PERTINENCIA DE LA INVESTIGACIÓN
I.1. Perspectiva
histórico-semiótica: consideraciones generales
El tema objeto de la indagación semiótica no son precisamente
los signos sino la acción de los signos o semiosis.1
Esta acción acontece en niveles que pueden distinguirse e identificarse como
esferas específicas o zonas de actividad del signo. Al concepto de semiosis, actualmente
conectado con la vertiente filosófica del pensamiento sobre el signo, corresponde el
término significación, menos "técnico" por cierto y ligado, en nuestros
tiempos, a las vertientes lingüísticas.
Sea como fuere, la semiótica contrasta con la semiosis tal como
el conocimiento contrasta con aquello que es conocido. La semiótica es el conocimiento
acerca de la semiosis. Es la explicación teórica de los signos y de lo que hacen o, para
ser más exactos, de lo que hacemos con ellos y de lo que ellos hacen con nosotros.2
La historia de la semiótica es un proyecto que no puede escapar a la filosofía. Si bien
complicado, es considerablemente más manejable que la historia de la filosofía. Será la
historia de los intentos, más o menos vacilantes, de tomar a cargo aquello que subyace a
la semiosis y la hace posible, a saber, el signo.
¿Qué es un signo en tanto condición y/o resultado posible de
la semiosis? ¿Cómo actúa un signo en su distintiva objetividad? Éstas son las
preguntas fundamentales de una filosofía semiótica. Persistiremos en ellas aun luego de
trabajos como éste. En todo caso, nuestras pretensiones aquí estriban en lo que sería
la posibilidad de contextualizar históricamente estas preguntas.
Advierto que esta aproximación no es la de un medievalista que
anda por bibliotecas microfilmando raros manuscritos y decodificándolos. Lejos estoy de
tal competencia u oficio. Mi acercamiento a este tema es el de un semiótico de una
megaurbe latinoamericana de finales del siglo XX que entiende su disciplina como práctica
originariamente filosófica. Esgrimo esta evidencia para indicar que no me puedo preciar
de conocer, ni por asomo, la totalidad de escritos del autor que me propongo estudiar
aquí. Lo conozco a través de ediciones y, por ende, de selecciones preparadas por sus
más renombrados exégetas. Me he encomendado a ellos para recoger casi exclusivamente las
tesis sobre la acción/pasión de los signos que comprometen aspectos cruciales de su
filosofía. Al final se trata de reconocer las vigas y columnas de una construcción que
sigue siendo, en mucha medida, misteriosa para mí.
Desde este otro oficio de semiótico de flujos de comunicación
social que se ejerce en la Universidad con un gesto extrañamente similar y diferente al
del filólogo medievalista en la biblioteca frente a sus manuscritos, desde esta
preocupación permanente, pretendo elaborar, hace ya años, en el marco de la apertura al
curso de Semiótica General, apuntes relativos a hitos de una posible historia del
pensamiento sobre el signo o, más exactamente, sobre la "signidad". En suma, el
estudio y la enseñanza de semiótica general ha ido conduciéndonos progresivamente a un
estado de curiosidad e inquietud permanente en torno a la evolución histórica de las
perspectivas de estudio del signo, esto es, a un querer-saber sobre el ser y sobre el
hacer de las teorías que, a lo largo de la historia del pensamiento, han abordado el
mencionado tema.
La investigación del rol de los signos en esferas particulares,
si bien coincide con nuestra praxis, está más allá de la mira de este trabajo. Por lo
general, estas indagaciones especializadas hacia signos de tal o cual tipo, es decir,
hacia la acción de los signos en la creación y moldeo de tal o cual esfera objetiva de
experiencia singularmente suficiente, son normalmente mantenidas aparte de las preguntas
sobre lo que es el signo.
Sucede que por una deformación de especialista,
ciertos estudiosos de la semiótica suelen creer ingenuamente que los planteamientos sobre
el signo están ligados casi exclusivamente al problema del lenguaje y, por ende, a la
episteme lingüística. No obstante, la práctica filosófica conduce primero a darse
cuenta que ciertos problemas tratados por la lingüística no tienen nada de
específicamente lingüísticos sino que emergen de dominios tales como la teoría del
conocimiento, la ontología e incluso la teología. Uno de esos problemas es el del signo.
La presente investigación pretende abordar este asunto en la obra de un autor que marca
un punto de no retorno al aportar una de las contribuciones más polémicas en el proceso
de apertura de la llamada vía moderna de la filosofía.
En estos términos, asumimos que los límites entre la semiótica
y la filosofía son sólo institucionales y discrepamos de raíz con quienes sostienen que
la historia de la semiótica debe comenzar con De Saussure.3 La historia de la semiótica
es un proyecto que, en principio, no puede no coincidir con la historia de
la filosofía. Allí tenemos intentos de examinar teóricamente lo que es distintivo del
signo, tanto en su existencia como en la acción temporalmente limitada que sobreviene a
esa existencia, de acuerdo con el antiguo dicho "tal como un ser es, así
actúa" (agere sequitur esse).
