4. HACENDADOS Y ENTORNO SOCIAL

 

En la región nororiental, y en forma especial en la ciudad de Chachapoyas por ser capital de provincia, tempranamente fueron llegando personas o familias importantes socialmente para cumplir cargos administrativos nombradas desde Lima o España. Como en otros lugares del Perú colonial, concluida su responsabilidad política o administrativa, se quedan a residir en Chachapoyas contrayendo matrimonio con mujeres del sector social dominante regional. Entre los apellidos que conforman la élite en la ciudad de Chachapoyas se distinguieron: Vargas Machuca, Gómez Trigoso, de la Vega y Cáceres, Tercero Albis, Collantes, Luna y Mendoza, Andueza, Zubiate Yépez y, en forma especial, Rodríguez de Mendoza. Los enlaces matrimoniales, la compra de bienes inmuebles (casas y haciendas), consolidó un sector social de donde se sirvió el sistema colonial para ejercer su control en esta región mediante la designación de los cargos de corregidores, subdelegados, vicarios, sacerdotes, militares, alcaldes, regidores, etc. El desempeño en estos cargos a la élite le permitió no sólo garantizar la propiedad que tenían sobre haciendas y estancias, sino que estuvieron en condiciones de incrementarlas. Nítidamente la documentación nos muestra a un reducido número de familias que detentan el poder económico, social, político y eclesiástico que se encuentran en la cúspide de la sociedad en la región nororiental y que trascienden en el tiempo en la medida que adquieren propiedades y desarrollan actividades comerciales.

El capitán Juan Vargas Machuca (español) es el prototipo del foráneo, nombrado por el rey Felipe III corregidor de Chachapoyas y Moyobamba durante nueve años con un salario de más de: «veinti dos mil tantos patacones» y que se casa con una dama integrante de la élite: doña Catalina Guevara de Carbajal, hija del capitán Joan Pérez de Guevara. Don Juan Vargas Machuca antes de residir en Chachapoyas había sido corregidor de Pacajes (Puno), admitiendo que fue allí donde adquirió: «el primer caudal que tuve entre aquellos indios». La familia Vargas Machuca-Guevara de Carbajal consolidó suposición económica y social comprando propiedades rurales y urbanas: las estancias Cocho y Tactamal; la chacra Pachacha y casas en Chachapoyas; consiguió provisión de mitayos y tuvo yanaconas, además de dos esclavos y una esclava. Ya al final de su vida la familia que reseñamos optó por fundar una Capellanía de 3,000 pesos en: «lo mejor y más bien parado de nuestras casas y chacra»103, demostrando no sólo su religiosidad sino también su solvencia económica. A mediados del siglo XVIII la familia Vargas Machuca aún mantenía vigencia en la sociedad de Chachapoyas. En 1757, en su testamento, Rosalía Vargas Machuca y de la Torre, declaraba ser natural de Sevilla -lo que nos crea cierta confusión- hija del general Francisco Vargas Machuca y Micaela García de la Torre; esposa del corregidor de Chachapoyas, el general Tomás Gómez Trigoso, dueña de la estancia Cuelcho, tierras con ganado vacuno y casas en la ciudad de Chachapoyas. Su posición social, respaldada por un buen matrimonio y una sólida economía, posibilitó que tres de sus hijas contrajeran enlace matrimonial con personajes de similar nivel: Micaela, con Fermín de la Vega y Cáceres; Josefa, con Mateo de la Vega y Cáceres; y, en segundas nupcias, con Santiago Rodríguez de Mendoza; y Jacinta, con el general don Diego de Laya y Cordones104. Los enlaces matrimoniales ampliaban y consolidaban las redes familiares.

El otorgamiento dotal de los padres a sus hijas nos permite conocer el poder económico familiar. Micaela Gómez Trigoso Vargas Machuca fue dotada por sus padres con plata labrada, un esclavo y 600 vacas que se valorizaron en 4,000 pesos, suma considerable para la región. Micaela, en su testamento mancomunado con su hijo Antonio de la Vega y Cáceres Gómez Trigoso (1759), declaró, entre sus bienes, las estancias de Jundulca con su trapiche, Jumet y Miraflores; varias casas en la calle San Francisco (Chachapoyas) sin deudas105. Es en estas familias de gran poder económico y social en quienes circulan las mejores propiedades inmuebles, como se aprecia en unas casas ubicadas al lado del convento de la Merced y que fueron del general Gabriel Vargas Machuca, pero por circunstancias que desconocemos, pasaron a poder de doña Jacinta Yépez Domonte (tía de don Toribio Rodríguez de Mendoza), quien las vendió al sacerdote Julio Gómez Trigoso. En 1758 las casas fueron rematadas en 650 pesos a favor de don Francisco de Vargas Machuca, evidenciando que, a mediados del siglo XVIII, esta familia aún conservaba poder, aunque tenemos la impresión que ya estaba en declive. 

Se observa también un sector social no vinculado por lazos de parentesco con la élite dominante, que vivieron en la segunda mitad del siglo XVIII, formado por medianos y pequeños propietarios rurales como: don Juan de Villavicencio, hacienda Tambolic, valorizada en 600 pesos; Hilario Hidalgo Tinoco, hacienda Utcubamba (Prov. Luya, dist. Colcamar); Andrés de Rojas, estancia Taquia (dist. Chachapoyas) y chacra Pumaurco; José Trauco, hacienda Punac; Felipe Llaxa, estancia Comba (Prov. Bongará, dist. Jumbilla), valorizada en 72 pesos, etc. Para que se aprecie el valor de las haciendas o estancias, haremos una simple comparación: en 1818 dos esclavos fueron valorizados en 800 pesos, la misma cantidad que don Inocencio Oyarce pagó por la compra de la estancia de Quelap: 300 pesos al contado y 500 pesos de un principal a favor del convento de la Merced106. Los documentos revelan que es la pequeña y mediana propiedad la que circula mediante la compra-venta, y muy rara vez la gran propiedad, aunque cuando ingresa al mercado para su enajenación, es adquirida por la élite dominante.

