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PERTINENCIA DE LA INVESTIGACIÓN



I.2. Del plan de una novela al plan de una ensayo

     El presente trabajo es un ensayo de interpretación de la doctrina de Ockham del concepto como signo natural. Está basado en la convicción de que resulta posible y necesaria una aproximación histórico-semiótica a dicha cuestión. Se trata, pues, de una interpretación y, por ende, de una búsqueda de los supuestos y de los fundamentos de una doctrina.

     Pero, ¿por qué Ockham? Debo confesar que el punto de partida está inextricablemente unido a la admiración por ese gesto de simplificación, por ese imperativo moral de economía que parece orientar la formulación teológica de su filosofía y en particular de su teoría semiótica del conocimiento. La exactitud con la que el concepto de signo encaja en sus explicaciones gnoseológicas hace pensar en dicho concepto como pivote de la actitud simplificadora. Entonces, ampliando la pregunta: ¿por qué nos interesa situarnos desde algunos textos o, más bien, con arreglo a algunos textos de Ockham?

     En general, nos aproximamos al siglo XIV tentados por el inicio de una etapa de cuestionamiento marcada por cierta crisis de modelos o, con el término consagrado por Kuhn, de paradigmas, que prosigue y culmina en el XV y que, en muchos sentidos se asemeja a nuestra llamada logósfera posmoderna de desencanto.18 Así:

     a) En lo teológico: Un Dios de Voluntad/Poder entra en confrontación con un Dios de Inteligencia/Saber. 
     b) En lo metafísico: Una metafísica del individuo contingente trata de desplazar a una metafísica de la “specie” necesaria.
     c) En lo epistemológico: Un conocimiento fundado en el concepto-signo que supone por la cosa trata de desplazar a un conocimiento basado en la “specie” inherente al acto cognitivo. El modelo del sujeto que conocía por speculum, esto es, por especulación ascendente o descendente en jerarquías necesarias de species está a punto de ser sustituido por el sujeto de conocimiento en tanto detective en el laberinto de un universo pleno de contingencias. 
     d) En lo lingüístico: La esfera gramátical, en tanto residuo, es separada de la esfera lógica. No tiene rol alguno en la problemática gnoseológica.

     Ese movimiento de simplificación, de osada reducción de una compleja metafísica a un modelo práctico, está condensado por antonomasia en el significante /Ockham/. No obstante, Umberto Eco, lector de Peirce por antonomasia, en El Nombre de la Rosa sustituye a este significante por otro: /Guillermo de Baskerville/ y, en tanto demiurgo, justifica esta opción en sus Apostillas a dicha obra. Allí medita sobre la novela como hecho cosmológico y confiesa: 
  
“Si debía escribir una historia medieval, hubiese tenido que situarla en el siglo XIII, o en el XII, que conocía mejor que el XIV. Pero necesitaba un detective, a ser posible inglés [cita intertextual], dotado de un gran sentido de la observación y una sensibilidad especial para la interpretación de los indicios. Cualidades que sólo se encontraban dentro del ámbito franciscano, y con posterioridad a Roger Bacon; además, sólo en los occamistas encontramos una teoría desarrollada de los signos; mejor dicho, ya existía antes, pero entonces la interpretación de los signos era de tipo simbólico o bien se tendía a leer en ellos la presencia de las ideas y los universales. Sólo en Bacon y en Occam los signos se usan para abordar el conocimiento de los individuos. Por tanto, debía situar la historia en el siglo XIV aunque me incordiase, porque me costaba moverme en esa época. De allí nuevas lecturas, y el descubrimiento de que un franciscano del siglo XIV, aunque fuese inglés, no podía ignorar la querella sobre la pobreza, sobre todo si era amigo o seguidor o conocido de Occam. (Dicho sea de paso, al principio decidí que el detective fuese el propio Occam, pero después renuncié, porque la persona del Venerabilis Inceptor me inspira antipatía)” 19.
 
