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LA SEMIOSIS 
(O ACCIÓN DE LOS SIGNOS)

 


III.2. Las dos acepciones del signo

     Una consideración de la semiótica de Ockham debe evitar el peligro de confundir diferentes tipos de signos ya que él mismo los distinguió cuidadosamente.134 Por un lado, “signo” puede ser tomado en un sentido muy amplio, pero entonces los signos que son términos (hablados, escritos o mentales) no son necesariamente una sub-clase del signo en general, aun cuando pueden ser parcialmente caracterizados por las propiedades del signo en general. Por otro lado, “signo” puede ser tomado en un sentido más específico como signo-de-lenguaje (o, para abreviar como signo-lenguaje), entonces necesita una caracterización más específica (ver acápites siguientes).

     El sentido amplio de “signo”: 
      los signos rememorativos o representativos


     Tratemos de aproximarnos, en primer lugar, al sentido amplio en virtud del cual la significación de “signo” no está confinada al lenguaje.

     De acuerdo a Ockham, un signo en el sentido amplio del término, es cualquier cosa que, cuando es aprehendida, hace que otra cosa diferente de ella misma, que es habitualmente conocida, sea actualmente conocida.135

     Esta definición está indudablemente inspirada en la de san Agustín (cf. nota 12) pero, aún así, notamos inmediatamente que las palabras de Ockham difieren en importantes detalles. De hecho, aun cuando la definición de Ockham es más expan-siva en su enfoque (ya que llama signo a “cualquier cosa que hace conocida otra cosa diferente de sí misma”) añade cierta limitación. De aquí que, por definición, la función del signo no está confinada a hechos sensibles; por el contrario, cualquier cosa, sea una cosa o un signo, sea una realidad material o inmaterial, puede ser un signo en este sentido siempre y cuando sea la causa del conocimiento de algo más. He aquí la relatividad esencial del signo.136

     El humo, por ejemplo, es un signo en este sentido porque puede ser la causa de (re)conocimiento del fuego; o también una palabra, en este sentido, es un signo natural de su causa, a saber, el locutor. Más aún, un barril en un círculo puesto en el frontis de la puerta de la taberna es también “signo” en este sentido ya que puede ser la causa del conocimiento de que allí en la taberna hay vino.

     Boehner añade el ejemplo del humo a los otros dos ejemplos propuestos por Ockham en Summa Logicae, I, 1; pero también formula otro añadido de particular interés para nuestra indagación, ya que si bien no enumera un signo inmaterial entre estos ejemplos, acota que un signo en este sentido puede también ser un concepto, es decir, la cognición de algo que puede evocar a la mente la cognición de la correspondiente palabra, o la cognición de otro concepto. Y en consonancia con sus presupuestos epistemológicos se colige que la aprehensión mencionada en la definición puede ser tanto la sensible como la intelectual pero, en cualquier caso, conduce directamente al intelecto, dando por supuesta la sensible. Ello nos permite concluir que, en la realización misma de la representación, el signo adquiere cierta naturalidad.

     La limitación añadida por Ockham es muy significativa. Desde el momento en que ha sido usualmente malentendida nos vemos forzados a extendernos en ella. Nuestra caracterización previa ha mostrado que “signo” en este sentido siempre significa la cognición de algo que, en sentido amplio, es la causa de la cognición de otra cosa. Luego, implica dos cogniciones que son distintas y dos objetos que son conocidos. Esta es la razón por la que el sentido amplio que venimos tratando puede siempre ser distinguido del signo-lenguaje ya que no todo signo-lenguaje implica dos cogniciones.

     Esta distinción fue hecha más evidente por Ockham cuando afirmó que la segunda cognición, que es causada a partir de la primera cognición de una cosa (que es el signo), es una cognición secundaria o recordativa (“intuitiva imperfecta” o “abstractiva recordativa”); eso quiere decir que la cosa de la segunda cognición, que es tenida a través de la cognición de la primera cosa (el signo), ha sido obtenida previamente, está guardada en la memoria (de aquí que es habitualmente conocida), y es revivida o llamada o actualmente conocida gracias a la cognición del signo.

     Podemos discriminar tres fases:

COSA Y COSA X COSA Y

( habitualmente conocida, es decir, abstraída )

( aprehendida aquí/ahora por cognición intuitiva o abstractiva )

( actualmente conocida, recordada )


     La cosa misma (x) se convierte en signo si conduce actualmente a otra cosa ya conocida (y) por hábito.

     La tesis general de Ockham es que ningún signo en este primer sentido puede darnos la cognición primaria de otra cosa. Todo signo hace recordar algo que uno ya conoce. La primera fase está presupuesta como condición necesaria para que la cosa-signo de la segunda fase (cognición primaria) opere la conexión con la tercera fase que realiza el significado (cognición secundaria).

     Con estos presupuestos se comprende por qué Ockham no contradice la definición agustiniana de signo sino más bien la trasciende incluyéndola. Vemos que, en sentido amplio, signo siempre significa la cognición de algo que es la causa de la cognición de otra cosa. Luego, el sentido en cuestión implica dos cogniciones que son distintas y dos objetos que son conocidos. 

     El signo, como realidad, puede operar mediante un soporte material que “sensorialice” la aprehensión de la cognición primaria o mediante un soporte inmaterial que la “intelectualice”. Aquí detectamos una reversibilidad que no posee, por ejemplo, el signo saussuriano que, como sabemos, aproxima el significante a lo sensorial y el significado a lo no-sensorial. En este sentido, el signo en Ockham, por su carácter formal, es más flexible: la faz significante, propia de la cognición pri-maria, puede ser indistintamente sensible o intelectual, la faz significada, ligada a la cognición secundaria, sí es algo que, necesariamente debe ser aprehendido a modo de notitia intuitiva o abstractiva por el intelecto. 

