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LA TRADICIÓN DEL CONCEPTO-SIGNO NATURAL:
¿SOLO SINONIMIAS?

 

 

 Retrotrayéndonos a la fundamentación del primer capítulo de la Summa Logicae: primero tenemos una puesta en orden lógico de lo complejo (argumentos) a lo simple (términos). Apelando a la autoridad de Aristóteles en los Primeros analíticos, Ockham acata la definición del término como
  
     “aquello en que se resuelve la proposición, como el predicado y (o) aquello de lo que es predicado, sea unido o dividido en cuanto a ser o no ser”.232  
  
     Luego, convocando la autoridad de Boecio en su primer libro del Comentario al Perihermeneias, formula la triplicación del lenguaje y establece el corte radical:

     exterior / cuerpo / sentidos vs. interior / alma / mente

     El primer ámbito es el de lo sensible exterior posterior (manifestado desde la posición destinadora de la comunicación –transcripción en algún cuerpo, proferición mediante la boca– o desde la posición destinataria –visión con el ojo corporal, audición con el oído corporal). El segundo ámbito es el de lo inteligible interior anterior; allí, en la definición del término mental, se convoca recurrentemente una sinonimia: se trata de una intención o pasión del alma (primera aparición de estos términos) y se invoca a san Agustín. Veamos.

     Esta sinonimia tiene varios juegos: en el siguiente párrafo leemos que las voces son signos subordinados a los conceptos o intenciones del alma; hacia el final de ese mismo párrafo se habla de la posibilidad de que algunas palabras susciten pasiones del alma o conceptos. Y en el final mismo se establece que lo que se ha dicho de las palabras respecto de las pasiones o de las intenciones o de los conceptos hay que entenderlo de las cosas escritas en relación con las palabras (dicho sea de paso la cosa escrita parece haber perdido la dignidad de palabra).

     Esta sinonimia, como vimos, fue ampliada en el capítulo IV sobre primeras y segundas intenciones. Se convocará, además de los tres términos mencionados, otros dos: semejanza de la cosa e intelecto.

     ¿Está Ockham hablando de lo mismo? O, para emplear su metalenguaje: ¿todos estos términos suponen por lo mismo? En principio, apelando a la exigencia de economía enunciada tantas veces por Ockham por la que cualquier cosa que se signifique con todos los nombres sinónimos puede expresarse suficientemente con uno de ellos, diremos que sí. Pero, ¿por qué tantos significantes para un mismo significado?, ¿por qué este nudo?, ¿por qué esta constelación, este lugar de encuentro? También habría que admitir, simultáneamente, que si se trata de distintos matices significantes de lo mismo, dichos énfasis producen un gesto de relativización tal que nos parece estar ante una cuasisinonimia. 

     En todo caso, de acuerdo a nuestro metalenguaje operativo tenemos que:

     (i) sintácticamente el signo es término en la proposición mental.
     (ii) semánticamente el signo es pasión/intención del alma que supone significativamente por la cosa.
     (iii) pragmáticamente el signo es el acto mismo del intelecto de un sujeto.

     Éstas son tres dimensiones de la semiótica natural del concepto-signo. No estamos multiplicando los entes innecesariamente sino observando tres dimensiones de lo mismo (el signo). 

     Ahora bien, allí está postulada la antecedencia natural del orden de lo conocido-significado, de lo inteligible inmanente al alma, en relación al desorden ad placitum del signo sensible desplegado en los lenguajes de manifestación de la comunicación humana, esto es, en las peripecias espacio-temporales de la semiótica institucional. Aquí reaparecen las dimensiones:

     (i) sintácticamente el signo es término en la proposición hablada o escrita.
     (ii) semánticamente el signo es imposición para significar cosas o intenciones.
     (iii) pragmáticamente el signo es el acto mismo de comunicar entre sujetos.

     El eje de nuestra investigación es esa semiosis natural que precede a todo artificio. Lo natural-simple modaliza a lo institucional-complejo. 

     Si el concepto-signo natural no es otra cosa que el acto mismo de conocer por parte del alma, la vinculación entre el signo y la cosa conocida está determinada por la misma naturaleza del alma, que toca directamente la cosa. Por el contrario, si consideramos los signos lingüísticos sensibles –vocales o escritos– el sonido o los trazos son arbitrarios (v. gr. la multitud de idiomas, sociolectos e incluso idiolectos existentes).