Otro prominente personaje que se va a integrar al sector social dominante, fue don Francisco Zubiate, natural de Vizcaya, hijo de don Cristóbal de Zubiate y doña María Eguilús y Seteleche, que llegó a residir a Chachapoyas a principios del siglo XVIII, casándose con doña Rosa Yépez Domonte, familia integrante de la élite regional. ¿De dónde llega don Francisco Zubiate?, ¿estuvo antes en Lima, Trujillo o Piura?, ¿llegó con algún dinero a Chachapoyas?; no lo sabemos, pero debe haber arribado a esta región entre 1695 y 1710 dedicándose al comercio en tiempos en que la economía colonial y regional se encontraba estancada (1700-1750), lo que se va a reflejar en los pocos bienes que dejó registrado en su testamento (1759): 40 vacas, 13 mulas y algunas deudas de poco monto por cobrar107. Su fragilidad económica nos podría inducir a pensar que no desempeñó algún cargo importante al interior de la administración colonial regional, pero su enlace matrimonial le abrió las puertas para el ingreso de su familia a la élite social en Chachapoyas.

Don Juan José Zubiate Yépez, uno de los hijos de don Francisco, tuvo una vida bastante longeva, en 1817, cuando redactó su testamento, era ya un octogenario; integrante de la élite social, su actividad principal fue el comercio, complementado con el cargo de Juez, capitán de milicias, regidor perpetuo y Alférez Real del Ayuntamiento de Chachapoyas, logró acumular considerables bienes en una coyuntura de recuperación económica (1750-1815). Don Juan José Zubiate tiene que haber sido una persona muy especial, pues en su testamento declaró: «que hasta la edad que tengo no he sido casado y me he mantenido de estado soltero», sin embargo, admitió que por su «fragilidad», había tenido hasta cuatro esposas y, en todas ellas, descendientes: Juana, Gregoria y Toribio Zubiate López Valera; Francisco Zubiate Gómez Trigoso; Juan Manuel Zubiate Sánchez y María Dolores, María Lorenza Zubiate y Meléndez». A todos ellos les dejó parte de sus bienes, en especial, tierras que consolidaban su pertenencia al sector social dominante en Chachapoyas:

En 1817 don Juan José Zubiate, ya octogenario, transfirió su cargo de Alférez Real del Cabildo de Chachapoyas a su nieto, el sargento mayor don Antonio Rodríguez de Mendoza y Zubiate. Sus descendientes, teniendo como base su prestigio social y solvencia económica, ampliaron sus relaciones con las mejores familias: Rodríguez de Mendoza, Tercero Albis, del Castillo Rengifo, Villavicencio, Valdés, etc. Mediante estos matrimonios y sus propiedades, la familia Zubiate trascendió económica y socialmente en Chachapoyas después del periodo colonial.

Pero la familia sobre la que giró todo el andamiaje social en Chachapoyas, a partir de mediados del siglo XVIII, fue la de Rodríguez de Mendoza, la cual, tenemos la plena convicción, se convirtió en la más poderosa e influyente, concentrando en ella los más altos cargos regionales. El iniciador de la dinastía fue don Lucas Rodríguez de Mendoza, natural de Sevilla, quien vivió en Lima y fue enrolado como soldado en 1650 a guerrear contra los araucanos en Chile; en 1668 llegó a radicar en Chachapoyas ocupando altos cargos, falleciendo en 1700; estuvo casado 4 veces y dejó una inmensa prole de 15 hijos (Zevallos 1950-1951). Por nuestra parte, en base a documentos del archivo de Chachapoyas hemos logrado reconstruir la siguiente genealogía:

Por la cantidad de hijos que tuvo don Lucas Rodríguez de Mendoza, resulta evidente que existieron otros descendientes pero, en nuestra opinión, basada en documentos, los que detentaron el poder económico, social y político en la región son los que se encuentran en el cuadro antecedente.

Domingo Rodríguez de Mendoza vivió en la primera mitad del siglo XVIII y, por referencias de sus hijos y algunos documentos, se tiene conocimiento que compró las haciendas Quemia (Luya, Colcabamba), la más importante de la región y Daslón (Danya ?), aunque no puede descartarse la posibilidad que haya desempeñado altos cargos administrativos y políticos, fueron los hijos quienes ampliaron y consolidaron sus propiedades rurales y urbanas. Don Santiago Rodríguez de Mendoza Hernani, padre de nuestro prócer Toribio Rodríguez de Mendoza, fue maestre de Campo y miembro del Tribunal del Santo Oficio, contrajo matrimonio con María Josefa Collantes comprando la hacienda Choylón, ubicada en las márgenes del río Marañón a José de Villacorta, esposo de Juana Rodríguez de Mendoza en 700 pesos108 y la hacienda de Leva (dist. de Huayabamba). Domingo Rodríguez de Mendoza Hernani fue corregidor de Chillaos (Luya), compró algunos cañaverales y se dedicó al comercio. Tomás Rodríguez de Mendoza Hernani fue quien consiguió concentrar un mayor número de propiedades, comprando las haciendas Luman, Sualen, Dusges, Chamano y tierras con cañaverales y trapiches. Apoyado en sus haciendas, realizó un intenso comercio con Moyobamba, Lima, Cajamarca, Chiclayo y Trujillo; contrajo matrimonio con María López Valera que aportó una dote de 4,000 pesos en «efectos vendibles». La solvencia económica de don Tomás Rodríguez de Mendoza se puso de relieve al dotar con 8,366 pesos «en efectos» a su hija María, cuando contrajo -Matrimonio con José de la Riva109.

