego el salto analógico a la esfera poética:

El orden en materia de creación no es diferente. Hay diversas posturas para encarar este problema, pero todas a la larga se equivalen. Me acuesto en una cama o en el campo, al aire libre. Miro hacia arriba y ya está la máquina funcionando. Un gran ideal o una pequeña intuición van pendiente abajo. Su única misión es conseguir llenar el cielo natural o el falso. (7-8)

El quehacer creativo se revela, además, a la autora, como una problemática, en la que la retención de la imagen con la que llenamos el cielo natural o el falso demanda un empeño inaudito, pues tenderá a esfumarse y a hacernos patente, en consecuencia, un nuevo vacío. Ante norma tan frecuente como previsible, la autora declara:

Hay que saber perder con orden. Ese es el primer paso. El abc. Se habrá logrado una postura sólida. Piernas arriba o piernas abajo, lo importante, repito, es que sea sólida, permanente (8).

Su poética, pues, se resume en una voluntad de vigilia frente a esta incesante privación que nos trastorna el mundo en que vivimos y en que quisiéramos vivir: ahí radica el absurdo del llamado mundo real. Pero su respuesta es tajante; al creador, gracias a su lucidez, no debe confundirlo este signo adverso de la realidad; al contrario, él debe convertirlo en un conocimiento instrumental que le permita fijar su orden disonante, o sea, debe asumir una posición de impasible crudeza frente a la destrucción sistemática de lo imaginario y lo fáctico; destrucción en la que está incluido el propio personaje creador, que no puede ni debe sustraerse de esta dinámica sórdida, sino más bien, incorporarla en el destino de su testimonio. La creación, entendida así, no es un fin, no puede serlo; es un ejercicio hondo, auténtico; es el punto móvil, el único estado de disposición válido per se, e inalienable ante las presiones y recortes que destruyen y distorsionan el contorno del hombre.

Tengamos estas reflexiones como guía para examinar el resto de la obra. Calle Catorce reduce lo precedente a la representación de un y un yo simbólicos, que se descubren envueltos en esa atmósfera entrevista, y que experimentan el desconcierto de la revelación. Ésta adviene como un ritmo reiterado que se impone por su circularidad; por su persistencia. Por él hacen crisis las nociones de certidumbre (Acaso es cierto?) y de veracidad; se diluyen las imágenes en planos superpuestos y cruzados; la enumeración caótica, las frases breves, la dispersión de los objetos, se precipitan en una secuencia cinematográfica, de la que no se evaden ni el ni el yo. Vano será el mirar con asombro las aristas móviles de la realidad, pues nada captura su cambio, y la fuga de sensaciones, al igual que las flores, subraya que estaban destinadas a morir cada día. El mundo real y el imaginario son evanescentes, frágiles, engañosos, incitan a desconfiar de lo que es, e incluso, de lo que aunque próximo, nos está vedado poseer. En este desconcierto nada es y puede intentarse seguir siendo lo que no se es; en otras palabras: aquello equivale a la frustración renovada en la que nos hallamos inscritos. Ni la memoria, ni el recuerdo oponen una valla al deslizarse constante hacia el no-ser, que inunda la realidad de apariencias:

Siéntate conmigo en esta plaza fantasma, en esta ciudad
fantasma y contemos todas las luces, no sólo las que
iluminan este fracaso sino las posibles (13).

Nuevamente el absurdo y el círculo vicioso: "Puerta giratoria por donde entro y salgo siempre al mismo lugar:…" y en donde se emparejan el azar y el odio como agentes del destino. No importa ni vale exaltar "las bellezas de la vida" incrustadas en la viscosidad del hastío, de la noria que no sabemos controlar, y de la que no somos responsables: pero que terminamos consagrando con un estoicismo que disimula, más que resignación, la indiferencia cultivada en el permanente extravío. Indiferencia, sin embargo, que no basta para renunciar a vivir "un día más y un día más y un día" sumidos en ese espasmo obsesionante.

Canto en Ithaca escarba en la virtualidad del recuerdo y su función catártica, pero para negarla. "¿Qué hacer con los recuerdos? Confundir seres, lugares, caricias. Cruzar todo el océano para llegar a este parque que queda a una cuadra de casa" (15). Contra el desborde inconexo de la memoria, el presente acumula visiones deshilvanadas, cuya nota en relieve es el alejamiento de los otros; la soledad se enseñorea del ambiente y desdibuja las imágenes retrospectivas:

El cielo es siempre el mismo: desierto, a oscuras, deslumbrante. Cielo amarillo de Lima, balcón de cenizas, muladar de astros (16).

Iluminación repentina que nos plantea el absurdo del absurdo: Qué camino escoger que no nos obligue a cerrar el círculo, a estrecharlo a ser uno mismo toda la oscuridad y el temor de esa calle desconocida; el absurdo de reconocerse inclinado sobre esa fuente que nos devora y devuelve, máquina de sueños, la misma imagen sin párpados, sin reposo? (16).