     Se trata, entonces, de una doble naturalidad del concepto-signo: la que se opone a “convencional” o “arbitrario” y la que se opone a “contranatural”. La primera se apoya en la segunda, esto es, en el determinismo de las “naturalezas”. Pero, a su vez, la segunda queda postulada en un de facto: el hombre conoce, y conoce la realidad ya que su conocer en ciertos casos es aplicable a ella (como la hipótesis que se somete a verificación experimental). En realidad, la despreocupación del Venerabilis Inceptor por trazar una senda explícitamente metafísica hará que se le tilde, sin más, de escéptico. Más que trazar esa senda se limita a constatar el hecho y a construir la teoría ontológica y epistemológicamente más económica: existe un conocimiento que postula un vínculo determinístico, “natural”, entre signo y cosa, entendiendo “natural” con la carga semántica que le da Ockham, esto es, fáctico e hipotéticamente universalizado. En la afirmación de la naturalidad del concepto-signo queda garantizado un realismo, o sea, una aplicabilidad real del signo al conocimiento.

     Pero, en el orden de lo conocido-significado de lo inteligible sobreviene otra cuasi-sinonimia entre la passio animae aristotélica y el verbum mentis agustiniano. Precisamente, la tercera autoridad que aparece en este primer capítulo fundamen-tador de todo el edificio lógico de la Summa de Ockham es san Agustín. Ockham lo convoca para decir que los términos concebidos y las proposiciones que se forman con ellos son aquellas palabras mentales del De Trinitate libri quindecim,
  
     “que no son de ninguna lengua, porque permanecen sólo en la mente y no pueden proferirse al exterior, si bien las voces, como signos subordinados a ellas, se pronuncian al exterior”.233  
  
     Agustín constata, en primer lugar, que no se puede decir nada sin pensarlo y que se piensa, a fin de cuentas, con palabras; aunque el pensamiento sea, en el fondo, anterior a las expresiones lingüísticas no sólo enunciadas sino, también, imaginadas. Es por esto que sostiene que
  
     “[...] alguien puede comprender una palabra (verbum) no sólo antes de que sea pronunciada, sino incluso antes de que las imágenes de los sonidos necesarios para pronunciarla estén formadas: esta palabra no pertenece a ninguna lengua, a ninguna de las que se llaman “lenguas étnicas”, entre las que se encuentra nuestra lengua latina; [...]. Una vez formado el pensamiento de una cosa, conocida por todos, el verbo es lo que decimos en nuestro corazón: ni en griego, ni en latín, ni en ninguna otra lengua”.234  
   
     Enseguida, Agustín observa que, para comunicar nuestros pensamientos a otros hombres, estamos obligados a utilizar los signos corporales, audibles o visibles. Además, para comunicarnos con ausentes necesitamos signos escritos (litterae).
  
     “Estos signos son signos de palabras y las mismas palabras son, en nuestro discurso, signos de las cosas que pensamos”.235  
   
     Obviamente, ni por asomo esos pensamientos son signos. Aquí se ve clara la irrupción del vehículo sensible como condición que será recusada por Ockham quien pondrá al lenguaje en el espíritu. En suma, para Agustín hay en total tres verbos: el verbo del corazón, pensado fuera de toda lengua; el verbo interior, pensado en una lengua étnica; y el verbo sensible, exteriorizado por la palabra sensible.236

     Queda sugerido el retraso del lenguaje con respecto al pensamiento. La enunciación del pensamiento-en-sí-mismo resulta imposible. Las palabras men- tales “permanecen sólo en la mente y no pueden proferirse al exterior” dice Ockham acatando la autoridad de Agustín en lo relativo al verbum cordis. Y es que el pensamiento es extratemporal mientras que el discurso hablado, o escrito, entraña una duración lineal. El verbum cordis es anterior a todo lenguaje codificado y se distingue de los signos lingüísticos que nos permiten el conocimiento de este verbo. Sabemos que esta distinción es muy parecida a la que hace Aristóteles en el Peri Hermeneias cuando dice que las palabras son notas (muchos leen aquí signos) de las pasiones del alma y que estas pasiones son idénticas para todos los hombres. Por eso para Agustín las palabras habladas y escritas no designan directamente las cosas; sólo expresan un verbo interior prelingüístico. A partir del vuelco semiótico propiciado por Bacon, Escoto y Ockham, las palabras habladas y escritas, subordinadas siempre a los conceptos, designan directamente las cosas y el verbo interior es un lenguaje mental que tiende a desvincularse de ellas. De todos modos subsiste un carácter poiético del lenguaje; la palabra proferida es un artefacto cuyo exemplum es el verbo interior. El lenguaje proferido es kinesis, movimiento, mientras que el verbo interior nace de un saber inmanente al alma. El deslinde con Abelardo y los modistas se refiere a la autonomía de estos lenguajes: el mental es objeto de los lógicos y es necesario y suficiente para fundamentar el conocimiento; el vocal y el escrito son objetos de gramáticos y no aportan nada esencial al conocimiento, sino puro ornamento retórico.