En la tercera generación destaca don José Fabián Rodríguez de Mendoza Collantes, dueño de la hacienda Quemia y Blas de Vera, contrajo matrimonio con Juana Zubiate López Valera, hija de don Juan José Zubiate, desempeñando el importante cargo político de subdelegado de Chachapoyas y Moyobamba. Don Toribio Rodríguez de Mendoza Collantes, catedrático de San Marcos y Rector del Convictorio, representó y defendió los intereses de su familia y de Chachapoyas viajando a su tierra cuando las circunstancias lo requerían. En julio de 1776, estando en Chachapoyas, don Toribio Rodríguez de Mendoza vendió a nombre de la familia Guevara, las tierras Uccubamba y Juares a Magdalena Rodríguez de Mendoza en 325 pesos110; en 1796 en Lima, como albacea de Silvestre Rodríguez de Mendoza, aceptó una deuda de 5,295 pesos; en 1798, mediante sus apoderados en Chachapoyas, José Rodríguez de Mendoza y Baltazar de Andueza, transfirió un censo de 1,300 pesos al sacerdote José de Verau111. Estas transacciones económicas nos muestran una faceta interesante de don Toribio Rodríguez de Mendoza, quien no pudo substraerse a la influencia rural de su familia llegando en Lima a ser propietario de: «la chacra Guerta de los Amancaes, [...], nombrada Muños, la que compré en noventa mil quinientos pesos» (CDIP.T. I. Los Ideólogos, V. 2º: 38). Volviendo al escenario de la región nororiental, en Moyobamba también existió un grupo de familias, algunas venidas de Chachapoyas, como los Gómez Trigoso, López Valera, que unidos a los Vásquez Caicedo, del Castillo Rengifo, Reátegui, formaron la élite que controló la zona y que, en alianza con familias de Lamas, se opusieron al centralismo de Chachapoyas. En este conflicto de intereses que enfrentó por un lado a la élite de Chachapoyas contra Moyobamba y Lamas, tuvieron destacada participación los mestizos en las últimas ciudades citadas.

Por otro lado, la nobleza indígena se constituyó en un sector social claramente diferenciado, que basó su prestigio en algunas familias que remontaban sus ancestros «al tiempo del Inga», pero que a fines de la Colonia, por la pérdida de sus bienes, llegaron a estar en una situación de extinción, aunque conservaron su prestigio y respeto social por su ascendencia «noble». El Estado colonial utilizó a la nobleza indígena en el cobro del tributo y la provisión de mitayos a los diferentes centros de producción (haciendas, estancias, obrajes, minas, etc.). Al lado de la nobleza nativa, representada por el cacique, estuvo un sector de «indios Principales» que cumplieron similar obligación y accedieron a los cargos de Alcaldes y Regidores. De esta manera el sistema colonial gobernó con mayor facilidad mediando la minoría noble e indios principales.

La responsabilidad en el cobro del tributo y la provisión de mitayos fue drenando la capacidad económica de la nobleza indígena chachapoyana, como acontece a nivel colonial-nacional, porque a diferencia de los que sustentan la tesis del «enriquecimiento» de los caciques con la función económico-social que les designa el Estado, somos de opinión que sucedió todo lo contrario: el empobrecimiento paulatino e irreversible de los caciques. Este ocaso familiar podemos ejemplarizarlo en la persona de don Santiago Paisic, sargento mayor e «indio noble», que residió en Chachapoyas y en 1786, a los 90 años, declaró ser: «descendiente legítimo de Don Pedro Quesquim que al tiempo de la entrada de Francisco Pizarro (Conquistador de este Reyno) a la villa de Cajamarca, pasó a rendirle homenaje en nombre de S.M.»; agrega don Santiago Paisic que antes que lleguen los españoles a Chachapoyas, su ascendiente ayudó a pacificar a los indios para que sean vasallos del Rey y sus sucesores, estuvieron contra Gonzalo Pizarro y Hernando de Girón. El historial de los Paisic al servicio del Rey, permitió a don Francisco, padre de Santiago, que en 1709 el virrey le concediera el privilegio de «traer espada y daga». Sin embargo, a fines del siglo XVIII don Santiago Paisic, ya anciano, con todo el historial de sus ancestros al servicio del Rey en la región de Chachapoyas, se encontraba litigando por algunos pedazos de tierras y casas de poco valor112. A fines del siglo XVIII la familia Paisic había sido desplazada por otros nobles indígenas.

Desde principios del siglo XVIII otras familias de nobles indígenas van teniendo presencia social: está como gobernador don Lorenzo Chuquivalqui; en 1760 don Juan Chuquivalqui Inca, hijo del Maestre de Campo Juan Chuquivalqui y María Cayotopa Inca; también destaca en 1761 como Alcalde el «general de Caballería e Infantería Gobernador de Indios libres Don Cayetano Gualparrimachi Inga Yupanqui». Ya en el siglo XVIII las familias Chuquivalqui, Gualparrimachi, Chuquivala llegaron a desplazar a los Paisic.

Con la finalidad de defender en mejores condiciones sus intereses como sector social diferente a la minoría española-criolla, la mayoría de la nobleza indígena optó por los matrimonios endogámicos. De esta forma, las pocas propiedades podían concentrarse o circular al interior de la «nobleza indígena», logrando conservar su identidad racial y cultural. Se ha podido ubicar los siguientes matrimonios de: don Bartolomé Chuquivalqui con Magdalena Cuquimchum; don José Camjiric, indio noble del pueblo de Conela, con Leonor Tomanguilla; don Felipe Yoplac con María Sisa Inca; don Esteban Yoplac con Narcisa Quinona. Otros integrantes de la nobleza indígena -en minoría-, lograron insertarse en la «República de los Españoles» mediante enlaces matrimoniales, pero son personas de un sector social medio como: el mencionado don Santiago Paisic con Casimira de la Concha, española sin mayor trascendencia social; Rafaela Chuquivala con don Francisco del Castillo; Francisco Chuquivalqui con doña Paula Garcés y una de sus hijas, Marcela, con don Sebastián Saldaña Pinedo, de esta unión nació el ya citado Lorenzo que no adoptó el nombre del padre, sino el de la madre: Chuquivalqui. A excepción del matrimonio del Castillo, los otros no tienen mayor relevancia económica o social. ¿Quiénes se beneficiaron con estos matrimonios? ¿La nobleza india para «blanquearse» e ingresar a la sociedad de los blancos, o las familias españolas o criollas para acceder a los bienes de la nobleza india? Somos de opinión que el beneficio fue mutuo: familias segundonas blancas que acceden a la propiedad de la nobleza india y ésta al mundo de los blancos.