     Tomemos ahora un caso más impactante: desde que un efecto es el signo natural de su causa, el efecto, también, puede conducir sólo a una cognición secundaria de su causa. Si, por lo tanto, la causa nunca ha sido antes experimentada por la cognición intuitiva, el efecto no puede llevar a la cognición de la causa. Para poner esto más en concreto, si el conocimiento del fuego no es aún poseído habitualmente por el conocedor, la cognición del humo no puede llevarlo a la cognición del fuego. En todo caso, él debe tener siempre el conocimiento habitual del fuego y saber que el fuego produce humo antes que el humo lo pueda conducir a la cognición del fuego.137

Boehner advierte aquí que esta “ilustración” es útil para hacer entendible, no justificable, el shock que es usualmente experimentado por aquellos que entienden a Ockham de manera imprecisa y que expresan su pensamiento también de manera imprecisa. Así pues, todo aquel que no siga con exactitud a Ockham en su terminología invariablemente malinterpretará sus textos y su imagen, como precursor de Hume o como un escéptico, será facilmente construida. En efecto, esta crítica de Boehner recae directamente en la mayor parte de historiadores de la filosofía y de la ciencia, entre otros, Abbagnano, Hirschberger, Jean Jolivet y Crombie.138 

     De todos modos no hay que olvidar que la ruptura detectada en el periodo histórico que nos ocupa es crucial para la generación de la conciencia moderna. El conocimiento deja de identificarse con la realidad, deja de ser su imitación ontológica, pierde su consistencia eidética. El tema de la verdad de nuestro conocimiento parece desplazarse del dominio ontológico al dominio lógico y, por ende, semiótico. Ya no se trata del ser en sí mismo, sino del ser en tanto es sustituido por otra cosa. Entonces: ¿cómo puedo poner algo en lugar de otra cosa para conocer esa otra cosa?, ¿o es que al ya no conocer las cosas sino sus signos estamos destinados a la imposibilidad de acceder a lo real y, por ende, al escepticismo?

     Ahora bien, en relación al sentido amplio de “signo”, Ockham no está hablando estrictamente ni de proposiciones ni de deducciones. Él habla solamente de cognición. Nunca rechazó ni negó la inferencia desde un efecto hacia una causa. No obstante, él había rechazado constantemente la transición de una cognición simple (que no es proposición) a otra cognición simple, si esta otra cognición simple es menos universal que la primera.139

     Esto es explicado mejor considerando un signo en especial: la imagen o el vestigio, puesto que tratando este problema Ockham explica lo que entiende por cognición secundaria en oposición a cognición primaria y precisamente desde entonces vuelve a referirse al tratamiento de la transición de una cognición simple a otra en el Prólogo y en una cuestión de la Ordinatio.140 Ambas, la imagen y el vestigio, más allá de sus diferencias, tienen en común el hecho de que las cosas que son imágenes o vestigios son signos que hacen que otra cosa diferente de ellos sea conocida.141 Por ejemplo, las huellas en el barro brindan a una mente la cognición de un buey. En este caso, tenemos dos distintas cogniciones: la primera es la causa de la segunda. Pero, y aquí está el problema: ¿la primera cognición (de las huellas) causa una cognición primaria del buey por sí misma o esta primera cognición (de las huellas) en conjunción con el intelecto es suficiente para causar por primera vez la cognición simple e incompleja del buey que nunca antes ha sido conocido?

     Antes de contestar esta pregunta, considerando la transición de una cognición a la cognición de algo diferente de ella, el Venerabilis Inceptor introduce algunas distinciones. Una transición tal puede ser de una cognición, bien sea a otra cognición primaria o a otra cognición secundaria. La cognición secundaria es siempre entendida como conocimiento recordativo (o rememorativo); es decir, como conocimiento que ha sido previamente obtenido mediante experiencia inmediata o cognición intuitiva y está abstraído y almacenado en la memoria, y que por lo tanto, cuando está actualmente conocido, es la reminiscencia de una cognición primaria; y por esta razón es llamada cognición secundaria.

     Ahora sí, Ockham admite la transición de una cognición primaria a otra cognición que es un conocimiento no-recordativo (o no-rememorativo), en dos casos: (1) la transición de la cognición de un singular a la cognición de un universal, y (2) en un silogismo, la transición de la cognición de las premisas a la cognición de la conclusión.

     Por eso, la adquisición de la cognición primaria es explícitamente admitida por Ockham en lo relativo a la cognición de universales y de las conclusiones de inferencias. Y en estos casos ninguna experiencia adicional directa e inmediata es necesaria.142 Pero que quede claro que no admite una transición de una cognición primaria a la cognición primaria de otra cosa si esta otra cognición primaria es simple (no compuesta de más de una noción) si es propia (no una noción común a varias cosas), si es in se (no una parte-de), si es incompleja (no una proposición). En tales casos, la inferencia es descartada por definición, y la cognición simple, propia, in se e incompleja declara imposible cualquier otra cognición que no esté directamente basada en un conocimiento intuitivo. De ahí que Ockham no se contradice cuando admite que tenemos conocimiento de Dios mediante un concepto propio compuesto de nociones comunes, aunque no tenemos un conocimiento propio y simple de Dios.