En este sentido, la historia y la teoría de la semiótica crecen
juntas preocupadas por recoger, identificar y analizar aquellos momentos de conciencia
acerca del signo, es decir, cuando los signos no sólo son usados sino reconocidos en su
contraste con aquello para (o por) lo que son usados. Es decir, la semiótica primero
debe, en orden a formular su historia, identificar y jerarquizar esos momentos donde el
signo viene a ser reconocido por el rol que juega por derecho propio y no sólo desplegado
casi invisiblemente en los tratamientos analíticos de objetos particulares. Por
consiguiente, el objeto de la historia de la semiótica no está actualmente dado, a menos
que la teoría que lo hace visible que es el conocimiento del signo en su ser
distintivo, sea construida.
Lo interesante es que, antes de que la lingüística de
inspiración estructural irrumpiese en el tema de los signos, el objeto de la historia de
la semiótica se visualizaba exclusivamente a partir de un modelo triádico que
involucraba, a grandes líneas, a la realidad, al conocimiento y al signo; de esta manera,
se relacionaba en una sola problemática teórica, cuestiones ontológicas, gnoseológicas
y semióticas.
Por eso, la historia
de la semiótica es, antes que nada, un logro del conocimiento filosófico sobre el signo.
En este sentido, es una historia que se extiende también al futuro y que nunca será
completada mientras este conocimiento continúe operando.
Un enfoque como éste nos conduce a postular que la totalidad de la experiencia, desde sus
orígenes en el sentido hasta sus más altas realizaciones en el entendimiento, está
constituida por signos. La historia en cuestión será un trazado de las líneas que
conectan esos momentos en los que ese rol total o comprehensivo del signo en la
constitución de la experiencia y del conocimiento es de algún modo concebido. A partir
de esto, una historia de la semiótica será el desarrollo de las implicaciones y las
presuposiciones sincrónicas y diacrónicas entre estas concepciones teóricas.
Obviamente "diacronía" no es, en este caso, solamente
un tipo de retrospectiva o de secuencia de secciones sincrónicas discretas ordenada de lo
anterior a lo posterior. La diacronía involucra tanto la formación del pensamiento
futuro como la comparación y transmisión del pensamiento pasado. De esta manera, el
conocimiento crítico de la tradición ayuda a comprender las demandas que puede hacer el
futuro en el pensar presente. Así, poniendo un ejemplo interesado, una preocupación por
la época terminativa de la escolástica e incoativa de la modernidad puede resultar tan
actual para la conciencia semiótica como las discusiones más sofisticadas de filosofía
analítica o de hermenéutica en la medida en que en aquella época tanto como en ésta (o
quien sabe si más que en ésta) se formulan teorías que, en sus lineamientos básicos,
son la explicación de cómo la totalidad de conocimiento y experiencia depende de los
signos, o es producto de lo que hoy llamamos semiosis.
En la obra de muchos filósofos contemporáneos se descubre gran
interés por el análisis de la significación. Este análisis ha constituido un punto
vital de discusión por parte de pragmatistas y empiristas lógicos, y en las últimas
décadas se ha convertido en uno de los aspectos centrales de la obra de los filósofos
analíticos ingleses (muchos de los cuales despliegan su labor en la misma institución
académica del autor del siglo XIV que nos ocupará) y de los influidos por ellos.
Una situación parecida se produjo al final del periodo
helenístico, en los últimos años de la Edad Media, y en la obra de algunos filósofos
franceses de la Ilustración. Estas crisis de la filosofía interactuaron con crisis
culturales que no es del caso ahondar. El asunto es que en estos periodos el filósofo ya
no puede atrincherarse en su lenguaje como algo dado y estereotipado, sino que se ve en la
necesidad de tener que convertirlo en objeto de estudio como medio para determinar la
naturaleza y la función de su labor.
Entonces, pues, ¿dónde hubo una conciencia temática y
sistemáticamente articulada del rol del signo en la totalidad de la experiencia humana?
Desde esta pregunta, un proyecto de historia consistirá en el inventario de los
desarrollos de las implicaciones y presupuestos de esta conciencia o de este conocimiento.
Una respuesta preliminar a nuestra pregunta, expuesta del modo
más simple, es que ese conocimiento semiótico, luego de las sugerencias aristotélicas
contenidas en las Categorías, en el Perihermeneias y en el De Anima, halló una
formulación sistemática y un estatus temático nada desdeñable en la obra de los
estoicos.4 No obstante, es san Agustín quien parece haber sido el primer
pensador que enunció la idea de signum como instrumento universal de significados por
medio del cual la comunicación de cualquier clase y de cualquier nivel es efectuada.5
Eco entiende que Agustín fue quien primero propuso una "semiótica general" que
es una "ciencia" o "doctrina" general de los signos, donde éstos
devienen género del que las palabras (onomata) y síntomas naturales (semei=a) son a la
par especies.6
La raíz
"sem-" es definitivamente griega en su extracción. Pero, en los escritos
griegos llegados a nosotros, el rasgo dominante de esta consideración es la división,
próxima a dicotomía, entre Semeion/Natura, de un lado, y Sumbolon/Cultura, del otro.7
Esta oposición será, como veremos más adelante, central en nuestro trabajo.