Sin negar que pueda haber alguna excepción, la nobleza indígena chachapoyana, a fines de la Colonia, no tuvo grandes riquezas en tierras, ganado o casas. Tampoco la ubicamos en el comercio y apenas aparece como propietaria de algunas «haciendas» o «estancias» de poco valor. Don Francisco Chuquivalqui estuvo casado durante 60 años con Paula Garcés y tan sólo dejó, como herencia, una casa heredada de su padre y la estancia de Tinguillo113. En 1756 el cacique de San Cristóbal de Balsas, don Gregorio Achón, compró en 140 pesos la estancia de Saullamuch ubicada por Tingo. En 1759 doña Rosa Huamán, india noble de Leymebamba, vendió sus tierras de Chingot a Juan de Trauco en 140 pesos114. Como se aprecia, las propiedades de la nobleza indígena tuvieron poco valor, pero aún así, en una sociedad eminentemente rural, la tierra otorgó prestigio social a sus propietarios y la lucha que se suscitó por ella, siempre fue enconada. En 1781 doña Juana Chuquivala, india noble, declaró que había criado a un niño mestizo, Fernando Vela, a quien le hizo donación de unas tierras en el barrio de San Lázaro: «como quien sube al Prado»115. Años después Vela va a ser denunciado por intentar expandir su propiedad en perjuicio de un familiar, lo que demuestra que la tierra por muy «corta» que ella sea, siempre genera contradicciones, porque sencillamente es un bien a que aspira toda la sociedad.

Los «indios del común», yanaconas y forasteros, integraron la mayoría de la población en la región nororiental y sus condiciones de existencia fueron similares a las de todo el Perú colonial. El pago de tributo, diezmos, primicias, servicio de mitayos en haciendas, estancias y minas, fue obligación del «indio del común» que posee una parcela y es considerado libre. Por su parte, el campesino yanacona vivió en la hacienda o estancia, teniendo la posesión de una parcela otorgada por el hacendado, quien pagaba el tributo en su nombre estando exonerado del servicio de la mita. En reciprocidad, el campesino yanacona tuvo que trabajar las tierras de la hacienda y servir de pongo de por vida al hacendado. El otro sector de «vagos y forasteros», que constituyó un buen número, estuvo formado por indios, mestizos y mulatos sin tierras y, por tanto, eximidos del pago del tributo y del servicio de la mita. Aunque no se ha ubicado documentalmente, no puede descartarse que los forasteros trabajaron parte de las tierras de la nobleza indígena e, incluso, de algunos indios del común; en las ciudades realizaron una variedad de trabajos: cargadores, pequeño comercio, ayudante de arrieros, etc. Muchos de estos «vagos y forasteros» en la ciudad de Chachapoyas cuando aparecían en los juicios, ni siquiera sabían su edad. Sin embargo, pese a la precariedad en la existencia de este vasto sector social, tanto el Estado colonial como la economía regional dependieron en gran medida de su trabajo.

En una sociedad de desigualdades abismales, algunos integrantes de la élite trasgredieron la legislación colonial para aumentar sus ingresos. Restrepo refiere que estaba expresamente prohibido que los curas cobrasen a los indios por su trabajo pastoral (1992, T. I: 314), sin embargo, en 1776 el sacerdote don Leandro Rodríguez fue denunciado por los Alcaldes y el Procurador de los Pueblos de Levanto, Sonche, Guancas y Colcamar, de cobrar a los indios crecidos derechos por entierros, misas y casamientos; entrega de velas, comidas y siembra gratuita de sus chacras, sin considerar que apenas podían -los indios-: «alcanzar para [su] manutención»116 . La denuncia fue bien planteada y tan evidentes las pruebas presentadas por Deceano García, Bernardo Rapa, Deceano Julca, Ventura de la Cruz, Alexo Bisalot, León Vilca y Francisco Muñoz, que el vicario ordenó que el cura infractor se abstuviera de seguir cobrando a los indios, enviando copia de la resolución al virrey en Lima.

A partir del último tercio del siglo XVIII la necesidad de los hacendados, de tener trabajadores y del Estado, de aumentar sus ingresos, hizo que las autoridades presionaran a los «vagos y forasteros» de Chachapoyas para incluirlos como mitayos y paguen tributo, provocando su rechazo por ser ilegal, pues esas obligaciones sólo correspondía a los campesinos «del común» que poseían su parcela de tierra. Los indios «vagos y forasteros» que defendieron sus derechos por intermedio del Procurador de los Naturales fueron: Antonio Inga, Juan Pizarro, Antonio y Juan Suta.

Pero el trasfondo para involucrar a los indios «vagos y forasteros» a que miten y paguen tributo, se encuentra en la fuga de los campesinos parceleros de sus pueblos creando problemas a caciques y alcaldes para que cumplan con sus obligaciones. Algo está sucediendo en los pueblos que obliga a los campesinos a dejar tierras, familia y a convertirse en «vagos y forasteros». La «fuga» de los campesinos coincide con décadas de recuperación económica en la región (1780-1810), con el aumento del precio de las haciendas que nos podría inducir a pensar que el hacendado está adoptando una política de expansión de su propiedad, aumentando el grado de violencia contra los campesinos que son sus vecinos, o causando daños a las parcelas campesinas. Porque de otro modo no puede entenderse que los indios fuguen y dejen sus tierras que para ellos forma parte de su existencia material y espiritual. En estas condiciones, la «fuga» de los campesinos desestabiliza el sistema, ya que no va a existir en los pueblos el número suficiente para el cumplimiento de la cuota de mitayos y el cobro de tributos. En 1786 Esteban Rituy y Tomás de Alvarado, alcaldes del pueblo de Quillay (Luya), fueron puestos presos acusados de ocultar a los indios y no cobrar tributos, sin embargo, en el interrogatorio las autoridades indias manifestaron que a los campesinos se les «inquietaba» a fugar a otros lugares, acusando al cura del lugar como uno de estos instigadores. No es que los indios estén escondidos con la complicidad de los alcaldes, sino que han fugado del pueblo, pero las autoridades coloniales ajustan el gozne de la justicia en los alcaldes responsables del cobro del tributo, creando un malestar social que obligaba a las esposas de los detenidos a exigir la libertad de su cónyuges.