  Entonces, el concepto-signo natural de Ockham, siendo passio animae, ¿es verbo del corazón o es verbo interior? El primero, en tanto inexpresable, parece más platónico que aristotélico. El segundo no puede no ser pensado en una lengua étnica (latín) y en tanto pensado así no puede no ser analizado e interpretado con categorías, parece definirse, por lo tanto, más en la tradición del Estagirita. ¿Hay entonces una esquizia o una conciliación en el concepto-signo natural?

     Cuando se aplica un orden lógico a la proposición mental y se procede a su análisis, parece que nos desplazamos al verbo interior que queda recatado en nuestro pensar y que tiene el estatus de lenguaje. Pero, cuando reparamos en su confinamiento, que lo hace improferible, nos replegamos y ensimismamos en algo inaprehen-sible por experiencia y admisible sólo por fe.

     Retornando a Agustín, éste compara el proceso humano de expresión y sig-nificación al Verbo divino, cuyo signo exterior no es la palabra sino el mundo. El mundo es el lenguaje divino. Análogamente, la actividad lingüística es una exteriorización. Todo acto personal del hombre conlleva la praxis, el saber inmanente. Podemos decir que, si el hombre crea, esto es, si obra mediante el verbo, entonces la creación divina es una exteriorización del Verbo, de la Sabiduría divina. La creación puede, así, postularse como signo.

     Dejamos de lado la reflexión teológica de Agustín, que establece una analogía entre nuestro verbo mental (interior) y el Verbo de Dios: así como el verbo interior se reviste en la forma de un signo “corporal”, sensible, así también se puede dar la encarnación del Verbo Divino en el mundo y en el verbo interior del hombre. Subrayamos solamente lo que cuenta más para nosotros aquí, a saber, lo que se encuentra en De Trinitate, como en De Interpretatione de Aristóteles, como en el comentario boeciano de este texto y en los estoicos, los mismos factores del lenguaje: la cosa, el pensamiento, y la palabra o la expresión escrita; esto es, el modelo triádico de la semiosis.

     Subrayamos también la insistencia de Agustín sobre la inmaterialidad del pensamiento significado por el verbo exterior, instancia que recuerda la de los estoicos. No dudamos que ese pensamiento nazca en las profundidades de lo que hoy llamaríamos “conciencia”; pero nos preguntamos si alguien puede comprender realmente el verbo del corazón antes de que sea significado por la palabra (verbo) de una lengua étnica, aunque fuese sólo imaginada.

     Cabe recoger, aun cuando sea muy “al paso”, a un intermediario decisivo: Tomás de Aquino. Para el Doctor Angélico el verbum cordis está más próximo a la passio animae, esto es, a lo que es concebido por el intelecto. El verbo interior, mientras tanto, es el modelo del verbo exterior porque posee la imagen de la palabra.237 

     ¿No será que Ockham aplica la navaja a la distinción agustiniano-tomista entre verbo del corazón y verbo interior?