Si bien no es nada desdeñable la aproximación y hasta la
identificación de semiótica y lógica que hacen filósofos como Locke y Peirce, hay que
tratar de reconocer sus especificidades e interconexiones.8 Entonces,
guardándonos de caer en el esquematismo, podemos admitir que si el paradigma clásico de
la lógica parece ser Aristóteles, el de la semiótica parece ser San Agustín.
Ahora bien, las principales líneas protomodernas de desarrollo del conocimiento
semiótico a partir de las tensiones generadas por Agustín, ocurren durante y después de
la vida de Guillermo de Ockham. De modo radical, la ciencia es puesta en contacto directo
con existentes singulares y tiene por objeto los conceptos. Pero estos conceptos ya no son
más realidades sino significaciones. Para decirlo en términos más
familiares, los conceptos existen como significantes en lugar de los significados que
designan. Esta perspectiva asombrosamente nueva inaugura una tradición cuyas
consecuencias aún siguen siendo recuperadas actualmente por las investigaciones
filosóficas.
Peirce, reconocido casi universalmente como fundador e iniciador
filosófico de la semiótica contemporánea (y no casualmente gran conocedor del
Medioevo), en uno de los artículos más célebres de sus Sellected Writings, coincidiendo
con muchos historiadores y filósofos, asevera que, a partir del siglo XII y durante todo
el período reconocido como Escolástica, se dio un gran despertar de la inteligencia.
Incluso llega a lamentar que los siglos XIII, XIV y XV se confundan con otros bajo el
nombre de Edad Media ya que son tan disimiles con los demás de este largo
período como el Renacimiento lo es de los tiempos modernos.9
Cabe anotar, en este punto, que la filosofía medieval, ya desde
Pedro Abelardo, se había constituido en una fuente muy importante para el que lee e
interpreta la historia del pensamiento en clave semiótica. Hallamos allí, en el marco de
la lógica, una teoría del signo, de los términos y de las proposiciones. Dicha teoría,
en la medida en que parte de una incipiente formalización del lenguaje natural u
ordinario (gramática lógica del latín), interviene en la fundamentación filosófica
del lenguaje en general.
Es evidente, entonces, que queremos inscribir el objeto de
nuestra investigación en la historia de la corriente doctrinal reconocida comúnmente
como nominalismo. En el artículo que Paul Vignaux dedica al estudio de esta teoría en el
Diccionario de Teología Católica sitúa los dos grandes momentos del nominalismo
medieval en los siglos XII y XIV. El primer momento es más breve y se centra en la
doctrina de Pedro Abelardo; el segundo, que se prolongará hasta el final de la Edad
Media, tiene como iniciador a Guillermo de Ockham. No obstante, en el lapso entre estos
dos hitos, si bien algunas tesis de Abelardo llegan a crear consenso, no se puede llegar a
reconocer un desarrollo doctrinal sostenido y homogéneo. Por eso, señala Jolivet,
entre estas dos configuraciones doctrinales existen suficientes semejanzas como para
que se las pueda ordenar dentro de un mismo género pero suficientes diferencias como para
impedir su confusión dentro de una misma exposición. Precisamente Vignaux, al
dividir en dos partes una materia reunida bajo un solo título, da cuenta de esta
situación.10
A todo esto, la expresión modus significandi había ya aparecido
fugazmente en Abelardo; Pierre Hélie la expone sistemáticamente pero saca de ella poco
provecho si se compara con los desarrollos que alcanzará en el siglo XIII. En efecto, es
en esta época cuando se desarrolla la Grammatica Speculativa, cuyo método es usado en
París después de 1260 y cuya teoría se expresa sobre todo en un cierto número de
escritos, como las Cuestiones sobre Prisciano de Simón de Dacia (entre 1260 y 1270), los
Modi significandi de Boecio de Dacia (hacia 1270) y de Martín de Dacia (antes de 1288),
además de la Summa grammática de Juan de Dacia (1280). Estas obras, publicadas en el
transcurso de los últimos años en el Corpus Philosophorum Danicorum medii aevi bajo la
dirección de A. Otto y H. Roos, proporcionan un amplio material. Esta elaboración
lógica y filosófica de la gramática será recibida en la corriente escotista y llevada
a un nivel de refinamiento aún superior: así sucede en la Grammatica Speculativa de
Tomás de Erfurt (por mucho tiempo atribuida a Duns Scoto), que conoció una amplia
difusión en Europa en el siglo XIV. 11
Este contexto deviene clave interpretativa fundamental del
presente trabajo ya que, como veremos en su momento (cf. II.2.4.), la doctrina ockhamista
del lenguaje, por sus presupuestos teológico-metafísicos y por su metodología lógica,
debe ser entendida, sobre todo en lo que atañe a nuestra pertinencia
histórico-semiótica, en su oposición a la teoría de los modi significandi y en su
semejanza (hecha de complejas concordancias y discordancias) con Abelardo. Admitiendo que
nuestro trabajo es sobre Ockham podemos decir, sin embargo, que en su contextualización
quiere girar en torno a Ockham.