     Si aplicamos esto a nuestro ejemplo, las huellas en el barro nos pueden llevar a la cognición de alguna causa en general, de la que ellas son efecto; por eso se trata de un conocimiento común obtenido por inferencia. Esas huellas no pueden llevarnos al conocimiento propio y simple del buey particular que las ha dejado, si es que no hemos visto a ese buey antes. Consecuentemente, la cognición primaria del buey no puede ser causada por la mera intuición (cognición intuitiva primaria) de las huellas.143 Asimismo, nadie puede obtener el conocimiento primario de una persona a la que nunca ha visto antes por el mero hecho de dar una simple mirada a su imagen. 

     Otro ejemplo es el del mismo Guillermo: si alguien está mirando una estatua de Hércules, al que nunca antes ha visto, esta cognición como tal no lo lleva a la primera cognición de Hércules mismo porque en lo que al observador concierne, puede asemejarse a cualquier persona desconocida.144

Por consiguiente, lo que Ockham quiere hacer ver aquí es el hecho, confirmado por la experiencia imparcial, que de la cognición incompleja, propia y simple de un hecho, nunca puede ser obtenida una cognición incompleja, propia y simple de otro hecho nunca antes experimentado. La transición entre tales cogniciones fue categóricamente negada, pero no la transición mediante operaciones inferenciales de una cognición de individuos a una de universales.145

     De todo esto se sigue que Ockham toma “signo” en este sentido para cualquier cosa que recuerde al conocedor otra cosa; sólo un signo tal “re-presenta”, esto es, presenta de nuevo al conocedor lo que anteriormente conocía, si tomamos “re-presentar” en su sentido estricto.

     A pesar de ciertas reservas de Boehner podemos decir que en este sentido amplio de signo prima el modelo de la inferencia. Aquí reside la semiótica general de Ockham, íntimamente engarzada con las condiciones epistemológicas de la ciencia natural. 

El sentido estricto: 
significación y función de los signos-lenguaje


     Mientras que el término “signo”, tal como acaba de ser explicado, tiene aplicabilidad universal desde el momento en que cualquier cosa puede funcionar como signo en este sentido, en un sentido más restringido, que además no está necesariamente subordinado al anterior, se aplica solamente a aquellos signos que (se) componen (en un) lenguaje. Por lo tanto, debemos llamarlos “signos-lenguaje” o, simplemente, signos lingüísticos. Obviamente, el lenguaje está, desde su origen, referido al habla o a la articulación de palabras. Sin embargo, no siempre tomamos lenguaje en este sentido tan restringido, así pues, al tener que usar el término para el lenguaje escrito o mental o de cualquier otro tipo, hay que proveer al término de ciertas condiciones que satisfagan esta ampliación y hay que hacerlas explícitas. Debe, pues, quedar evidente la diferencia entre signos-lenguaje y signos en general. Hagamos, pues, una caracterización general de los signos-lenguaje.

     Entonces, según este sentido estricto, signo-lenguaje es algo que: (i) trae algo a la mente y puede suponer por esa cosa; (ii) o puede ser añadido a un signo categoremático en una proposición; (iii) o puede estar compuesto de signos categoremáticos y sincategoremáticos (como la proposición). En (ii) y (iii) queda sobreentendido el uso o el hábito orientado a formar sistema con otros signos. Este sentido estricto convierte a la palabra hablada en signo convencional. Si bien es el sentido propio al que se restringe la ciencia lógica no deja de ser relevante, en el encuadre teórico amplio de la filosofía de Ockham, la amplia visión originaria que da cierta naturalidad a la palabra hablada.

     Ockham trata primero del signo en general, casi a la manera de Agustín, aunque dándole una amplitud mayor pues, como sabemos, no lo restringe a lo sensible; y en seguida lo trata específicamente como signo lingüístico haciendo resaltar su carácter suposicional como término de la proposición. En tanto término, el signo lingüístico está llamado a formar proposiciones (en las que, al tener suposición, adquiere a plenitud su función semiótica).

     Por lo pronto, Ockham define aquí los signos en referencia al lenguaje. Por eso el curso lógico a seguir será, primero, explicar qué quiere decir por lenguaje en general, o lenguaje mental, hablado o escrito. Desafortunadamente, Ockham no nos dejó una definición general de lenguaje. No obstante, explicó al menos lo que entendía por oratio como expresión oral y locución. A partir de esto estamos habilitados para intuir de manera indirecta lo que entiende por lenguaje en general. La significación del lenguaje oral, no del escrito, presentará ciertos problemas que serán discutidos más adelante. 

     Un lenguaje oral o hablado (u oratio) es una composición de expresiones verbales o palabras. Las palabras son sonidos que deben colmar las siguientes condiciones: (i) Deben ser voces, esto es, deben ser producidos por el aparato vocal de un ser viviente; por lo tanto, los sonidos de instrumentos, etc., no son considerados voces. (ii) Deben significar algo o deben tener función significativa. Luego, deben al menos ser aptos para hacer saber algo diferente de ellos mismos. (iii) Su significación les es asignada por un acto voluntario del hombre; luego, son signos artificiales y no naturales porque los signos naturales no significan ad placitum, en lo tocante a alguna significación artificialmente asignada o instituida por el hombre.146

     No es nuestro propósito ni nuestra tarea ir a una discusión detallada de los diferentes tipos de palabras usadas en la construcción del lenguaje oral. Ockham también deja mucho de esto a los gramáticos. La oratio, que es el poner juntas las palabras, esto es, los sonidos significativos, puede ser entendida sea en un sentido amplio o en un sentido restringido o estricto.