     En realidad, el Venerabilis Inceptor parece perfilar su concepto-signo como pasión/intención natural que está en acto en el alma precediendo lógicamente a las imposiciones convencionales, a las instituciones y gramáticas, a las diferencias culturales. Además, del esquema proveniente de Aristóteles y Boecio, la forma de esta precedencia parece tener, sobre todo, un claro matiz agustiniano: el verbo interior eterno precede en el alma a sus exteriorizaciones, es decir, a sus materializaciones en el espacio-tiempo cosmológico; pero también es un modelo noológico del verbo exterior. A partir de esto, toda la metafísica parece resolverse en una lógica de signos. Federhofer presenta la semiosis
  
“como un juego natural semejante al de un niño, que, a base de jugar con las piezas de un mecano, aprende poco a poco a construir con ellas diversas figuras. Sólo a través de su significación tienen esas piezas un fin y un lugar determinados en la ordenación del todo. Como, por otra parte, el entendimiento humano únicamente puede enriquecerse con aquellos conceptos que la experiencia aporta, al menos “pro statu isto” (para este estado [Traducción de O.Q.]) y en rigor ockhamista, nos veríamos en la imposibilidad de ampliar su validez a regiones en las que, en definitiva, son otros los conceptos que tienen validez. Si es verdad que el pensamiento humano opera con conceptos tales como “Dios”, “alma”, etc..., esos conceptos, y el resultado de las construcciones que con ellos operamos, serán como un juego con signos que, a la postre, serán incógnitas X e Y”.238  
  
     Líneas arriba, a propósito de la suposición personal, recurríamos a la instancia del juego por oposición a la de la lógica y a la de la gramática. De hecho, Ockham insinúa que todo modo de conocimiento pasa, necesariamente, por un juego de lenguaje mental. Preserva una semiosis gnoseológica natural como fundamento para de ahí dar el salto analógico a los lenguajes exteriores de manifestación (que hoy, con otra perspectiva cultural y tecnológica, podemos extender más allá de lo hablado y de lo escrito).
     Federhofer entiende que esta concepción llevaría a Ockham a un pleno relativismo. En la búsqueda de una salida a esa situación Ockham, según este autor, habría incurrido en platonismo: 
  
     “lo que a Ockham le permite bandearse entre el empirismo sensista y el subjetivismo idealista es la doctrina de las ideas eternamente valederas, “einmal aufgestellten”. Por encima del sujeto pensante están las proposiciones en sí (die Satze in sich) y las significaciones (die Bedeutungen), que tienen validez independientemente del sujeto pensante, para todos los tiempos y todas las zonas, y que como tales se le presentan a ese sujeto pensante (gegenüber stehen). Su interdependencia (Zussammenhang und Zusammengehorichkeit) es percibida no sólo como algo fáctico (tatsachli-cher Zusammenhang), sino como una interdependencia necesaria (not-wendig), que hace posible la ciencia”.239  
  
     Por la intermediación de Agustín se puede detectar un influjo platónico. Pero, esta interpretación excluye la dimensión pragmática natural del sujeto en la que Ockham identifica al concepto-signo natural con el acto del intelecto. Claro, tanto las “ideas eternamente valederas” como la “proposición en sí” harían pensar, respectivamente, en una semántica y en una sintaxis reales que planearían sobre todo sujeto pensante y tendrían independencia ontológica. Si un signo no es naturalmente necesario carece de significado; pero, ¿acaso eso autoriza, como parece, a confundir ontología con semántica? 

     El mundo es significado en el alma de un sujeto que sólo lo conoce por experiencias evidentes e inmediatas, esto es, por intuición y, luego, por abstracción. Las proposiciones están hechas de signos, no de cosas en sí. Incluso, la ciencia no conoce cosas sino proposiciones acerca de cosas. 

     A pesar de la validez que puedan tener las proposiciones y significaciones por sobre el sujeto pensante, la pertinencia lógica y gnoseológica de la proposición ockhamista desvirtúa un tanto el supuesto de su independencia ontológica. Además, su concepción contingentista del ser creado, formulada desde el primer artículo del credo cristiano, está reñida no sólo con el intento de encarnar los universales en el interior de los singulares, sino con todo “platonismo” que autonomice el mundo de las esencias. Claro que, asumiendo el neoplatonismo de los Padres de la Iglesia tomados por Ockham como autoridades, el contingentismo creacionista cristiano no sería suficiente para borrar lo que podría verse desde la posición de Federhoher como un efecto de platonismo.