Entonces, si bien el influjo agustiniano llegó hasta la
escolástica, tuvo que confrontarse con el rebrotar del aristotelismo producto de la
difusión gracias a los árabes de la obra del Estagirita. No obstante, la
definición de signo dada por san Agustín perduró, se mantuvo aun como referencia para
la crítica y la reformulación.12 Algunos la daban por supuesta en sus
investigaciones. Otros, como Ockham, sin aludir explícitamente a ella la tomaban para
modificarla. Ciertamente con esta actitud se vio enriquecida, pero también precisada,
pues se notaba que la definición agustiniana se reducía al signo sensible y hubo que
generalizarla de manera que abarcara al signo intelectual (el concepto), definiendo al
signo con notable simplicidad lógica como aquello que está en lugar de algo
distinto, y que puede ser conocido tanto sensible como intelectualmente.
Históricamente, señala Deely, la obra de Ockham no puede no relacionarse luego con la
resistencia de los lógicos, primero en París y más tarde en Coimbra y en Alcalá, a
aceptar la propuesta agustiniana de definición del signo.13 Se sabe que la
definición agustiniana considera para cada signo un vínculo necesario entre un elemento
sensible (o vehículo) y un contenido significado posiblemente inmaterial que es, como
tal, imperceptible. La objeción de los lógicos concierne, precisamente a lo que John
Locke vería pronto como la primera tarea a ser afrontada por el proyecto semiótico: la
exposición de la problemática de las palabras, los gestos y los significados interiores
del conocer tales como imágenes e ideas, bajo la perspectiva común deparada por la
noción de signo.
Lo que actualmente es común a todos los tratamientos del signo,
desde los tiempos antiguos hasta el presente, es la visión del signo como una
máscara de Jano, bifacial, o relativa a los poderes cognitivos de algún
organismo, de un lado, y al contenido significado del otro. Si es, pues, esta relatividad
la que constituye el ser propio de los signos, luego ¿por qué añadir la ulterior
condición de que esta relatividad tenga que fundamentarse en un objeto sensible como tal?
Es precisamente la inclusión como esencial de esta ulterior
condición la que no es esencial... y la que ha confundido inevitablemente la discusión
sobre la naturaleza o el ser propio de los signos.
El quid del problema concierne a la diferencia entre un
signo funcionando como tal desde dentro de los poderes cognitivos del organismo, y un
signo funcionando como tal impactando en esos poderes desde fuera. Esta diferencia es
crucial para el funcionamiento de los signos en tanto el fundamento de observabilidad en
el percipiente, es decir aquello que lo hace ser un percipiente, no es como tal él mismo
susceptible de observación. El fundamento que nos deja ver no se deja ver.
Pues bien, los orígenes de esta rebelión frente al vínculo de
la vieja época de los signos con un sentido-perceptible son aún oscuros. No
obstante, lo que pocos discuten es el hecho de que esta rebelión parece definitivamente
unida a la influencia de Ockham en París y a su introducción de la noción del concepto
como signo natural. Llegamos así al tema central de nuestro trabajo. El papel
que corresponde al concepto-signo natural no sólo en la epistemología inaugurada por el
Venerabilis Inceptor sino también como hito en la historia de la semiótica.
La semiosis, o acción de los signos, se verá complementada
hacia el umbral superior del concepto-signo por los signos rememorativos naturales y hacia
el umbral inferior por los signos lingüísticos convencionales. El concepto-signo
ocupará un lugar central y de intersección: natural como los vestigios e imágenes
rememorativas y lingüístico como los signos orales y escritos. Todo esto quiere decir
que la semiosis, como radio de acción del signo, involucra, además de la cuestión
teológica de base, una problemática epistemológica y otra lingüística amalgamadas de
tal modo que nuestra indagación se mueve acumulativamente de la esfera del ser a la del
conocimiento del ser y a la de la comunicación del conocimiento del ser.
Nuestro interés histórico no sólo tiene que ver, por ejemplo,
con una retrospectiva en relación a Aristóteles y Agustín sino también, y sobre todo,
con la prospectiva en relación al origen moderno de la semiótica como disciplina con
pretensiones de autonomía. En ese sentido, la cuestión de si el signo como tal envuelve
una mitad sensible per se recibió crecientemente, a partir de la obra de Ockham, una
consistente respuesta negativa. En tanto se despliega, este punto de controversia
histórica es teóricamente central para el cumplimiento de la principal tarea de la
semiótica tal como Locke la propuso, a saber, la producción de ideas así como de
palabras al interior de la perspectiva de una doctrina de los signos.
Precisamente, Peirce en el citado ensayo sigue el idealismo de
Berkeley hasta sus antecedentes medievales. Ubica su origen en el nominalismo de Ockham
quien aparece como responsable de haber reducido las verdades universales y las realidades
a signos o conceptos y constata que Berkeley redujo el mundo natural a sensaciones o
ideas. La continuidad histórica en la filosofía británica, desde los
nominalistas del siglo XIV hasta Bacon, Hobbes, Locke, Berkeley y Hume lleva a los
editores castellanos de Peirce a ver aquí la manifestación del desarrollo mental y
de la preferencia cultural de la nación británica por las realidades concretas,
prácticas.14
Más allá de lo discutible que puedan resultar estas
aseveraciones, lo que resulta claro es que el punto principal de la crítica de Peirce a
Berkeley se orienta hacia la suposición subjetivista de que las ideas sólo existen en la
mente y, por lo tanto, a la presunta raíz ockhamista de este supuesto.