     En un sentido amplio, cualquier agregación de palabras es llamada oratio. Así entendida, una oratio puede tener o no tener, por ejemplo, un verbo, por lo tanto un mero agregado de nombres y adjetivos será de todos modos una oratio. Similarmente la agregación de un nombre y un adjetivo será una oratio y, por supuesto, la agregación de un nombre y un verbo, etc.

     En un sentido estricto oratio es un orden conforme, conveniente, apropiado de palabras; un arreglo o dispositivo ordenado de palabras, compuesto por un verbo y un nombre o el equivalente de ellos. Lo que es conveniente, apropiado o conforme es establecido por la gramática. Ockham no abunda en ello aunque nosotros podemos leer, en el trayecto que separa a los dos sentidos, el gesto de la institución o imposición de las “instrucciones” que constituyen las lenguas como modelos de competencia a partir de los cuales se juzga la corrección o gramaticalidad de cualquier construcción. 

     Tales arreglos o dispositivos ordenados de palabras, que en castellano podemos poner bajo el rubro común: oraciones, son de varios tipos: pueden ser oraciones imperativas que expresan una orden, oraciones imprecativas que expresan un rezo o deseo, oraciones interrogativas que expresan una pregunta, etc., y oraciones declarativas que expresan un estado de cosas. Las oraciones declarativas son también llamadas proposiciones o enunciaciones. Están caracterizadas por su capacidad para recibir predicados verdaderos o falsos. Mientras que el retórico, el poeta, y desde luego todas las personas en el habla ordinaria hacen uso extensivo de todos los tipos de oración, el lógico está interesado sólo en aquellas oraciones que son verdaderas o falsas. Obviamente, estas distinciones provienen también de Aristóteles y son de uso común durante la Edad Media.147

     Aquí podemos hacer una digresión: la semiótica discursiva, en tanto se ocupa de significaciones en general, sí invade el campo extenso de todos los tipos de oración y en lo relativo a las declarativas se interesa, no por la verdad o falsedad, sino por el hacer-parecer-verdad. No se preocupa tanto por lo veraz como por lo verosímil (cf. nota de 136).

     Pero eso no es todo. Al lógico le interesa el lenguaje en tanto instrumento para el conocimiento de la verdad. La preferencia por la enunciación declarativa delata una toma de distancia, una puesta en objetividad en virtud de la cual no es casual que la mayor parte de ejemplos propuestos por Ockham (en tanto paradigma del lógico medieval) estén construidos en tercera persona. El sujeto de la enunciación borra sus marcas, se cancela para no opacar el reflejo ideal del mundo en el lenguaje, para posibilitar la transparencia en la que el lenguaje está-por el mundo. No es que se destaque la dimensión cognitiva del lenguaje. Más bien se opta por ella como la única que justifica el interés del lógico por el lenguaje. 

     Las otras oraciones (imprecativas, imperativas, interrogativas), aunadas al enfoque de las declarativas como doxa, definen, en el caso del interés poético, retórico (y, por ende, en nuestros días, semiótico) por el lenguaje, algo así como un excedente que corresponde a las dimensiones pragmática y tímica no-dichas por el lógico escolástico. Aquélla por la que se “hacen cosas” con las palabras y ésta por la cual nuestra propioceptividad (afecciones/emociones) queda cargada en las palabras, son dimensiones relegadas al ámbito no intelectual y, por ende, sensible (sensorial, corporal). La proximidad corporal remite ineluctablemente al mundo de la carne: el sujeto del lenguaje ya no persigue la verdad. Ésta queda opacada por los apetitos de su cuerpo. Así es como, al sustraerse a la dignidad intelectual de la declaratoria, corre el riesgo de perderse en los deseos y necesidades de su cuerpo sensible: la verdad se torna objeto de transacción del yo y el tú preocupados por sus cuitas inmediatas, y los hábitos imperativo, imprecativo e interrogativo impregnan al lenguaje (lo acercan al mundo de la ignorancia y, por qué no, del pecado). Da la impresión de que las dimensiones tímica y pragmática, al estar asociadas al uso y ejercicio cotidiano y “cultural” del lenguaje, son expulsadas de la semiosis cognos-citiva, proposicional, mental y natural.

     En todo caso, la reflexión que sigue, por estar ceñida a los alcances estrictamente lógicos de la teoría de la significación ockhamista, se ocupa de las oraciones declarativas o, simplemente, de las proposiciones.

     Puesto que Ockham ha explicado que a las partes de las proposiciones habladas corresponden las partes de las proposiciones mentales, podemos ahora partir de la estructura de las proposiciones orales para averiguar indirectamente lo que entiende por lenguaje mental. El usa como regla directriz el principio de que: todo lo que es necesario en las proposiciones orales para una significación distinta, tiene una parte correspondiente en las proposiciones mentales [Summa logicae I, cap. 3]. De esto deriva la regla aún más definitiva de que: todo lo que cambia la verdad o falsedad de una proposición tiene su parte correspondiente en la proposición mental. Luego, podemos decir que al menos las siguientes partes de las proposiciones orales tienen un equivalente en las proposiciones mentales:

     (1) Nombres, verbos, conjunciones, preposiciones y adverbios tienen sus correspondientes instancias o equivalentes en el lenguaje mental.
     (2) Los accidentes comunes de los nombres, como el caso y el número, tienen, también, sus correspondientes instancias en el lenguaje mental.
     (3) Los accidentes comunes de los verbos como modo, persona, tiempo y número también tienen sus instancias correspondientes en el lenguaje mental.