     Comencemos por el final de la cita: no es casual que el héroe de El Nombre de la Rosa sea un detective maestro de la inferencia que Peirce denominaba abducción. A pesar de su declarada antipatía, Eco no se resistió a bautizar a este héroe-detective, lector de los indicios puestos en el mundo por la insondable voluntad divina y, por ende, de las huellas de las peripecias humanas, con el nombre de Guillermo. Por los presupuestos teóricos ya trabajados, no resulta tan antojadizo formular una novela policial en el siglo XIV; entre líneas hay cierta alegoría: el protagonista resulta paradigmático del “nuevo científico”. Así como el Dios Arquitecto o Relojero conoce el mundo haciéndolo, así también el investigador afina su sentido de observación, su sensibilidad para interpretar indicios conocidos por experiencia y, de este modo, se convierte en maestro de la explicación causal-lineal. Recordemos que, a partir de la “navaja” del Venerabilis Inceptor lo decisivo en la explicación de la naturaleza es la causa eficiente: saber en qué condiciones se producen los fenómenos para saber cómo serán después.

     En segundo lugar, si bien no es nuestro objetivo profundizar en la postura de Roger Bacon (quien no niega que las especies puedan ser signos de cosas, pero lo serían a modo de iconos; es decir, signos naturales no ordenados por el alma) sí es justo e importante situarlo como precursor de la renovación de la teoría de la significación.20  

En tercer lugar, independientemente de las intuiciones del novelista, interesa constatar que, en efecto, en Ockham se concreta la crisis de la specie como fundamento del conocimiento universal (o del universal) y, también, la sustitución de la species por el signum, o, más exactamente, por el concepto-signo natural en cuyo ámbito se consuma el conocimiento de los individuos.21

     Rastrear este proceso, hurgar en su discursividad, supone, como hemos visto y veremos, remontarse hasta la semilla lógico-semiótica plantada por Pedro Abelardo en el siglo XII. Insistimos también en lo provechoso que resulta desde nuestra pertinencia el hecho de establecer algunos contrastes de la doctrina ockhamista con la teoría gramática de los modi significandi. Y es que, a final de cuentas, el fenómeno histórico de producción de conocimientos (en este caso de conocimientos sobre el conocimiento) no tiene la unidad de un acontecimiento singular; es un proceso. No tiene tampoco la unidad de un acto cuyo origen sería un agente humano personalizado y, menos aún, la unidad de un lugar ni de un espacio, por lo tanto es absurdo e inútil buscarlo en “alguna parte”. En este sentido, Verón argumentaba que nos hace falta elaborar una teoría de las fundaciones como procesos sin fundador:

“no existe complejo de Edipo para la práctica de producción de los conocimientos o, más bien: la idea del (o de los) fundador(es) es, tal vez, para el funcionamiento de esta producción, una ilusión necesaria”22.

     Muchas veces los autores, por una inversión de valores, hacen comparecer a la historia ante su convocatoria, y no es la historia quien cita al autor. Lo que queremos señalar es que desde el momento en que se estudia con cierta consistencia la producción textual de una formación sociohistórica, el individuo retrocede, es casi un pretexto. En nuestro caso, Ockham no es otra cosa que un punto de partida (o de llegada) polémico. Un cristalizador. No estamos tanto tras un individuo bio-gráfico o empírico, sino tras el sujeto de la enunciación de algunos textos que permiten establecer una teoría coherente (representativa de un nuevo modo de pensar). Por otro lado, recogiendo una reflexión de Gilson, en el contexto de los millones de años atribuidos al hombre, el brevísimo lapso de seis siglos que media entre nosotros y estos textos nos invita a creer que en nuestro objeto no han habido cambios relevantes