La vida propia y la del mundo en que vivimos se aglutinan como una tentación para escapar a la circularidad recurrente; para ser, merced a la conciencia de lo que no es; como una requisitoria para mirar el sentido de ese espiral sin fatiga; pero esta decisión conlleva que aceptemos la proscripción de la soledad, el deslumbramiento incauto del espectador que aislándose se niega, y de alguna manera, así se incorpora en la extraña dialéctica de esta realidad caótica. Soledad que no libera y agobia; toma de conciencia que infunde una esperanza irrealizada en Antes del día (17-8), y que, por ser "golpe contra todo" lo es también "contra sí mismo". Refugio aparente cavado también en la propia voz respondiéndose con el "fracaso de cada ola"; o, finalmente, la fuga anhelada que repiten los dos últimos acápites de Madonna (19-21).

Hasta aquí, el examen de varios textos nos revela, a la par, las líneas más acusadas de una teoría poética y la cosmovisión que la fundamenta; pues bien, ambas vertientes se condensan en un verso extraordinario de Plena Primavera (23-4), que evoca, por diferencia, la recreación de tópicos tradicionales en la poesía europea. En efecto, vida y muerte componen un binomio que atareó siempre a los creadores; y que, Blanca Varela, siguiendo el desarrollo natural por el que nos conducen sus premisas, inserta en su Plena Primavera como visión del vivir creador: "la vida –dice– trabaja en la muerte con una convicción admirable. ¡Qué ejércitos, qué legiones, qué rebaños combatiendo y pastando en ese campo de hielo y silencio!" (24). Entonces, fríamente, también el optimismo empieza a recortarse.

Los poemas agrupados en Muerte en el Jardín detectan, en conjunto, un acento personal que los distingue de aquellos de la primera sección; en éstos escuchamos el testimonio de una voz que categoriza su mundo y su realidad personal, en concierto con la poética desarrollada en la parte primera. La organización de este nuevo horizonte se produce lentamente, extendiendo el clima opresivo y solitario, de melancolía y nostalgia, con un signo intelectual que rehúsa apoyarse en la confidencia. La autora se exige una severidad, una gravedad en el lenguaje, y en cada disyuntiva de transferir a símbolos la intuición personal, o resolverla en una vaga reminiscencia en la que la palabra se diluye en paisaje; en esta alternativa se concreta la calidad mejor del libro, que en sus puntos más altos accede, como en los poemas iniciales, a una sublimación constreñida en las incisiones que esos símbolos incrustan en la realidad, recreando la síntesis de un desapasionado mirar el tiempo, el amor y la vida.

El tiempo irrumpe ya no como una afluencia iterativa, pero externa, neutral; el fluir hiere y envuelve esta vez a una persona más concreta, obligándola a reconocerse en su contacto con otros, con anhelos y valores llamados comúnmente humanos. El tiempo "es un árbol que no cesa de crecer" (35); es "esa gota de luz que será / que fue un día" (36); es la "imagen que perdí ayer / El mismo árbol en la mañana / y en la acequia / el pájaro que bebe / todo el oro del día"(37). El poeta absorbe, interioriza la inquebrantable repetición, el invariable fracaso que nos arrebata lo que ha sido, lo que es, lo que podría ser; o dicho de otra manera, el tiempo actúa la gran privación que no asume en la soledad, a causa del despojo.

La naturaleza humana es reacia a convenir en el destierro de la esperanza; fabrica y renueva posibles vía liberadoras. Ninguna como el amor para incitar al sueño, para impulsar a la reconstrucción y al nuevo comienzo; pero en Vals (41-42), esta inspiración que nos confirma el apetito de una razón vital, del amor como norma perfecta, apenas concretada se esfumina: "No he buscado otra hora, ni otro día, ni otro dios que tú"; el empecinamiento por sustentar en el tú y el amor una reconciliación con la esperanza se frustra también, en la medida que la actualización del ideal se pierde, en las horas y los días, entre insignificancias: "en la humedad del guisante, en la hinchazón de la ola, en el sudor de la raíz". Mientras tanto, la agonía del amante permanece impasible, vale decir, asimilándose al tiempo "detenido para siempre" en su calidad, y de otro lado, la búsqueda reiniciada en cada paso concluye con su figuración "como una piedra encadenada al aire", en tanto que el ser, ansioso de perfección, continúa exigiendo su razón de luz, la razón de amor que le ilumine el mundo y devuelva un sentido vital a los días.