Aquí detectamos uno de los modos más frecuentes de estereotipar
al Venerabilis Inceptor. Peirce aprovecha el comentario a la edición de las obras
de Berkeley para afirmarse como realista práctico por sentido común.
Siguiendo los argumentos de Duns Escoto, al que considera la mayor gloria del
escolasticismo, alega que los universales son signos a la vez mentales (en la medida en
que requieren un consenso) y objetivos (en la medida en que se refieren a realidades
independientes de las opiniones del hombre). Plantea que el realista, si es coherente, no
debe considerar en la mente y fuera de la mente como modos
incompatibles de existencia, pues la mente no es un recipiente con un interior y un
exterior. Pero cualesquiera que sean las ideas que la comunidad de las mentes (en el
futuro y en el presente) se vea obligada a aceptar y convenir, después de una
observación y una reflexión continuadas, las mismas constituirán la verdad.
Y la realidad consistirá en los objetos, las cualidades o los eventos hacia
los cuales las ideas verdaderas dirigen la mente de los hombres.
Ahora bien, no discuto el valor que para la postura pragmática
de la filosofía tiene este realismo coherente. En todo caso ese no es exactamente nuestro
tema. Más bien hay que señalar aquí, en primer lugar, que el hecho de dar a los
universales el estatus de signos pone ya a Peirce en la vía moderna; y, en
segundo lugar, que por restringir la posición ontológica de los escolásticos al debate
de los universales podemos perder de vista lo que puede sonar escandaloso para los
historiadores obsesionados por las etiquetas, a saber, el realismo de Ockham. Ya sea
conceptual (Boehner), proposicional (De Andrés) y, sobre todo, ontológico (Moody).
Podemos comprender a Peirce, hombre de su tiempo al fin y al cabo, pues al prescindir de
estos intermediarios pierde de vista la posibilidad de entrever los aspectos realistas de
Ockham. Habrá oportunidad de retomar esto.15
En todo caso, es el mismo Peirce quien reconoce que las
explicaciones actuales de la controversia entre realistas y nominalistas son igualmente
falsas e ininteligibles (...) provienen en último análisis del Diccionario de Bayle; en
todo caso no se basan en un estudio de los autores. Cita luego a Hallam, quien con
razón afirma que:
Pocos, muy pocos, durante los
últimos cien años han interrumpido el reposo de las inmensas obras de los
escolásticos.16
He aquí algo
que puede ser tomado como imperativo moral de la presente investigación: asumir el
desafío de nuestras limitaciones y tener la osadía de interrumpir ese reposo.
Así como de ningún modo pretendemos referirnos exhaustivamente
a la obra de san Agustín, tampoco podemos hacer lo mismo con la de John Locke o George
Berkeley. En pro del orden monográfico que nos hemos propuesto nos conformamos con
algunas referencias marginales pero sugestivas. Nos interesa, más bien, el hito que entre
estas épocas queda configurado por algunos textos de Ockham con los que selectivamente
trabajaremos (confrontándolo con paradigmas semióticos anteriores, contemporáneos y
posteriores). 17
Lo que desde hoy, sin riesgo alguno de anacronismo, nos llama la
atención en estos textos, es el gesto de "audacia semiótica" que entrevemos en
la fundación de la "vía moderna". Es el primer momento en el que la teoría
del conocimiento se fundamenta explícita y sistemáticamente en el concepto de signo y/o
en el concepto-signo o, para ser más exactos, en el acontecimiento de los conceptos como
signos. Por lo tanto, en virtud de esta fundamentación, que en palabras de De Andrés no
es otra cosa que la irrupción de una teoría de la intelección como signo, no sólo
está en ciernes sino que esboza sus primeros despliegues una semiotización del
conocimiento y, en consecuencia, de la comunicación lingüística.
________________________________________________
1 A propósito de esta aclaración inicial hay que señalar que
la semiótica contemporánea parece agitarse angustiada frente a una disyuntiva.
