titul-ockham.gif (11280 bytes)


PERTINENCIA DE LA INVESTIGACIÓN




I.3. La presunta "prole" del nominalismo

     No se trata aquí de ahondar en la sugestiva propuesta que da a un proceso de fundación la forma de un tejido extremadamente complejo de conjuntos discursivos múltiples, es decir, de una red intertextual que se despliega sobre un periodo temporal dado. De lo que se trata, en realidad, es de seguirle la pista a un proceso que, aparentemente originado en los textos de Pedro Abelardo, se genera y enhebra poco a poco dando sustento a determinadas formas del subjetivismo moderno que parecen culminar en los textos de Charles Sanders Peirce con lo que he denominado la semiotización de la filosofía. Para Peirce no solamente no podemos pensar sin signos sino que estamos y somos en los signos.23 Se trata, desde luego, de una mera hipótesis de trabajo. La historia que recoja lo que realmente ocurrió en el transcurso de los siete siglos que separan a Abelardo de Peirce está, largamente, más allá de las posibilidades de un solo estudioso y, por ende, de un trabajo de pretensiones declaradamente monográficas como el que aquí iniciamos. 

     Sin embargo, a la luz de la pretendida crisis del realismo medieval consumada en Ockham, podemos preguntarnos ¿qué rol cumplen sus postulados sobre el signo en este proceso? Si bien no podremos dar una respuesta cabal sí estaremos en condiciones de esbozar, al menos, pistas generales para quienes estamos metidos en la preocupación semiótica.

El mismo Peirce constata que: 

“en la actualidad la filosofía realista del siglo pasado ha perdido toda su popularidad, salvo entre las mentes más conservadoras. Y la ciencia, así como la filosofía, es nominalista”.

Alude a un conjunto de teorías que

“se caracterizan por explicar fenómenos familiares, aparentemente de una clase particular, extendiendo el funcionamiento de principios mecánicos simples, lo cual corresponde al nominalismo”.24      

Aun así, en caso de que no se pueda detectar a simple vista el carácter nominalista de estas doctrinas

“por lo menos se admitirá que llevan consigo las hijas del nominalismo: el sensacionalismo (sic), el fenomenalismo, el individualismo y el materialismo”.25  

   
Con estas “hijas” cabe preguntarse si no tiene acaso vigencia una reconsideración de las complejas condiciones originales de producción de las tesis estandarizadas como “nominalismo”. Más aún, considerando la poca afinidad y el poco, casi nulo, interés que la doxa científica manifiesta actualmente por la filosofía medieval.

     Urban no puede ser más explícito cuando detecta la continuidad contemporánea de un proceso semejante y la llama “neonominalismo”. A criterio de este autor, y en una postura que parece haber tenido bastante influencia, tanto la concepción puramente naturalista del lenguaje como la creciente elaboración de símbolos técnicos no idiomáticos en el ámbito del lenguaje científico, se han configurado como dos movimientos que, unidos, forman un neonominalismo que, 

“a diferencia del viejo nominalismo, tanto el del pensamiento medieval como el del empirismo sensualista, tiene características especiales perfectamente claras. En sus formas antiguas, el nominalismo negaba la realidad de los universales; el neonominalismo es radical y niega también la realidad de los individuos. En sus formas más extremas, niega realidad a todo lo que no sea fluir de las sensaciones y viene a desembocar en un panficcionismo, según el cual el solo hecho de nombrar una cosa es hacer de ella una ficción. Este neonominalismo, en sus variadas formas y en sus ramificaciones más lejanas, es el que ha hecho del problema del lenguaje el central en el pensamiento filosófico de nuestros días”.26

  

A final de cuentas, luego de tantas imputaciones, no podemos menos que asombrarnos ante la tormenta desatada por una teología que sólo postulaba un creador más simple y una creación aparentemente contingente. El asombro inicial se atenúa si calibramos el pensamiento de Ockham como una permanente ruptura de fronteras: en su apasionada búsqueda de Dios derriba los obstáculos del mundo medieval recordando pertinazmente que “todo puede ser de otro modo”. Entonces las “hijas” atribuidas por Peirce tienden a coincidir en lo central con el “hijo” descrito por Urban. No es este el lugar para discutir el cúmulo de presupuestos de estos análisis. Nos interesa destacar el contexto polémico que mantiene vivas y en tensión las preguntas medievales que hicieron “girar” la mirada de la realidad a la significación.

     Peirce reconoce que si el impulso realista y el nominalista quedasen neutralizados perderíamos una gran motivación intelectual. De la dimensión epistémica vira a la ético-política: 

“aunque la cuestión del realismo y el nominalismo hunde sus raíces en los tecnicismos de la lógica, sus ramas llegan hasta nuestra vida. La cuestión de saber si el genus homo tiene alguna existencia, salvo como individuos, equivale a saber si existe algo de alguna mayor dignidad, validez e importancia que la felicidad individual, las aspiraciones individuales y la vida individual. Establecer si los hombres tienen realmente algo en común, de tal modo que se deba considerar la comunidad como un fin en sí mismo y, en tal caso, cual es el valor relativo de los dos factores, constituye la cuestión práctica más fundamental en relación con toda institución pública en cuya constitución tengamos el poder de influir”.27

     En consonancia con lo planteado, el llamado “nominalismo científico” de los tiempos modernos evacua las nociones de “verdad” o de “conocimiento” de lo real en provecho de la eficacia, del resultado empírico. Y es que el llamado “nominalismo medieval” había separado el plano ontológico (en el que sólo hay individuos singulares) del plano lógico en el que sólo hay términos en proposiciones. No es posible pronunciarse ya sobre el ser o la esencia de las cosas, solamente sobre las denominaciones de las que estas son objeto. Estas denominaciones no son otra cosa que términos. La cosa singular, numéricamente una, no es ni puede ser signo que pertenezca en común a varias cosas. Por vía negativa, la cosa singular, el individuo ontológico, se define como todo aquello que no es (ni puede ser) signo común. Es el términus-conceptus, correlato de la cosa habitualmente conocida, el que sí aparece como signo. Pero como signo natural. Es decir, como signo que aparece en el alma independientemente de la voluntad del sujeto y determinado por la realidad contingente cuya esencia, si existe, es esquiva.