La recta lectura de Vals, se nos ocurre que no es la del lamento o canto al desengaño; el propio título escogido, como las líneas entre paréntesis, exhiben un ánimo de ironía que usa lo grotesco para representar la banalidad con la que, de sustituir lo auténtico nos precipitamos en la réplica del absurdo, engañándonos. No es el reproche al tú, incapaz por la naturaleza y el dictado de la realidad. "No eres tú / siempre yo / …Siempre saliéndome al paso" (39); pero tampoco es por defecto de la persona que ama y requiere la perfección del amor: es por causa del "No estar", de aquello imposible de fundar en descripción positiva: "esto es la noche. Esto soy yo" (43). Así aparece, igualmente, cuando en una proyección de lo íntimo a lo comunal, la autora se pregunta por la realidad del país, por lo que hoy, al percibirse, se manifiesta como lo que es el país: entonces, después de preguntar "¿Cómo fue ayer aquí?", responde: "Sólo hemos alcanzado estos restos…", aquello fue fracturado en el "círculo roído por la luz y el tiempo". De esa manera se acoplan bajo un signo único la realidad íntima, la del país, y un concepto generalizador de las realidades material e imaginaria del poeta, como si un nuevo símbolo de privación y de fracaso encubriera la superficie de lo que percibimos, e impidiera realizar lo que anhelamos. La carencia de una razón vital, encarnada en el amor, es análoga para el ser individual y para el ser social. Llegados a este punto del discurso poético, el conocimiento de un pasado histórico (en el caso del país) se empareja con el recuerdo de la memoria personal, y en Máscara de Algún Dios (47-8) una nostalgia por lo que fue, por lo que debería o podría ser asciende con imperio, en procura de una explicación: si el presente se suprime a sí mismo, habrá "¿siempre algo que romper, abolir o temer?"; "¿Y al otro lado? ¿Al revés?" (48), se repite y nos pregunta. Un otro lado y un revés sociales e íntimos. Asoma entonces, fugazmente, la sonrisa, el mérito del tal vez, del condicional que hace el pasado y el futuro; de la virtualidad escondida en un trasmundo:

Tal vez el otro lado existe
y es también la mirada
y todo esto es el otro
y aquello esto
y somos una forma que cambia con la luz
hasta ser sólo luz, sólo sombra. (48)

El final no es la derrota de la negación o de la duda; no es el dominio de la condición perfecta imaginada en el amor; el poeta no se atreve a imaginar una instancia ideal y postula "una forma que cambia con la luz / hasta ser sólo luz / sólo sombra"; que es la primera rotunda afirmación, en el plano personal, del predominio del tiempo y, por su efecto, de la privación constante.

Invierno y Fuga (51-2) repite el intento de quebrar el absurdo que nos limita. Este poema acota al titulado Plena Primavera de la sección inicial, y es una variante sobre el mismo fermento; pero lo que allá es actitud reflexiva, aquí es respuesta vital: "Este es el día en que llega / la ácida primavera / en que es dulce la herida / de estar vivos" (51). Mas, ¿por qué nuestro participar en el mundo debe polarizarse, indefinidamente, entre al aspiración y el fracaso: Padecemos un destiempo, fatal que nos avecina sólo a lo que queda, que únicamente nos permite asomarnos a los restos, que nos impone una tardanza o una anticipación irrelevable. La realidad ya no sólo nos circunda, nos ha invadido y desde nosotros retorna proyectada a lo externo; la vida es la secuencia del destiempo, la muerte llena de oro: es la no-vida. La vida plena, la otra, la esperada, sólo es activo sueño.

Más de una vez la autora vacila ante la afirmación de un destino tan privado de esperanza; reinicia la persecución de un ideal contrapuesto a la realidad, pero fracasa; imagina un trasmundo, el otro lado de la realidad que la limita y se desengaña; acaba preguntándose si es falta de amor lo que enturbia su visión, o si la dureza de su mirar le impide discernir aquellas instancias en que se verifica la rotura del tiempo y del vínculo vicioso. En cada oportunidad, sin embargo, la comprobación negativa trasciende implacablemente. El epílogo del libro, no obstante, se titula Victoria (55); pero victoria que afinca en un lenguaje cuyos signos han aceptado las correcciones que el tiempo inflige a nuestro querer ser: la nostalgia será sólo un relámpago instantáneo, acicateado por el ayer y el presente que nos trastorna el tiempo; el amor un despojo sin tregua; en fin, "La primavera es breve a ambos lados del camino". Pero al aceptar que la realidad se le aparece así, y que así hay que encararla, la victoria, su victoria, sólo podrá llegarle del reconocer, crudamente, lúcidamente, el absurdo y el mundo derruido que lo nutre. La poética general se actualiza entonces en un acto de desafío que la decide a aceptar esa realidad, tal como es, ante la luz diurna, liberada de la penumbra engañosa del sueño y el recuerdo. Mundo de agostamiento, de zozobra, que la poesía de Blanca Varela subyuga con un temple de contención y de estoicismo admirable; y en el que la búsqueda de la belleza y la verdad atestiguan el triunfo liberador de la poesía.


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