¿Cuál es el concepto fundamental: el signo o la semiosis? La diferencia es importante y
en definitiva vuelve a proponernos la vieja distinción entre el pensamiento del ergón y
el pensamiento de la energeia. Si releemos la historia del nacimiento del pensamiento
semiótico de este siglo, digamos desde el estructuralismo ginebrino hasta los años
sesenta, podría parecernos que, al comienzo, la semiótica se perfila como pensamiento
del signo; luego ese concepto empieza a ser puesto en tela de juicio, hasta su
disolución, y el interés se desplaza hacia la generación de los textos, hacia su
interpretación, la deriva de las interpretaciones, las pulsiones productivas, el placer
mismo de la semiosis (Eco, Umberto, 1990: 13). Eco propone luego regresar a los
orígenes del concepto de signo no sólo para mostrar que esa disyuntiva apareció en una
etapa tardía sino, y sobre todo, para redescubrir que la idea original de signo no
se basaba en la igualdad, en la correlación fija establecida por el código, en la
equivalencia entre expresión y contenido, sino en la inferencia, en la interpretación,
en la dinámica de la semiosis. El signo de los orígenes no corresponde al modelo
a=b, sino al modelo si a, entonces.... Para decirlo con Peirce, es
cierto que la semiosis es una acción que es, o entraña, una cooperación de tres
sujetos, el signo, su objeto y su interpretante, de manera tal que esa influencia relativa
no pueda en modo alguno reducirse a acciones entre pares [Collected Papers, 5484];
pero esta definición de la semiosis sólo se opone a la de signo si olvidamos que, cuando
Peirce habla de signo en este contexto, no lo concibe en absoluto como entidad biplanar
sino como expresión, como representamen, y que cuando habla de objeto piensa tanto en el
Objeto Dinámico aquello a lo que el signo se refiere como en el Objeto
Inmediato aquello que el signo expresa, su significado. Entonces, pues, el signo
está en lugar de otra cosa. Bien, pero sólo en relación con cierto punto de vista o
capacidad. En este sentido el objeto signo, central en la especulación
semiótica del pasado, aparece indisolublemente ligado al proceso de interpretación. Eco
insiste con Peirce: En realidad, el signo es lo que siempre nos hace conocer algo
más [Collected Papers, 8.332, en Eco, Umberto: Ibíd.]. Nuestra lectura de Ockham
se articula como interpretación pragmática de la historia interna de la teoría sobre el
signo. En cierto modo queremos desentrañar los elementos protopragmáticos del
nominalismo (que, en principio y en realidad debería denominarse semioticismo). La
reversibilidad de la propuesta estriba en la búsqueda de posibles raíces nominalistas
del pragmatismo.
Por otro lado, atendiendo a la etimología,
"signo" se remonta al latín signum, que Cicerón define como "quod
sub sensum aliquem cadit et quidam significat". El plural de "signum"
es "signa" de donde proviene, hacia el 1140, el vocablo castellano
"seña" que alude a una señal, marca, insignia,
bandera. "Señal" procede, pues, del adjetivo "signalis"
("que sirve de signo") formado tardíamente sobre el sustantivo "signa".
El significado más general y primario, tanto de signum como del correspondiente
término griego shmei=on (y también de sh=ma), era el de "marca distintiva por la que algo es conocido". Mientras
tanto, "símbolo", proviene del latín symbolum, que significaba "signo de
reconocimiento", por tanto un particular tipo de signo. El término latino transcribe
el griego súmbolou
(derivado de sumbállo
yo junto, hago coincidir, proveniente a su vez de ballo yo lanzo) que
significaba primeramente cualquiera de las dos mitades de un objeto previamente partido y
dividido entre dos personas celebrantes de un contrato; cada una de ellas conservaba una
mitad para servir de prueba ulterior de su identidad como parte contratante. El término
así conectado con el verbo sumbállein "unir", significaba también cualquier
contraseña que probara la identidad, así como, por extensión, cualquier garantía o
contraseña en general. Este repaso etimológico refuerza dos tesis: la primera, que los
símbolos son especie del genus signo y la segunda, que el signo comporta, mínimo,
una relación entre dos términos o relata, según la cual una entidad remite a la
otra. (Ver al respecto Corominas 1973: 531,536 y Hierro, J.: 1980: 31-32. Este último
autor remite al Dictionnaire étimologique de la langue latine, de Ernout y
Meillet, edición de 1951).
2 La ciencia de los signos es la ciencia de la
constitución histórica del sujeto. En ese sentido señala Peirce que: "El hombre
hace la palabra, y la palabra nada significa que el hombre no le haya hecho significar, y
eso sólo para un hombre determinado. Pero como el hombre sólo puede pensar por medio de
palabras u otros símbolos externos, éstos podrían volverse hacia él y decir: No
significas nada que no te hayamos enseñado y, en ese caso, sólo en la medida en que
formules alguna palabra como el intérprete de tu pensamiento. De hecho, por lo
tanto, los hombres y las palabras se educan recíprocamente; todo aumento de la
información de un hombre implica y es implicado por un correspondiente
aumento de la información de una palabra (...) no existe elemento alguno de la conciencia
del hombre que no tenga algo correspondiente a la misma en la palabra, y la razón es
obvia. Es que la palabra o el signo que usa el hombre es el hombre mismo. Pues, del mismo
modo que todo pensamiento es un signo, tomado en forma conjunta con el hecho de que la
vida es un conjunto de pensamientos, prueba que el hombre es un signo, así el hecho de
que todo pensamiento es un signo externo prueba que el hombre es un signo externo. En
otras palabras, el hombre y el signo externo son idénticos, en el mismo sentido en que
las palabras homo y hombre pueden ser idénticas. Por consiguiente,
mi lenguaje es la suma total de mí mismo, porque el hombre es el pensamiento".
[Peirce: "Algunas consecuencias de las cuatro incapacidades" en 1987: 86]. En
referencia a los modelos mencionados en la primera nota hay que meditar en el hecho de que
el signo como equivalencia, e incluso como identidad, corresponde a una noción
esclerosada de sujeto mientras que el signo como momento (siempre en crisis) del proceso
perpetuamente inferencial de la semiosis es el vehículo mediante el cual el propio sujeto
se construye y deconstruye permanentemente. El sujeto participa en la crisis histórica (y
constitutiva) del signo. Somos, como sujetos, lo que la forma del mundo producido por los
signos nos hace ser. De algún modo, tenues esbozos de este modo de pensar arrancaron con
el llamado movimiento nominalista.