     Sacando en limpio, queda postulada metafísicamente una semiosis natural anterior al sujeto y por la que el sujeto es primero cognoscente y después hablante/oyente, o escritor/lector en semiosis convencionales, esto es, en instituciones. Hay, para este teólogo medieval, un modo de conocimiento protocomunicativo que no es una lengua convencional, es decir, que no está gramaticalizado; pero que sí es un lenguaje lógico que opera (o juega) con signos. La novedad es ésa, el pensamiento si bien no es naturalmente una lengua, (se) compone intencionalmente (como) lenguaje. Se trataría, en términos modernos, de un ámbito de significantes y significados inmateriales y espirituales. Las expresiones y significaciones, subordinadas a dicho ámbito, al atravesar (y estar atravesadas) por lo material y empírico tienen que ver con los avatares del cuerpo en el mundo. 

     A final de cuentas Ockham aprovecha el “verbum mentis” para proclamar básicamente tres principios:

     (i) el pensamiento humano es sólo un lenguaje sobre la realidad;
     (ii) toda reflexión o conocimiento del mundo surge de un alma estrictamente subjetiva y se mantiene dentro de ella;
     (iii) la “realidad” es y sólo es una “realidad conocida” o “dicha en la mente”. No puede haber pretensión alguna de exhaustividad de la realidad en sí misma.

     Si algo ha quedado claro, luego de esta investigación, es el hecho de que los conceptos-signos naturales son nuestra contraseña para avanzar en el laberinto del conocimiento. Están en nosotros y más allá de nosotros. Organizan su coincidencia suposicional en la proposición y garantizan así la validez de nuestro conocimiento. Si bien para dar consistencia lógica a nuestra comunicación se valen de las palabras proferidas y escritas subordinadas a ellos, el paradigmático discurso inicial de la Summa Logicae que hemos explorado no parece querer vincular íntimamente las palabras escritas u orales con los conceptos mentales. Eso era lo usual. Ahora sucede todo lo contrario. De lo que se trata es más bien de desvincular, de autonomizar el “lenguaje mental que no pertenece a ningún idioma” de su expresión idiomática. Desvinculación entre el pensamiento y su expresión sensible que no pretende asimilar o acercar la acción mental a la “realidad”, sino subrayar que el pensamiento también es un lenguaje. Tiene por eso con la realidad el mismo tipo de relación que las palabras orales o escritas con su denotado.

     El pensar es un decir. El pensar da lugar a un conocimiento cuya esencia radica en ser un lenguaje con el que la subjetividad finita se dice a sí misma la realidad que vive, se dice a sí misma el contacto inmediato que ha establecido con la realidad a través de la experiencia. La mediación de los signos es decisiva para que el contacto inmediato entre la entidad subjetiva y la realidad se plasme en conocimiento.

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232 Summa Logicae I, 1. En Ockham, G., 1994:13. Boehner nos ofrece una lectura en inglés probablemente más clara: ‘I call a term that into which something is resolved (viz. the predicate, or that of which something is predicated) when it is affirmed or denied that something is or is not something’. Ockham, W., 1957: 47.

233 Summa Logicae, I, 1. En Ockham, G., 1994: 14.

234 Augustinus, De Trinitate (Patrologiae cursus completus), series latina... occurante J. P. Migne, Parisiis, Garnier, 1886, t.XLII. Cap. X, 19. Citado por Kalinowski, G., 1985: 34. En el De Trinitate se encuentran, a propósito de la persona del Hijo de Dios, algunos capí-tulos, sobre todo los capítulos del X al XV, que contienen un análisis muy profundo del lenguaje, principalmente psicológico y teológico a la vez, pero que también tiene cierta importancia para la lógica y para la semiótica, en la medida en que Agustín revela estar de acuerdo con Aristóteles y los Estoicos. En efecto, el análisis agustiniano del lenguaje que abre el capítulo X titulado “De verbum mentis in quo tanquam speculo et aenigmate videmus Deum” difiere por su aspecto general tanto del de los Estoicos como del de Aristóteles; pero concuerda con ellos en lo que respecta a lo completo, equilibrado y adecuado de la construcción teórica.

235 Ibíd.

236 En efecto, “en el verbum mentis agustiniano la lingüistificación del pensamiento es más cuestión de nombre que de contenido. Late en el verbum mentis toda la concepción griega de idea-forma sólo que acentuadamente psicologizada.” Fortuny, F., 1983: 347. Por otro lado, el Verbo divino no es una palabra cualquiera, es aquella Palabra que aunque comunique algo a los hombres, no es signo de nada sino aquello de lo cual todo es signo, imago, modelo de lo creado. Hay, pues, una doble acepción de verbum que descansa en la polivalencia del griego lógoç: el verbum divino no es un shmeion sino un lógoç. En Aristóteles las palabras son shmeia; esto es, notas, señales, síntomas, de las pasiones que hay en el alma. En consonancia con esto, Agustín confina el shmeion a lo sensible y el lógoç, que no es propiamente signo sino imago, a lo inteligible (verbum cordis) o a lo imaginable sin palabras (verbum interior).