     Respecto de las otras propiedades gramaticales de las expresiones orales, Ockham en parte rechaza y en parte deja en duda que tengan instancias correspondientes. Se inclina a sostener la opinión de que los participios no tienen instancias correspondientes. Deja en duda si los pronombres tienen sus correspondientes instancias en el lenguaje mental y, asimismo, si los términos abstracto y concreto deben ser también distinguidos en lenguaje mental.148 Boehner no está interesado en una discusión detallada de esta correspondencia. Se conforma con el hecho de que, de acuerdo con Ockham, el lenguaje mental tiene una estructura similar en cierto grado con la del lenguaje hablado por lo que cada elemento estructural que está en el lenguaje mental está también presente en el lenguaje hablado; pero no viceversa. Esto quiere decir que hay una equivalencia pero también una excedencia entre ambos tipos de lenguaje.149

     La disquisición que para Ockham y, por ende, para Boehner es pertinente es la relativa a los signos que tienen instancias correspondientes porque sólo ellos tienen orientación lógica, mientras que los otros son meramente añadidos con el objeto de adornar el lenguaje hablado y escrito.

     Estamos, finalmente, en condiciones de entender la definición de los signos-lenguaje como distintos de los signos en el sentido general del término. Los signos-lenguaje deben cumplir las siguientes condiciones:
     (1) Deben ser signos, esto es, deben hacer que algo más sea conocido o deben ser capaces de hacerlo conocido. Desde luego, comparten esta condición con los signos en general; sin embargo, Ockham omite aquí la primera caracterización en la que los signos llevan solamente a una cognición secundaria basada en el conocimiento habitual derivado de una cognición primaria. Esto no debe ser pasado por alto, ya que muestra cómo Ockham se cuida de no cargar su lógica con dificultades epistemológicas. Aunque es obvio que los signos del lenguaje oral pueden funcionar y usualmente funcionan como los signos en general, esto por cierto no es generalmente verdadero para signos del lenguaje mental. Porque de acuerdo con Ockham estos signos del lenguaje mental son, como veremos luego, intelecciones. Puesto que estos signos-lenguaje mentales son intelecciones o cogniciones, que son obtenidas mediante el conocimiento intuitivo y no a través de especies u otro intermediario, son la cognición directa o primera de un objeto, y de este modo lo hacen conocido o lo significan o lo representan, o son meramente el restablecimiento de una cognición anterior, en la que, de nuevo, el objeto es conocido sin ningún intermediario. Por lo tanto, no hay necesidad para esa doble relación entre la cognición de una cosa que lleva a la cognición de otra cosa. Finalmente queda un problema, es muy difícil entrever cómo ciertos signos-lenguaje como los syncategoremata pueden tener esta doble relación.

     (2) Deben tener función significativa con la esfera del lenguaje; esto es, deben ser capaces de tener esta función, aunque no siempre es necesario que ejerzan actualmente esta función en proposiciones. Tales signos, de nuevo, pueden ser de diferente tipo de acuerdo a su significación definida o no-definida, esto es, pueden ser o términos categoremáticos o términos sincategoremáticos o verbos u otras partes del lenguaje, o pueden ser composiciones de estos diferentes tipos de signos-lenguaje o de proposiciones enteras.150

     Resumiendo, podemos decir que cualquier cosa que pueda ejercer una función significativa en el lenguaje tiene el status de signo lingüístico. Por eso habrá que esclarecer qué se entiende por “función significativa” (Cf. III.7).

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134 De acuerdo al metalenguaje expuesto en el capítulo anterior preferimos hablar de la semiótica de nuestro autor y no sólo de la semántica como propone Boehner. Esto porque nuestra pertinencia histórico-semiótica nos hace ver también las dimensiones sintáctica y pragmática de la proposición –entidad lógica en la que el término supone–. Esta última dimensión concierne a la problemática del uso de los signos. Aquella de la relación de los signos entre sí. Vale la oportunidad para meditar, eso sí, en torno a la semántica como dimensión privilegiada hacia la que se orientan casi todos los esclarecimientos teóricos.

135 “(Signum accipitur) pro omni illo, quod apprehensum aliquid aliud in cognitionem facit venire, quamvis non faciat mentem venire in primam cognitionem eius, sicut alibi est ostensum, sed in actualem post habitualem eiusdem”. Summa Logicae, I, cap.1 (Edit. Boehner I, 9). Referencia tomada de Boehner, Ph., 1958: 202, ((se entiende por signo) cualquier cosa que al ser aprehendida hace venir al conocimiento otra cosa diferente de ella misma actualizándola después de haberla conocido habitualmente, aunque no haga que la mente llegue a su primer conocimiento tal como se presentaba [Traducción de O.Q.]).