En Luya se ubican las mejores haciendas de la región, cuya producción se encuentra vinculada al circuito comercial nororiental, esto nos puede dar pista para deducir que los hacendados, además de expandir sus propiedades, que dicho sea de paso aumentan su valor en cinco y seis veces, requieran de indios campesinos al interior de sus haciendas, promoviendo, mediante múltiples mecanismos -entre ellos la violencia-, que los campesinos lugareños abandonen sus pueblos y se conviertan en yanaconas o en «vagos y forasteros». Los pueblos de Luya se encuentran convulsionados a fines del siglo XVIII. En 1794 el subdelegado don José Rodríguez de Mendoza, ordenó que se capture y ponga preso a Juan Ocampo del pueblo de Quillay por «tumultuante». Ese mismo año (1794), en una visita que se hizo a la cárcel de Chachapoyas se encontraron presos los alcaldes de Chupate, don Juan Sacxa y Pedro Playap acusados de no cobrar tributos a los indios de su pueblo117. Las frías estadísticas de los funcionarios coloniales no muestran las tribulaciones y problemas que afrontaron los alcaldes y caciques en el cobro del tributo: endeudamiento y cárcel.

El descontento social a nivel de los campesinos parceleros, mestizos e «indios vagos y forasteros», que «convulsionan» la convivencia social en la región, se reflejó en la presencia de contingentes de soldados españoles en las principales ciudades que se explica no sólo por ser región de frontera y contención de las incursiones portugueses, sino también por el problema social del cobro del tributo. Soldados, armas y cárceles fue la tríada que garantizó el orden colonial ante la oposición campesina. En 1777 en la ciudad de Chachapoyas hubieron 5 Compañías de españoles con 380 miembros y una oficialidad que representaba a la élite local:

De modo similar, en Moyobamba y Luya los oficiales de las compañías de soldados españoles pertenecieron al sector social dominante local: Benito Bonifaz y Velasco, Santiago Gómez Trigoso, Rafael Vásquez Caicedo, Juan López Valera, Baltazar de Andueza, Antonio López de la Peña, etc.

Asimismo, la importancia militar estratégica de Chachapoyas se puso de manifiesto por su pronta y adecuada comunicación con Lima y Trujillo. Un hecho de trascendencia como fue la expulsión de los jesuitas fue conocido y cumplido en Chachapoyas con una copia de la Real Cédula en la que el Rey ordenaba: «Prohibo expresamente, que nadie pueda escribir, declamar, o conmover, con pretexto de estas Providencias, en pro, ni en contra de ellas, antes impongo silencio en esta materia a todos mis Vasallos; y mando, que a los Contraventores se les castigue como Reos de Lesa Majestad».

Si la expulsión de los jesuitas fue exitosa para los intereses del Estado colonial, no sucedió lo mismo con la política de «extinción del quechua» en Chachapoyas, que fracasó no obstante las precisas y rápidas comunicaciones que llegaron de Lima. Pero veamos algunos antecedentes. Con buena intención, Felipe V (1700-1746) llegó a dudar que: «la salvación del indio que no aprendiese la lengua castellana, jamás podría perfectamente entender y penetrar en los Misterios de Nuestra Fé», por lo que su castellanización se convirtió en un objetivo colonial, ganando un mayor impulso con Carlos III en respuesta al levantamiento de Túpac Amaru. En 1782, cumpliendo órdenes de Lima, Martínez de Compañón exhortó a su curia a enseñar el castellano en reemplazo del quechua, pero fracasó, pues Chachapoyas, en opinión del sacerdote Francisco Gutiérrez, fue la única que se resistió «al Lenguaje Español», en especial, las mujeres y los yanaconas de las haciendas Quemia, Algas y Chilingote.

Ante la realidad de no poder «extinguir el idioma índico» y difundir el castellano en Chachapoyas, se volvió a replantear el problema en 1792, adoptándose el acuerdo de nombrar comisiones por cada barrio para que hicieran rondas y vigilaran que nadie hablara quechua, sino sólo castellano. Se formaron rondas en los barrios de Santa Ana, Yance, Sapra, declarando sus integrantes que: «gustosos cumpliremos en celar el barrio que se nos señala [y] que las gentes se olviden del idioma índico». Desconocemos los resultados porque el documento no dice mas, pero revela la importancia que se otorgó a la lengua para un mejor control de los campesinos quechuas118.

El otro sector social fue el campesino yanacona. ¿Qué derechos tuvieron los yanaconas en el Perú colonial? Ninguno, estaban prohibidos de reclamar al hacendado cuando les daba una parcela en la jalca, o en tierras montuosas; tampoco cuando la hacienda cambiaba de administrador o dueño y éste modificaba las relaciones laborales; no podían salir de los linderos de la hacienda: ellos nacen, viven y mueren al interior de la hacienda. El yanacona fue el sector social campesino más desprotegido y sujeto a la servidumbre más extrema por parte del hacendado, por ello es que rara vez aparecen en los documentos coloniales, porque sencillamente les está vedado el acceso a la justicia, salvo que se subleven y entonces sus reclamos trascendían el ámbito de la hacienda.