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18 La teoría de los paradigmas acerca de la historia de la ciencia que Thomas Kuhn propone constituye, por muchas razones, un ejemplo especialmente instructivo de las convergencias y divergencias en los procesos de interpretación de los filósofos. Apel muestra que el concepto de paradigma como un concepto central y rico de matices introducido por Kuhn con una doble función, como condición positiva de la posibilidad del progreso científico y como condición de la interpretación relativista de éste, puede ser aclarado por el establecimiento de algunas perspectivas filosóficas (Apel, K.O., “¿Autocrítica o autoeliminación de la filosofía”; en: Vattimo, G., 1994: 61). Nosotros tomamos el término “paradigma” poniendo énfasis en las características de discontinuidad y revolución aunque respecto de esto, puede ser discutible si se trata a mediados del siglo XIV de una crisis de paradigmas según la acepción de Kuhn. Más que adentrarnos en una discusión de ese tipo (ya que es difícil poner en tela de juicio la vigencia de un complejo paradigma producto de la sutil amalgama de Aristóteles, Boecio y Agustín), lo que nos interesa es seguirle la pista al proceso gnoseológico, enmarcado por el colapso del realismo medieval, en virtud del cual el concepto-signo sustituye a la especie inteligible (formulada como acto por el que se conoce la cosa misma). Contra la tesis de que la forma abstraída por el entendimiento es una forma real (cual principio ontológico) virtualmente presente en la cosa individual, Ockham postula que el fundamento último de todo conocimiento reside en una cognición intuitiva de singulares concretos o de existentes individuales a partir de los cuales se conocen conceptos que son signos de la cosa. Este proceso es indesligable de otros “vuelcos”: en el plano ontológico (rechazo de la realidad de los universales) y en el plano teológico-metafísico (recusación del Intellectus divinus en pro de la potentia Dei absoluta que conduce a una metafísica del individuo en la que toda diferencia formal queda reducida a diferencia real de cosas separadas o separables).
Pero estos vuelcos parecen tener que ver con la intensificación de una reflexión al interior de un complejo paradigma. Intensificación orientada, consciente o inconscientemente (no es del caso discutirlo aquí), a remover los cimientos metafísicos y metodológicos de dicho paradigma y a perfilar nuevos compromisos a estos dos niveles (Kuhn, Th., 1985: 77). 

19 Eco, U., 1985a: 30. 

20 Nos dice Eco que en De Signis, “Bacon utiliza significare, significatio, significatum en un sentido que difiere radicalmente del tradicional. En DS II, 2, afirma que signum autem est illud quod oblatum sensui vel intellectui aliquid designat ipsi intellectui [signo es lo que presentado al sentido o al entendimiento le designa algo al mismo entendimiento]. Al parecer, el designat baconiano representa el faciens in cogitationem venire [lo que hace que algo venga al entendimiento] de San Agustín. No obstante, para Agustín el signo produce algo en la mente, mientras que para Bacon un signo muestra algo (probablemente externo a la mente) a la mente. 
Para Bacon los signos no refieren a sus referentes a través de la mediación de una especie mental, sino que señalan directamente o se postulan para referir inmediatamente a un objeto, con independencia de si tal objeto es un individuo (una cosa concreta) o una especie, un sentimiento, una pasión del alma. Lo que cuenta es que entre el signo y el objeto nombrado no hay mediación mental. Bacon utiliza entonces significare en un sentido extensional mental.
Bacon destruye definitivamente el triángulo semiótico formulado desde Platón, según el cual la relación entre las palabras y los referentes estaría mediada por la idea, el concepto o la definición. Con Bacon, el lado izquierdo del triángulo (esto es, la relación entre palabras y significados) se reduce a un mero fenómeno sintomático.
Bacon se quejaba siempre de que los eruditos de su tiempo no conocieran lenguas extranjeras. Conocía el griego y era capaz de leer De Interpretatione de Aristóteles sin confiar en la traducción de Boecio. Advierte que Boecio, al emplear dos veces el término nota, desconoce el hecho de que, para Aristóteles, las palabras eran “en primer lugar” o “primordialmente” síntomas de las pasiones del alma. Interpreta por consiguiente el pasaje aristotélico de acuerdo con su propia posición: las palabras se hallan esencialmente en una relación sintomática con las especies y en el mejor de los casos, sólo pueden significarlas vicariamente, a través de una segunda impositio. La relación de significación propiamente es la que se establece entre las palabras y las cosas. Desconoce el hecho de que para Aristóteles, si bien las palabras son síntomas de las pasiones mentales, también las significan, hasta el punto de que sólo podemos comprender las cosas nombradas a través de estas especies comprendidas. Para Aristóteles, así como para la tradición medieval anterior a Bacon, la extensión es todavía una función de la intensión; para determinar si algo es el caso, es preciso comprender primero el significado de la aserción. Para Bacon, la única significación de la aserción es el hecho de que su referente sea el caso.
Resulta entonces claro por qué en su marco terminológico el sentido de significatio sufre un cambio radical. Antes de Bacon, nominantur singularia sed universalia significantur; con Bacon, significantur singularia o al menos significantur res “[(Antes de Bacon) los singulares se nombran, pero los universales se significan; (con Bacon) los singulares se significan, (o al menos) las cosas se significan] aun cuando una res pueda ser también una clase, un sentimiento, una especie.” Eco, U., 1994: 31-35].