136 En efecto, el proyecto de una disciplina que estudia el conjunto de lo existente, descomponiendo en signos una inmensa variedad de objetos y acontecimientos, puede dar, según Eco, la impresión de un “imperialismo” semiótico arrogante (Cf.I.5). En varios lugares de su obra Eco discute este asunto, incluso hay un ensayo titulado “Signos, peces y botones. Apuntes sobre semiótica, filosofía y ciencias humanas” dedicado exclusivamente a discutirlo (1988: 323-357). Del mismo modo, en la introducción a su libro Semiótica y filosofía del lenguaje retoma el problema (1990: 7-15). No obstante, para dar cuenta del debate en sus inicios haremos referencia a una de sus primeras obras.
“Cuando una disciplina define como objeto propio ‘toda clase de cosas’ y, por consiguiente, se considera con derecho a definir mediante sus propios aparatos categoriales el universo entero, el riesgo es grave indudablemente [...]. La semiótica se ocupa de cualquier cosa que pueda considerarse como signo. Signo es cualquier cosa que pueda considerarse como substituto significante de cualquier otra cosa. Esa cualquier otra cosa no debe necesariamente existir ni subsistir de hecho en el momento en que el signo la represente. En ese sentido, la semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir.
Si una cosa no puede usarse para mentir, en ese caso tampoco puede usarse para decir la verdad: en realidad, no puede usarse para decir nada.
La definición de ‘teoría de la mentira’ podría representar un programa satisfactorio para una semiótica general” Eco, U., 1978: 30-31. Lo interesante es notar que muchos filósofos, entre ellos Ockham, se habían percatado de este alcance general de la consideración semiótica. Lo aparentemente paradójico es que, en el medioevo, la teoría de la significación aparece y se desarrolla como exigencia de la teoría de la verdad. Pero el programa de Eco (y de la semiótica discursiva) invierte la exigencia. La semiótica discursiva como ‘teoría de la mentira’ se aleja de la dimensión veritativo-condicional y se aproxima al problema de lo verosímil. Basta que podamos usar “algo” para mentir para que ese “algo” tenga el estatuto de signo. Si lo uso para decir la verdad es porque también puedo usarlo para mentir. En efecto, la significación desborda a la verdad lógica. El hecho semiótico es el mismo más allá de si lo enunciado es verdadero o falso.

137 No obstante, en la línea de la reflexión realizada en la nota anterior, Eco observa que “si interpretamos de modo correcto la primera y más completa teoría del signo que se haya formulado nunca (es decir, la de los estoicos), nos damos cuenta de que cualquier cosa puede asumirse como signo de cualquier otra, siempre que se trate de un antecedente que revela un consecuente (donde antecedente y consecuente tienen el valor que reciben en la relación lógica de implicación: no se trata de una relación cronológica, ya que, –como en el caso del humo y del fuego– el consecuente puede muy bien ser la causa más o menos cronológicamente remota del antecedente)”. Eco entiende, entonces, que es necesario que el antecedente esté potencialmente presente y perceptible para que sea signo del consecuente que, como contra-parte, debe estar necesariamente ausente. Esa ausencia cobra dos formas: una necesaria para la existencia del signo como tal (es decir, que el consecuente debe estar fuera del radio de percepción del intérprete) y otra opcional, “en el sentido de que el consecuente, como causa remota, puede no subsistir ya materialmente en el momento en que interpreto el signo (véanse las huellas, las improntas, incluso de animales prehistóricos). 
Por consiguiente, el antecedente puede producirse, aun cuando el consecuente no subsista ni haya subsistido nunca. Puedo producir humo con medios químicos para hacer creer que ha habido fuego. El humo sirve también para mentir sobre los estados del mundo. 
El signo puede usarse para mentir porque el antecedente no necesita a su consecuente como su causa ni necesaria ni eficiente. Se presume que sea el antecedente causable por el consecuente, pero no necesariamente está causado por él” Eco, U., 1988: 26. Hay que observar que el humo como espécimen material no es signo. Recordemos que el signo estoico es un incorporal, es la relación de implicación entre dos proposiciones (“si hay humo, entonces hay fuego”) traducible como ley (“todas las veces que hay humo, debemos suponer que hay fuego”). Así pues, la relación semiótica es una ley que pone en correlación un antecedente tipo con un consecuente tipo. El signo no resulta del hecho de que este humo me remita a ese fuego: la clase general de los especímenes (u ocurrencias) definibles como humo remite a la clase general de los especímenes (u ocurrencias) definibles como fuego. La relación se da entre tipos y no entre especímenes. Esta formulación no invalida la exigencia ockhamista de una experiencia previa o de un conocimiento habitual que garantice al signo. Sólo habría que agregar que dicho conocimiento habitual abstraído tiende a generalizarse o a universalizarse y a legislar intelectualmente la realidad; es decir, a establecer relaciones-tipo independientes de los vehículos sensibles que, en tanto ocurrencias materiales, verifican o contradicen esas leyes-tipo.