En 1786 el sacerdote Manuel González de Cisneros, dueño de la estancia de Quipachaca (dist. de Chachapoyas), denunció que su yanacona mayoral, Felipe Huamán, se había fugado con otros indios yanaconas al pueblo de Levanto, no obstante que los padres, abuelos y bisabuelos del denunciado habían nacido y estaban enterrados en la estancia119. Por más que Felipe Huamán alegó la falsedad del sacerdote, su testimonio no tuvo mayor valor jurídico y el juez sentenció que se le apresara conjuntamente con los demás indios yanaconas y se les introdujera en la estancia.

En la región nororiental también vivieron negros, tanto hombres como mujeres, en condición de esclavos, trabajando la mayoría de ellos como domésticos, sin descartar que algunos puedan haber servido de caporales en el medio rural o al servicio de un doctrinero. Las familias más importantes fueron propietarias de uno o más esclavos y, por la privacidad en que vivieron, ha sido difícil ubicarlos en documentos contenciosos. Sólo sabemos que llegaron de Lima, Trujillo, Piura y probablemente también de algún lugar del Brasil colonial, por la referencia de un vendedor Pinheiro; su precio, hasta fines de la Colonia fue similar al mercado de Lima, porque no se ha encontrado esclavos con un precio mayor de 500 pesos que era lo máximo que se pagó en Lima entre 1770 y 1820, con las excepciones cuando el esclavo era un artesano o diestro en el trabajo de campo. Se ha localizado que en 1769 don Tomás Rodríguez de Mendoza tuvo una esclava avaluada en 500 pesos; en 1795 una esclava de 18 años tenía el precio de 400 pesos; en 1818 Justo Bustamante y Lavalle compró un negro bozal de 37 años en 400 pesos. Aunque el cuadro que presentamos a continuación no corresponde al tiempo de nuestro estudio, puede servir como referencia del precio y existencia de esclavos en el medio rural:

Hubo en la región nororiental una sociedad delineada en sectores sociales que se relacionan en una situación de desigualdad: una minoría que accede a las mejores tierras, ganado, gran comercio, altos cargos administrativos; y una mayoría con un acceso precario a tierras, ganado y poder estatal. En estas condiciones, los excedentes se concentraron en las pocas ciudades existentes, en especial, Chachapoyas, aunque fueron apareciendo otros centros urbanos que cuestionaron este centralismo y adoptaron posiciones que rebasaron el marco institucional-legal. Nos referimos concretamente a Moyobamba y Lamas. Esta naciente rivalidad de las ciudades con su entorno rural, englobó a una variada composición social: hacendados, colonialistas, clero, comerciantes, nobleza indígena, campesinos principales, campesinos del común, forasteros, yanaconas, con un trasfondo racial de blancos, mestizos e indios. ¿Y qué sucede más al oriente?, ¿cómo está organizada la sociedad en la vasta región selvática a fines de la Colonia?, ¿qué la diferencia de la región de Chachapoyas? Es lo que explicaremos a continuación.

Extenso territorio de 200,000 km2 , aproximadamente, selva tupida, lluvias torrenciales, miles de insectos, animales salvajes, riachuelos, lagunas, ubicada entre grandes ríos: Morona, Pastaza, Napo, Putumayo, Marañón, Amazonas, Huallaga, Ucayali, pero que apenas albergó, a fines del siglo XVIII, a 22 pueblos y 40 naciones selváticas aisladas y dispersas. ¿Cómo estuvo organizada, quiénes tuvieron el control, qué conflictos se dieron al interior de la sociedad selvática? Son tantas las interrogantes de difícil respuesta, que incluso un especialista de la región ha admitido: «La historia de la selva peruana está por escribirse» (J. San Román, O.S.A. 1994: 15). Esperamos contribuir a que se vayan develando los misterios que aun encierra nuestra selva en las siguientes páginas.

Existió en la selva una sociedad integrada por cazadores, pescadores y recolectores cuyas características podemos resumirlas así: mínima especialización en la producción basada en el sexo; autosuficiencia en la satisfacción de sus necesidades; no hay interés en intercambiar productos y, por tanto, no hubo mayor incentivo en aumentar su producción. Además, fueron sociedades donde se reconoció a un jefe en la persona de un curaca; se respetó y aceptó la tradición cultural en boca de los ancianos y por ser una sociedad mágica, la presencia de los brujos, curanderos o hechiceros fue escuchada al interior de las naciones selváticas. Sobre dicha base social vivió un puñado de misioneros con el gobernador y soldados que trataron de cambiar el modelo de sociedad tradicional introduciendo la agricultura, el predominio del castellano y el cristianismo. Los resultados fueron negativos, porque sólo pudieron lograr agruparlos en pueblos frágiles en cuanto a su organización; las mujeres se dedicaron a una agricultura rudimentaria en chacras autosuficientes, persistiendo los hombres en la caza y pesca. Pero donde sí se produjo un vuelco fue en cuanto al control social que ejerció el puñado de misioneros, el gobernador y soldados sobre las naciones selváticas, deviniendo en una minoría dominante. ¿Quiénes prevalecieron? ¿Quiénes acumularon mayor poder? En nuestra opinión, fueron los misioneros quienes en base a su contacto cotidiano con las naciones bajo su jurisdicción eclesial, y el gran respeto y temor que irradiaban, lograron un efectivo ejercicio del poder, desplazando al gobernador y sus auxiliares. Así tenemos que en el control sobre los ríos, medios de comunicación naturales y únicos, el cabo Justo Munar, frente a su impotencia, testimoniaba que el misionero: «por los privilegios que gozaba, era el que mandaba en su Pueblo y canoas, y que en él tenía jurisdicción Ordinaria y Civil tanta como el Señor Gobernador, que a nada se sujetaría pues no temía a nadie, y que primero toleraría veinte balazos, que largar la canoa la cual juraba por sus arras consagradas, romperla para que no usase otra vez de ella el Señor Gobernador»120. Ante la actitud desafiante del misionero, ¿qué podía hacer un simple cabo con un frágil poder? Muy poco o nada.