21 Vale la pena insistir en la correlación Ockham-Bacon puesto que este último puede interpretarse como “puente crítico” entre el Obispo de Hipona y el Venerabilis Inceptor. Beuchot hace referencia al estudio de K.M. Fredborg-L. Nielsen-J. Pinborg: “An Unedited Part of Roger Bacon’s Opus maius: De signis” publicado en Traditio, 34 (1978), pp. 75-136. Allí se ha dado a conocer un tratado sobre los signos de Roger Bacon que parece ser una de las primeras obras de semiótica aparecidas en la historia. Su definición de signo establece que es “aquello que, habiendo sido ofrecido a los sentidos o al intelecto, designa algo para el intelecto”. Como lo hace notar T.S. Maloney [“The Semiotics of Roger Bacon”, en Medieval Studies, 45 (1983), pp. 120-154] decir que el signo es algo que designa no es de mucha ayuda, y por su imprecisión, este y otros autores han creído que la definición sólo se reduce a los signos inteligibles (aunque, al dejar como alternativa el que los signos sean ofrecidos a los sentidos, no excluye los sensibles). A nosotros nos parece que las cosas se aclaran si interpretamos al intelecto como término del recorrido de toda significación, sea esta sensible o inteligible. Por lo tanto, la definición es correcta si la tomamos restrictivamente como referida al ámbito antropológico. El problema de la definición está, más bien, en la exclusión de signos a los que Bacon da bastante importancia, a saber, los signos sensibles usados por los animales. 
Como contraparte, Bacon establece bien los elementos básicos para una teoría de los signos, pues la significación aglutina a un agente que produce el signo, el signo mismo, lo que designa y un intérprete. Pero la división de los signos es clara y cabal. Hay dos clases: los naturales (que significan por su propia esencia, no por imposición de una mente o alma humana) y los intencionales (que han sido instituidos por la intervención del hombre o de ciertos animales). Según el modo de relacionarse con lo que significan, los signos naturales se dividen en: 1) signos que surgen por la inferencia (o consecuencia, o concomitancia). Tienen dos subclases: según que signifiquen por inferencia necesaria (siempre ocurren cuando ocurre lo que designan; pueden ocurrir antes, durante o después de lo designado, por ejemplo, el canto del gallo es un signo del tiempo nocturno; el alba es un signo de inminente amanecer; y que la mujer tenga suficiente leche para alimentar al niño es signo del nacimiento de éste); o por inferencia probable (no siempre ocurren cuando ocurre lo que designan, pero tienen cierta conexión probable; por ejemplo, ser madre es señal de amor, un cielo rojo en la mañana es señal de lluvia ese mismo día y un suelo mojado es signo de que llovió anteriormente; 2) signos que surgen de, y significan por, la configuración y el parecido; por ejemplo, imágenes, pinturas, semejanzas, cosas que son parecidas (y también incluye los conceptos); 3) signos que significan por ser causas y efectos –más frecuentemente los efectos–, por ejemplo el humo es señal del fuego, la huella es señal del animal que pasó por allí.
Los signos intencionales que surgen de la intención del alma que los impone para significar de acuerdo a sus intereses son de dos clases: 1) los que significan naturalmente (parece contradictoria una significación al mismo tiempo natural e intencional pero sucede que aquí Bacon se refiere a los signos utilizados por los animales –principalmente de la misma especie– que pueden comunicarse entre sí). Son signos producidos por un alma (irracional) con una intención pero, a la vez, tienen mayor naturalidad que los signos humanos. Ante esta dificultad, Bacon optó por una clasificación lo más apegada a sus fines aunque adoleciera de cierta ambigüedad; 2) los que significan deliberadamente o a voluntad (ad placitum): las palabras que configuran el lenguaje humano y que surgen por imposición y convención.
En el terreno de la filosofía del lenguaje, son apreciables en Bacon sus tratados sobre la significación, la suposición y las demás propiedades de los términos así como de los tipos de proposición contenidos en la Summule dialectices (ed. R. Steele, Oxford: Clarendon Press, 1940). Todas estas referencias han sido resumidas de Beuchot, Mauricio: “Semiótica y filosofía del lenguaje en Roger Bacon”, en: 1987 : 115-127. Además, del mismo autor: 1991: 134-137.

22 Verón, E., 1987: 27.

 


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