138 La crítica que el empirismo inglés de Locke y Hume ha hecho de los conceptos de sustancia y causa, encuentra aquí un precedente que anticipa no sólo su letra sino su espíritu”. Abbagnano, N., 1978: 542. En la misma línea, aunque con una apreciación algo más minuciosa, Hirschberger señala que: “Todo saber viene ahora de la percepción sensible y, si bien las categorías de sustancia y cualidad son algo más que meras representaciones, se reducen con todo a tentativas y tanteos, mientras que las demás categorías son sencillamente subjetivas. Con esto preparó Ockham el terreno al subjetivismo moderno. Su doctrina influyó en Gabriel Biel, Gregorio de Rímini y Francisco Suárez hasta Leibniz, en el cual el tiempo y el espacio vienen a ser un orden subjetivo, mientras que en Kant las categorías no son más que principios subjetivos de orden”. Hirschberger, J., 1983: 149.
En lo relativo a la causalidad, Jolivet hace algunas precisiones que lo conducen a la comparación con Hume: “Decir que un objeto es causa de otro es decir que la presencia del segundo sigue a la del primero: pura constatación empírica y que no recae sobre una relación real, ya que tales relaciones no existen. No hay nada que se deba buscar fuera de las cosas una de las cuales es llamada causa y la otra efecto; y, por otra parte, ‘el orden y la dependencia’ que se da entre ellas no pueden ser previstos en modo alguno antes de la experiencia [...] Fórmulas que podrían ser aprobadas por Hume, como sin duda se habrá observado.” Jolivet, J., 1969: 308.
Luego de desplegar una explicación en torno a lo que es el ataque a la causalidad en Ockham, Crombie dice que: “Un grado mayor de empirismo filosófico, y que no volvería a alcanzarse hasta la obra de David Hume, en el siglo XVIII, fue logrado por un francés contemporáneo de Ockham, Nicolás de Autrecourt [...]. Éste dudó absolutamente de la posibilidad de conocer la existencia de sustancia o de relaciones causales. Al igual que Ockham, limitando la certeza evidente a lo que era conocido a través de la ‘experiencia intuitiva’ y a través de las impli-caciones lógicamente necesarias [...]” Crombie, A. C., 1983: 38. Pero donde llega a la más antonomásica comparación es en la parte en que reflexiona sobre la filosofía de la ciencia y el concepto de naturaleza: “Hume, el Ockham del siglo XVIII, fue todavía más allá de Berkeley, al pretender que la Ciencia era irracional y que la explicación era imposible estrictamente hablando. Puesto que los datos empíricos no aportaban su propia explicación o daban fundamento para creer en la causalidad, y puesto que él no podía ver otros fundamentos, concluyó que no había nada de objetivo en la necesidad causal más allá de la concomitancia y secuencia regulares.” Crombie, A. C.: Op. Cit., 289. 
En fin, es asombrosa la recurrencia de comparaciones que asimilan a Ockham con el empirismo inglés de siglos posteriores. Si bien el influjo de Ockham sobre estos pensadores modernos es casi irrefutable no hay que perder de vista el hecho de que Ockham construye un pensamiento empírico más no “empiricista” como apunta Boehner: “Ockham philosophy is empirical, but he is not empiricist. He is an empirical thinker, because he is a Christian firmly believing in the contingency of this created world of ours.” Boehner, Ph., “Introduction”, en: Ockham, 1957: xviii-xix.


139 Entonces, pues, las secuencias regulares de fenómenos no son otra cosa que secuencias de hecho. La función primaria de la ciencia es establecer estas secuencias por observación. Ockham planteará la imposibilidad de tener certeza de una conexión causal concreta porque la experiencia es la que proporciona conocimiento evidente sólo de los objetos o fenómenos individuales y nunca de la relación entre ellos como causa y efecto. Esto, en el lenguaje lógico ya expuesto, se puede interpretar afirmando que el conocimiento no-complejo de una cosa no contiene el conocimiento no-complejo de otra. Por muy perfecto que sea el conocimiento de una cosa, jamás se podrá formular un pensamiento simple y propio de otra que antes no hubiera sido captada por el sentido o por el intelecto.
En relación a la causalidad “el orden y la dependencia que se da entre ellas no pueden ser previstos antes de la experiencia. No podemos descubrir que A es la causa de B, o que D es un efecto de C por un razonamiento a priori sino por la experiencia” Ver Copleston, 1971: 78-82. No obstante, Ockham se preocupó por establecer reglas para determinar relaciones causales en casos concretos; partiendo de la confirmación de que cada observación correctamente realizada nos proporciona la experiencia de un caso singular (experimentum de singulari). En este afán de concreción desarrolló el concepto de “causa inmediata”: “esto es suficiente para que algo sea una causa inmediata, a saber, que cuando ella está presente, se siga el efecto, y cuando no está presente, siendo iguales todas las otras condiciones y disposiciones, el efecto no se siga” Crombie, A. C., 1983: 37. De este modo se plantea lo siguiente: “Supongamos esto como principio primero: todas las hierbas de tal y tal especie curan a un enfermo de fiebre. Esto no puede demostrarse por silogismo a partir de una proposición mejor conocida, sino que es conocido por conocimiento intuitivo y después de muchos casos. Porque ya que se observó que después de comer tales hierbas el enfermo curó, y se eliminó todas las otras causas de su curación, se sabía con certeza que esta hierba era la causa de la curación, y se tenía entonces un conocimiento experimental de una relación particular”. Ibíd.
Así pues, para completar exitosamente esta inducción hay que saber que todos los individuos (hierbas) de igual naturaleza son adecuados para producir los mismos efectos sobre un paciente de igual naturaleza y disposición. Las hierbas en cuestión devienen signos de recuperación de la salud.
Una “necesidad de naturaleza” garantiza el valor de la inferencia en tanto y en cuanto todos los agentes de la misma especie tienen idénticos efectos. En este ejemplo se observa que –al menos de derecho–, una única observación correctamente realizada faculta a enunciar una ley válida para toda la especie a la que el agente estudiado pertenece. Claro que –de hecho–, y en muchos otros casos, es necesario proceder a varias experiencias ya que no se descarta que un mismo efecto pueda tener causas específicamente diferentes.
Entonces, pues, a menos que la segunda cognición simple sea más universal que la primera, hay que rechazar el paso de una cognición simple a otra.

140 Q.5a d.3 q.9; en Boehner, Ph., 1958: 204.

141 En un análisis completo de las especificidades de estos dos tipos de signo De Andrés recoge el planteamiento de Boehner y concluye que el nivel de la significación representativa implica un doble conocimiento: el del signo (“vestigium” o “imago”) y el de la cosa significada, es decir re-presentada en el sentido más estricto de la palabra. A consecuencia de esto, el signo representativo produce un nuevo conocimiento: pero no lo produce de nuevo, sino que “tantum facit in recordationem venire”. Precisamente por ello es representativo. De Andrés, T., 1969: 80-89.