El poder de los misioneros fue casi omnímodo, pues le permitió cuestionar la autoridad del gobernador así como de los curacas, jefes de las naciones selváticas. En estas condiciones, los curacas se encontraron entre «dos fuegos», presionados por el poder temporal (gobernador) y el espiritual (misionero) para ejecutar las órdenes emanadas de uno y otro, como confiesa don Juan Emijaro, gobernador del pueblo de Yurimaguas: «que en su Pueblo no había más Juez que él por haberlo elegido los Señores Gobernadores antecedentes, pero que nunca había podido ejercer su oficio y autoridad por ser costumbre que han mantenido siempre los Misioneros en esta Provincia, de que los Curacas y Capitanes no sean más que unos Ministros de los Padres para ejecutar tan solamente lo que por los dichos se les mandare, por cuyo motivo aun las órdenes de los S.S. Gobernadores, nunca las han podido ejecutar sin beneplácito del Misionero ... »121.

Institucionalmente, los misioneros estuvieron respaldados por el sistema colonial para cumplir su labor evangelizadora, adjudicándoseles algunas chacras trabajadas por la familia selvática en compensación por su trabajo religioso gratuito (bautismos, casamientos, misas, entierros). El problema estuvo en que la mayoría de misioneros se involucraron en actividades económicas que rebasaron el marco legal, obligándolos a exigir un mayor número de familias como se aprecia en el cuadro siguiente:

De ser verídico el cuadro anterior, que el misionero del pueblo de Xeveros tenía 72 personas bajo su control en una región donde faltaba población, sería una demostración palpable de su poder. Sin embargo, la versión de los misioneros era diferente, como se aprecia en la denuncia de uno de ellos: «el señor gobernador no había venido a esta provincia sino a afligir a los Sacerdotes, persiguiendo a la Iglesia de Dios». ¿Quién tiene la razón? ¿A quién creerle? ¿Quién tiene más poder? Es evidente que fueron los misioneros, no sólo por estar más cerca y de manera continua con su feligresía, sino también por su formación eclesial que les dio homogeneidad, por sus objetivos evangelizadores, su extracción social y, si damos crédito a la opinión de don Francisco Requena que buen número de misioneros sólo aspiraron a ganar dinero, ello también tiene que haberlos cohesionado para enfrentarse en mejores condiciones con el poder temporal representado por el gobernador. Este inmenso poder y autonomía de los misioneros, hizo que se enfrentasen incluso al obispo de Maynas en 1808, que los denunció de no obedecerle y desconocer su autoridad122.

Por su parte, el gobernador de Maynas estuvo limitado para ejercer su autoridad político-militar, porque no tenía en quien apoyarse internamente, en la medida que familias españolas, criollas y aun mestizas, brillaron por su ausencia, tal vez explicable porque nuestra selva, «misteriosa, respetuosa y peligrosa», no atrajo migrantes, sino todo lo contrario, expulsó a la mayoría, y los que llegaron a establecerse en los pocos pueblos, con el tiempo sufrieron una regresión en su comportamiento y mentalidad, influidos por el medio geográfico y las naciones selváticas: «Es verdad que hay algunos blancos en Borja y Barranca, oriundos de los antiguos conquistadores y Encomenderos de esta Provincia, pero éstos se han envilecido de tal suerte, que son casi todos enteramente inútiles para entregarles el cuidado y policía de los Pueblos, pues además de no saber escribir, son por lo regular más viciosos que los Indios». Mayúsculo problema se le presentaba al gobernador al no tener con quién gobernar, en quiénes apoyarse para efectivizar su poder, por ello es, que, no obstante lo «enteramente inútiles»: «se ve en la forzosa necesidad de hacer elección en unos sujetos en quienes no concurren requisitos algunos para estos encargos, y regularmente son de muy mala conducta...» 123.

Dadas las condiciones de reclutamiento de aquellos que tuvieron la responsabilidad de ejercer el control y aplicar la justicia en la Nación Mayna, no puede descartarse la posibilidad que su comportamiento, con relación a los misioneros y nativos, haya sido de conflicto y de explotación; y no sólo la calidad en la formación moral de las personas en que debía apoyarse el poder de los gobernadores fue negativa, sino también en su número: entre algunos sargentos, cabos y soldados no fueron más de 15 para toda la selva.

El control social que lograron el gobernador y sus adjuntos, con una minoría de misioneros, sólo puede ser comprendido por el monopolio que tuvieron sobre las armas de fuego, canoas, balsas, puertos, control de los ríos, así como la influencia sobre la mentalidad de los nativos mediante la evangelización. Estas variables de dominio se vieron facilitadas por la colaboración de los mismos nativos, en especial los curacas de las naciones dominadas. El sistema de las Misiones respetó a los jefes nativos, los curacas y, a través de ellos -quienes gozaban de un gran respeto-, consiguieron ejercer en forma indirecta el control de la sociedad selvática. El cargo curacal fue vitalicio, hereditario y sólo en caso de no haber heredero, el gobernador nombraba a otro que provenía del entorno social de la familia cacical. De igual manera, el gobernador, tenientes y misioneros, asistían a la elección de Alcaldes y Regidores que cumplieron una labor de sancionar faltas menores,, apoyo en la catequización y observancia de las buenas costumbres en su pueblos.