3 Éste es el caso de Anne Hénault quien en la
conclusión de su Histoire de la Sémiotique, denuncia un supuesto "virus de
precursores": "Attendait-on que cette Histoire de la sémiotique commençât
avec Aristote, Alain de Lille, Thomas dAquin ou les Modistes des XIIIe et XIVe
siecles? Fallait-il aussi faire sa place a Galien, le medecin? La philosophie sémiotique
cite ces médecins, grammairiens et philosophes antiques et mediévaux comme ses
précurseurs: tout ce qui a un jour fait travail dinterpretation raisonné est ainsi
convoqué (voir par exemple lhistoire de la sémiotique proposée par J.Deely dans.
Introducing semiotic, Bloomington, 1982). Pour la théorie sémiotique qui a
été ici présentée selon lordre historique il ne convient pas de se lancer dans
une quête tous azimuts de précurseurs. Le siècle qui vient de sécouler a vu la
découverte et lélaboration didées sémiotiques, pour lesquelles il ny
avait pas de devanciers. Saussure et Hjelmslev lont proclamé avec la dernière
énergie. Ils ont par avance dénoncé le "virus du précurseur", le préjugé
danticipation qui méconnaît la coherence interne du savoir dun temps (G.
Canguilhem, Etudes dhistoire et de philosophie des sciences)". En
el párrafo siguiente da una idea de las características de su propuesta: "Nous
croyons avoir contribué à montrer comment lenchaînement de découvertes
sémiotiques qui sest produit depuis la fin du siècle dernier, a fondé la
singularité et lautonomie de la sémiotique a partir de ce "point de
non-retour" (F. Régnault in Sur lHistoire des sciences de M.Fichant et
M. Pecheux) quest lensemble de la méditation de Saussure sur la langue. Nous
avons montré aussi comment L. Hjelsmlev dune part, et dautre N.Troubetzkoï
et R. Jakobson ont prolongué et perfectionné le saussurisme". (Hénault, Anne,
1992: 120-121). Es comprensible que una disciplina así especializada decida desentenderse
de todo lo anterior a Saussure marcando un "punto de no retorno". No es difícil
notar la oposición filosofía semiótica vs. teoría semiótica. Para la primera,
representada por Eco y Deely entre otros, el rastreo de precursores no deja de ser
imprescindible y apasionante. Para la segunda, como la concibe Hénault un tanto
ingenuamente, todo comienza con la lingüística estructural. Las respuestas a las
interrogantes que se hace esta autora al inicio de este fragmento sólo son posibles en
quien ha renunciado a tratar el tema filosóficamente para encerrarlo en la supuesta
autonomía de un modelo teórico-metodológico que no es tan homogéneo ni armónico como
se retrata. En sus últimos escritos Greimas autor en quien culmina la historia de
Hénault no pudo sustraerse, a raíz del giro estético de los ochenta,
a la reflexión sobre los presupuestos fenomenológicos husserlianos de su teoría. Y es
que todas las semióticas, sean semiolingüísticas o filosóficas, comportan una
dimensión o una referencia fenomenológica en el sentido de que cada una encuentra a su
manera su respuesta a una cuestión filosófica muy general: ¿cómo se desprenden de la
percepción el sentido y después la significación? En el último Husserl esta pregunta
encuentra su respuesta en el componente hilético es decir, la sensibilidad
más que en el componente noemático (Fontanille, Jacques, 1993-4: 9). Esta
reflexión de uno de los más conspicuos portavoces de la escuela greimasiana muestra
cómo la semiótica, de cualquier orientación, no puede no partir de una interrogación
filosófica acerca del modo en que la aprehensión sensible transforma al mundo en un
mundo significante.
Nosotros trabajamos el análisis de textos enmarcados en el paradigma
estructural-generativo fundamentado por Greimas; pero, de allí a abdicar de nuestra
persistente e insistente práctica de crítica filosófica, hay un largo trecho. El
trabajo que aquí se inicia es ocasión para continuar con esta polémica.
4 Señala Georges Kalinowski: "A partir de
Lukasiewicz, quien confrontó la lógica de Aristóteles con la de los Estoicos y puso de
relieve su especificidad [Elements of mathematical logic, Oxford, Pergamon Press,
Warszawa, PWN, 1963, "International series of monographs on pure and applied
mathematics" vol. 31], muchos historiadores de la lógica estudiaron el aporte de
los Estoicos, entre otros Bochenski [Formale Logik, Freiburg/München, Verlag Karl
Alber, 1956. Ancient formal logic, Amsterdam, North-Holland Publishing Company, 1968] y
Mates [Stoic logic, Berkeley-Los Angeles, University of California Press, 1961].
Mientras este último estudió principalmente la lógica de la Stoa, el primero
recordó, además, sus estudios sobre lenguaje. En efecto, Formale Logik, expone,
apoyándose en textos, la semiótica (avant la lettre) de los Estoicos. No obstante
el valor de los estudios evocados sobre la lógica y la semiótica [metalógica] de los
Estoicos, preferimos referirnos directamente a Sexto Empírico, el autor más antiguo que
haya escrito sobre el Pórtico.