142 Ordinatio, d.3, q.9, cit. por Boehner, Ph., 1958: 205.

143 Aunque hay un pasaje de El Nombre de la Rosa en el que la abducción, esto es, un conjunto de reglas universalizadas por hipótesis de las que se infieren determinados resultados que permiten reconstruir una ocurrencia (o un caso), lleva a Guillermo de Baskerville a “adivinar” no sólo los rasgos de un caballo que se había escapado de la Abadía sino hasta su nombre. Eco, U., 1985: 30-34.

144 En Quaest. in II Sent., qq. 12-13 Ockham afirma que las especies sólo pueden ser un signo que nos recuerda algo que ya conocíamos previa y singularmente. Eco traduce este pasaje y explica la perplejidad que le causa: “Así mismo, lo representado debe ser conocido antes; de otro modo, lo que lo representa nunca conduciría al conocimiento de lo representado como algo semejante. Ejemplo: una estatua de Hércules nunca me conduciría al conocimiento de Hércules si antes no hubiera visto a Hércules, pues de otro modo nunca podría yo saber si la estatua es semejante a Hércules o no. Pero según aquellos que proponen las especies, la especie es algo anterior a cualquier acto de entender el objeto, luego la especie no puede ser puesta como representación del objeto”. Observa Eco que: “este texto presume como algo comúnmente aceptado que no podemos imaginar a partir de un icono un individuo que no conozcamos de antemano. Tal cosa parece contraria a nuestra experiencia, pues la gente no sólo utiliza fotografías, sino también pinturas y dibujos para representar las características de personas, animales y cosas que escapan a su experiencia directa. Durante largo tiempo me esforcé por interpretar este argumento en términos de historia cultural como un caso de relativismo estético: aun cuando vivió en el siglo XIV, Ockham estaba habituado principalmente a la iconografía de los períodos románico y gótico temprano, en los cuales las estatuas no figuraban de manera realista a los individuos sino que representaban tipos universales. Sin duda al contemplar el portal de Moissac o de Chartres, reconocemos el Santo, el Profeta, el Ser Humano, más bien que un individuo en particular. Ockham no estaba familiarizado con el estilo realista de las esculturas latinas ni con el arte del retrato de los siglos posteriores.
No obstante, habría una explicación epistemológica que da cuenta de tan incómoda afirmación. Si el signo real de las cosas individuales es el concepto, y la expresión física, sea ésta una palabra o una imagen, es sólo un síntoma de la imagen interior, cuando se prescinde entonces del conocimiento intuitivo de un objeto, las expresiones físicas no pueden “significar” nada. Las palabras o imágenes no crean ni suscitan algo en la mente del oyente (como sucedía en la semiótica agustiniana) si no se encuentra con anterioridad en la mente el único signo posible de la realidad experimentada, esto es, el signo mental. Sin un signo interior semejante, la expresión externa resulta ser el síntoma de un “pensamiento vacío”. La inversión del triángulo semántico que era para Bacon el término final de un largo debate, es para Ockham un punto de partida indiscutible” Eco, U., 1994: 40-42. Más allá de la hipótesis del relativismo estético nos interesa tomar la explicación epistemológica. Por la cognición intuitiva hay un concepto-signo de las cosas individuales que se produce naturalmente. De este modo, el concepto-signo que vamos a pasar a estudiar, es natural como las imágenes y vestigios (aunque no representativo) pero es también lingüístico como las palabras. Opera como condición habitual para que las palabras puedan significar actualmente a las cosas.

145 No obstante, cada cognición considerada nos aventura al estudio del concepto-signo natural, mental y universalizable. Acto mismo del intelecto.  

146 Cabe decir que esta caracterización de la “palabra” está tomada por Boehner de la explicación que hace Ockham de la definición aristotélica de “nombre”: Expositio super Perihermeneias c. 1. Boehner, Ph., 1958: 210.


147 Ockham las recoge en su Expositio super Perihermeneias, cap. 4. Boehner, Ph., 1958: 211.

148 En cuanto a los participios, no parece que la necesidad de la significación requiera una forma como el participio, la cual, junto con la forma adecuada del verbo “ser”, corresponderá siempre a una forma determinada del verbo original. En cuanto a los pronombres, siempre pueden sustituirse por el nombre al que reemplacen. De todos modos, el carácter exacto de la subordinación de los lenguajes oral y escrito al mental es algo que Ockham parece haber dejado oscuro, a pesar de los esfuerzos de De Andrés para aclararlo. De Andrés, T., 1969: 144 y ss.

149 Nosotros si nos hemos preocupado de explorar más en detalle estas correspondencias puesto que en ellas reside uno de los puntos centrales de nuestro seguimiento histórico-semiótico: los Modistae, grupo de gramáticos del siglo XIII que recibieron ese nombre por escribir tratados titulados De modis significandi, postulaban que la lengua es una estructura que está en cierta forma “garantizada” por la estructura del ser (modi essendi) y por la de la mente (modi intelligendi). A partir de un trabajo crítico de J. Jolivet hemos “triangulado” contrastes entre Abelardo, los Modistae en cuestión y los llamados nominalistas del XIV comandados por el Doctor Invincibilis (cf. II.2.4.) y hemos calibrado la navaja de Ockham en toda su pertinencia estrictamente filosófica.

150 Summa Logicae I,1.


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