No obstante el gran poder que tuvieron las Misiones, el control sólo lo ejercieron en los pueblos y con tornos, a manera de enclaves, de donde irradiaban su labor evangelizadora pero sin mayor éxito, pues bastaba al nativo abandonar el pueblo e internarse en la selva para vivir libre del misionero o gobernador, siendo difícil ubicarlo y regresarlo a las Misiones. En estas condiciones, la estructura social fue frágil en la selva, y difícil ampliar el territorio bajo control de las Misiones, que estuvo en permanente peligro del ataque de las naciones aún no sometidas: «Por todo su dilatado curso [Ucayali] están las Naciones de Panos, Cunibos, Chepeos y Piros, todas guerreras y belicosas que han empezado ya a navegar por el Marañón robando los Pueblos Cristianos, y debe recelarse que por la codicia de las herramientas hagan algunas incursiones y destruyan las Poblaciones de Omaguas, San Regis y Napeanos [...] El año de 1781 hallándonos en el Pueblo de Omaguas seis canoas de Chepeos llegaron al Pueblo, y viendo pocos blancos porque toda la gente de la expedición estaba fuera, nos atacaron con sus macanas y flechas, a cuya navegación acudieron los soldados que estaban enfermos en el Hospital con fusiles, y haciendo un fuego vivo en el que peligré muchas veces de las flechas, se les obligó a la retirada con pérdida del Cacique a quien di yo un balazo con felicidad, y fue el motivo de su fuga»124.

Internamente tampoco se pudo cambiar la sociedad tradicional de las naciones selváticas por la occidental representada por las Misiones. Aún a fines del siglo XVIII, fueron más fuertes las costumbres de los nativos en su forma de vestir, sus creencias, el vivir en un solo ambiente varias familias, untarse el rostro y, sobre todo, la prevalencia de la caza y la pesca contra los intentos de introducir la agricultura como lo acepta un autor: «La caza y la pesca eran, por consiguiente, la preocupación primera y básica del hombre de la selva. El niño, desde muy temprana edad, se entrenaba ya en la pesca y hacía también sus primeros pasos en la caza, usando como blanco las aves». (J. San Román: 38).

Internarse por semanas y aún meses para cazar y pescar, generó un sin número de problemas al interior de las naciones selváticas, ya que las mujeres, que se responsabilizaban del cuidado de las chacras, estuvieron bajo el asedio de los pocos hombres que se quedaban en los pueblos y, por ello, el adulterio fue algo muy común que llevó a que muchas mujeres por temor a sus esposos, abortaran para evadir su castigo. El medio ambiente caluroso, la promiscuidad en que vivían, el uso de algunas plantas, como el guayanchi, que los hombres se lo untaban en la pretina del calzón y las mujeres en la pampanilla para conseguir el amor, todo ello nos indica que el sexo fue practicado con excesiva frecuencia en las naciones selváticas.

Asimismo, vivían en los pueblos de la selva algunos hechiceros, curanderos o brujos, especialistas en plantas y preparación de brebajes, que eran requeridos por tenerse la idea que eran personas con poderes sobrenaturales, aunque para el gobernador, no pasaron de ser charlatanes que se aprovechaban de la ingenuidad de las familias selváticas: «Para curarse de sus enfermedades llaman al hechicero cuya denominación dan a todo aquel que sabe aplicar medicamentos, y en este concepto tienen por su imbecilidad. Con todo hay entre los indios algunos curanderos en que sobresaliendo la malicia, les hacen creer que sienten el dolor que el enfermo padecía, cuando para extraerle el accidente les chupan la parte dolorida después de perfumada con tabaco, aparentando para comprobarlo, varios movimientos y visajes fingidos [admitiendo que] No sucede esto cuando aplican algunos venenos que quita la vida en un año poco mas o menos insensiblemente, y quieren con sus yerbas hacer abortar algunas mujeres, o por el contrario que se hagan fecundas, pues entonces propinan las drogas de que saben muy bien sus poderosas virtudes y que rara vez dejan de producir los efectos que se prometen» 125.

Los curanderos o brujos fueron tolerados por los misioneros y las autoridades políticas, en la medida que los nativos creían en ellos. En una sociedad mágica como la de los pueblos selváticos, de cazadores, pescadores y recolectores, los curanderos y brujos se justificaban y por ello eran requeridos por los nativos. De otro lado, en la medida que los curanderos, hechiceros o brujos no pusieron en peligro las Misiones en la selva, fueron tolerados por el sistema colonia], toda vez que en última instancia lo que interesó al gobierno fue que todo permaneciera en paz. Aunque esto no fue así, pues los conflictos se verificaron en esta parte del Perú colonial.

 

 

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103. AAL. Apelaciones Trujillo, leg, 15, 1675-78, fs. 23.
104. ADA. Protocolo 1757-1762, fs. 95.
105. ADA. expd. 1759.
106. ADA. Protocolo 1817-1818, mayo 1818, fs. 171 v.
107. ADA. Protocolo 1757-1762, fs. 15 y ss.
108. ADA. Expdt. 1769. Chachapoyas, 09 de mayo de 1768, fs. 47.
109. ADA. Expdt. 1769.Chachapoyas 1 de octubre de 1769, fs. 99.
110. ADA. Expdt. 1777-1785. Chachapoyas julio 4 de 1776, fs. 34.
111. ADA. Expdt. 1798, fs. 24 v.
112. ADA. Expediente 1786, fs. 1 v, 2.
113. ADA. Expediente 1758.
114. ADA. Protocolo 1750-1760, fs. 130.
115. ADA. Protocolo 178 1, fs. 25 y ss.
116. AAL. Sección Jaén, Maynas y Chachapoyas. Leg. 1, Expdt. 1, fs. 1.
117. ADA. Protocolo 1786 y Expediente 1794.
118. ADA. Expediente 1792. Chachapoyas, 10 de junio de 1792.
119. ADA. Protocolo 1786, fs. 3.
120. ALRE. LEB-3-31. Caja 88, año 1775 fs. 14 v-15. Omaguas, octubre 14 de 1775.
121. ALRE. LEB-3-3 1. Caja 88, año 1775, fs. 14.
122. AAL. Sección Jaén, Maynas y Chachapoyas. Leg. 1. Expdt. 1. Jeberos, setiembre 1808.
123. ALRE. LEA-16-88-A. Caja 16, fs. 5 v.
124. ALRE. LEA- 16-88-A. Caja 11, fs. 12.

 

 

 

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