237 Efectivamente, la teoría agustiniana de los tres verbos se vuelve a encontrar en Tomás de Aquino, sobre todo en De Veritate y en la Summa theológica. En De Veritate, la enseñanza de san Agustín es retomada en toda su extensión y es ampliamente desarrollada. El Aquinate nos dice, en primer lugar, que “conocemos más el verbo exterior, verbo sensible, que el verbo interior, en sí mismo inteligible únicamente; aunque el verbo exterior sea posterior al verbo interior, que es su causa eficiente y su causa final, al mismo tiempo. Es su causa final en la medida en que el verbo exterior (verbum vocale) es enunciado a fin de manifestar el verbo interior. Éste es, entonces, el que es significado por el verbo exterior, y lo que es significado de este modo es lo inteligido (ipsum interius intellectum). Al mismo tiempo, el verbo interior es la causa eficiente del verbo exterior, ya que es para enunciarlo que el hombre crea a propósito, mediante un acto voluntario, el verbo exterior y le confiere un sentido, haciendo de él el signo del verbo interior. Éste es también un modelo (exemplar) del verbo exterior”. 
Tomás compara al hombre que impone un nombre a un ser con el artista (artifex) y concluye: “Así como consideramos para el artista tres cosas, a saber, el fin del artefacto, su modelo y el artefacto ya producido, también se encuentra un triple verbo en el locutor, a saber, lo que es concebido por el intelecto, en función de cuya significación es pronunciado el verbo exterior y que es el verbo del corazón proferido sin palabras (sine voce); luego, el modelo del verbo exterior, llamado verbo interior porque posee la imagen de la palabra; y el verbo exterior, llamado verbo de la palabra (verbum vocis). Y como para el artista, en primer lugar, viene la intención del fin, seguida por la invención de la forma del artefacto, así el verbo del corazón precede en el locutor al verbo que contiene la imagen de la palabra, y después viene, por fin, esta última”. De Veritate, q.4, a.1, r. Citado por Kalinowski, G., 1985: 35. A continuación, Kalinowski, presenta una cita de la Suma Teológica en la que Tomás resume la enseñanza del Obispo de Cartago, dejando de lado al verbo del corazón pero invocando, en revancha, la autoridad de Aristóteles: “[...] para nosotros el término “verbum”, tomado en su sentido propio, puede designar tres cosas, sin contar una cuarta significación impropia o figurada. En el sentido más inmediato y común, se llama “verbum” a la palabra proferida por la voz. Esta palabra misma procede de un verbo interior; y, a doble título, según los dos elementos que se puede encontrar en el verbo exterior o la palabra: la emisión vocal y su significación. Pues, por un lado, el término vocal significa un concepto del espíritu, como diría el Filósofo; por otro lado, procede de una imaginación, siempre según Aristóteles. Y notamos que un sonido vocal puro privado de significación no tiene derecho a ser calificado de “verbum”: si la palabra exterior recibe este nombre es porque significa un concepto íntimo del espíritu. “Verbum” designa, entonces, en primer lugar y principalmente, el concepto interior del espíritu; en segundo lugar, designa la palabra que expresa este concepto interior; y en tercer lugar, la imagen formadora de esta palabra”. Summa Theologicae, I-a., q. 34, a. 1, r. Citado por Kalinowski, G., 1985: 36. No podemos negar esta magistral integración de dos tradiciones en una sola explicación. Citamos estos textos porque esclarecen y porque en el contexto de nuestra investigación no pueden ser ignorados.

238 Federhofer, F., “Die Philosophie des Wilhelms v. Ockham in Rahmen seiner Zeit”, en Franz. Stud., t. 12 (1925), pág. 292. Citado por De Andrés, T., 1969: 13-14.

239 Federhofer, F., Op. Cit., 294. En: De Andrés, T., Ibíd.

 


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