     En dicho contexto, la justificación específica de un trabajo como éste reside en la necesidad de analizar las condiciones de aparición histórica de una concepción teórica, vigente aún, que postula la autonomía de los sistemas de significación en relación al mundo real. 

     De todos modos queda pendiente, como tema polémico a ser estudiado, el asunto de los vínculos entre ese plano natural en el que la cognición intuitiva causa de modo natural un concepto-signo que está por la cosa y el plano convencional en el que se producen palabras orales y escritas que también son signos pero esta vez sujetos a la voluntad de los hablantes e intérpretes. Todo parece indicar que en las tesis de Ockham, y aquí el influjo de Abelardo y de Roger Bacon es patente, se quiebra esa subordinación de las palabras a los conceptos. Tanto éstos como aquéllas significan a las cosas. Lo que sucede es que los conceptos lo hacen de modo natural y simple (es decir sin multiplicar entidades), mientras que las palabras desmultiplican sinonimias y aditamentos retóricos que conciernen a los estudios de la gramática. ¿Cómo se amalgaman, pues, la semiosis natural del concepto-signo y la semiosis convencional de las palabras habladas y escritas? 

     A partir de lo anterior, ¿cómo influye el rechazo de todo esencialismo en la transición de lo natural a la institución?; y en la dimensión del concepto-signo natural, ¿por qué éste es equiparado sucesivamente a la intención, a la pasión y al intelecto como constituyendo la misma entidad de razón? El programa de respuesta a estas preguntas es ya de por sí lo suficientemente delicado y complejo como para ameritar una investigación. Adelantando un criterio básico hay que decir que una clave nada desdeñable para organizar nuestras respuestas reside en la teoría de la suposición de nuestro autor y, muy en particular, de la suposición personal.

     En un plano epistemológico cabe preguntar entonces ¿qué acerca a Ockham a la semiótica?, o ¿por qué la semiótica contemporánea debe acercarse a un autor como éste? Y otra clave de respuesta puede entresacarse de la exposición precedente: el hecho de asumir decididamente una pertinencia lógica del lenguaje; esto es, el hecho de emplear la distinción entre términos singulares y generales para esclarecer la distinción entre universal e individuo, no sólo desplaza la atención del campo metafísico al campo lógico sino que, en adelante, hará depender esta última distinción de la significación. La suposición auténticamente significativa será la personal. Allí reside la intención como algo en el alma apto para significar. El universal, en tanto intención de intención se vinculará con la suposición simple. De alguna manera se están dando los primeros pasos en un proceso de semiotización del conocimiento que hoy por hoy hace que muchos admitan sin lugar a dudas que el problema central de la praxis filosófica es el lenguaje.

     Este breve recorrido que opera como justificación prospectiva de nuestro trabajo, deja muchos cabos sueltos. No obstante, sirve aquí sólo para contextualizar las posibles consecuencias de una problemática vigente iniciada quizás con Abelardo y potenciada decisivamente por Ockham.

________________________________________________

23 Peirce, Ch., “Algunas consecuencias de las cuatro incapacidades”; en: 1987: 58-87.

24 Peirce, Ch., “Revisión crítica del idealismo de Berkeley”; en: 1987: 99.

25 Peirce, Ch., Op. Cit., 1987: 100.

26 Urban, W.M., 1979: 24. En efecto, al reflexionar sobre los momentos críticos en los que se ha marcado la preocupación por el lenguaje, Urban pone de relieve como segundo hito a “la última parte de la escolástica medieval”. En estos términos, “el nominalismo del último periodo medieval y del Renacimiento representa una verdadera crisis en la cultura, crisis que tiene el mismo carácter general del periodo de los sofistas” y que se asemeja también a nuestro presente haciendo la salvedad de que nos afectan “dos circunstancias típicamente modernas” que dan especificidad al proceso en nuestro siglo: “la primera de ellas es la concepción puramente naturalista del lenguaje consiguiente a la aplicación de los principios darwinianos a todas las formas culturales. El paso de Hegel a Darwin que cambió el curso de los estudios del siglo XIX, desembocó en una tendencia no sólo a explicar, sino también a valorar el lenguaje en términos puramente biológicos y naturalistas (...). La segunda procede de las ciencias físicas: la creciente elaboración de los símbolos técnicos, no idiomáticos, de la ciencia; la divergencia cada vez mayor entre estos símbolos y el lenguaje natural y la dificultad cada vez mayor, también, de comunicar su sentido por medio del lenguaje común” (Urban, W.M., 1979: 16, 22-23).

27 Peirce, Ch., Op. Cit., 1987: 101.

 


back.gif (71 bytes) Regresar

home2.gif (2108 bytes)