En efecto, lo esencial en la enseñanza de los estoicos sobre el lenguaje (considerado
desde nuestro punto de vista) está resumido en "Contra los lógicos" [ 1.II, SS
11 y 12 ]. Según los Estoicos, relata su adversario escéptico, "tres cosas están
conjuntas: el contenido del signo (tò shmainómenon), el signo (tò shmai=non) y lo que existe realmente
(tò tugánon). Así,
"Dion", por ejemplo, es un signo; el contenido del signo es la cosa que el signo
devela y percibimos como presente en nuestro intelecto y que los bárbaros no conciben,
aunque escuchen el sonido de la palabra; lo que existe realmente es el objeto exterior,
como Dion mismo. De estas tres cosas, dos son corporales, a saber, el sonido de la palabra
y la cosa realmente existente; una es incorporal, a saber, lo que es el contenido (tò shmainómenon pra=gma) y el sentido
(la significación: tò lektón) del signo y esto es lo que se convierte en verdadero o falso". Esta
última observación es preciosa porque indica la correcta interpretación de la fórmula
empleada por Sexto Empírico, que, tal cual, puede sorprender o conducir a error. ¿No
dice más bien que el contenido del signo es la cosa develada? Se podría creer que se
trata de la cosa designada, dicho de otro modo, del designado. Sin embargo, nuestro
escéptico agrega "y que percibimos como presente en nuestro intelecto". Esto
manifiesta que se trata del significado (del sentido, de la significación) y no del
designado. En realidad, sólo del concepto en tanto sentido se puede decir que es
incorporal y si es verdad que percibimos la cosa develada como presente en nuestro
intelecto, es porque su esencia, desmaterializada por el intelecto en proceso de
abstracción, constituye la comprensión del concepto producido por el intelecto y que
permanece en él. Y cuando el sentido es juicio y no concepto, se "convierte en
verdadero o falso", según la expresión de Sexto Empírico. El célebre lektón de
los Estoicos cuya teoría elaborada por ellos (pero que se encuentra ya
implícitamente en Aristóteles), legada a la posteridad por Sexto Empírico y sacada del
olvido, entre otros, por Bochenski, adelantó alrededor de diecinueve siglos la
despsicologización de la lógica". Kalinowski (1985: 31-33). Eco (1990) trata
importantes ideas de los Estoicos, en particular su lógica de la inferencia. El mismo
autor, en un trabajo anterior, había empleado esta teoría en la comparación de los
signos con los espejos llamándola "la primera y más completa teoría del signo que
se haya formulado nunca" (1988: 26). Por otra parte, Deely hace referencia a varios
estudios sobre la semiótica estoica: el realizado por David Savan aparecido en la entrada
"Stoicism", en el Enciclopedic Dictionary of Semiotics editado por
Thomas Sebeok (Berlín: Mouton) en 1986; el de Verbeke "La Philosophie du Signe
chez les Stoiciens", publicado en Les Stoiciens et Leur Logique, ed. J.
Brunschwig (Paris: Gallimard) en 1978; el de Eco The Sign Revisited publicado
en Philosophy and Social Criticism 7. 3/4, en 1980. El mismo Deely dice allí que:
Como la manzana de Tántalo, los escritos estoicos están ahí para ser gozados,
sólo si pueden ser alcanzados lo que hace de su fascinación algo grande. Quizá
por esto es que hoy un experto importante de lógica estoica (Mates) impone
rutinariamente, bajo su exposición de las presuntas concepciones estoicas, terminología
bosquejada desde el marco de la lógica simbólica posterior a Russell y al primer
Wittgenstein, mientras el más fascinante autor de abducciones en semiótica estoica (Eco)
las ha transformado en novelas. (Deely, J.: 1990: 110).
Beuchot realiza también una breve y didáctica aproximación crítica en la que da cuenta
de más fuentes (1987: 23-24). Como podemos ver, de la gran cantidad de fuentes
existentes, hemos tenido que restringir nuestra nota a la información más reciente y
vinculada específicamente con la epistemología semiótica. La vigencia de los Estoicos,
su gravitación actual, queda fuera de toda duda.
5 Este es un hecho sorprendente al que muy poca
atención se ha prestado. No hay nada en el mundo de la antigua filosofía de Grecia o
bien de la era Romana dominada por esta filosofía, que corresponda a la noción de
signo tal como aún hoy la presuponemos suministrando a través de su
distintivo tipo de acción (semiosis) el tema-objeto unificado de la investigación
semiótica. Deely, J.: 1990: 110.
6 El rol de Agustín frente a los antecedentes de
la antigua Grecia y Roma también ha sido finamente captado en un reciente sumario
descriptivo titulado Latratus Canis or: The Dogs Barking conjuntamente
ensayado por Eco, Lambertini, Marmo y Tabarroni (Deely, J.: 1990: 130). El aporte de
Agustín a la Semiótica, básicamente su integración de los modelos de la inferencia y
de la equivalencia está en Eco, U. 1990: 51-55. Deely establece una línea de influencia
entre la tematización agustiniana y la sistematización de Poinsot (1632). Explica,
además, que dicho desarrollo es bautizado inconscientemente por John Locke (1690), quien
sugirió una alternativa hipotética a la perspectiva de sus propios trabajos, una
perspectiva cuyo desarrollo iba a destruir el eje especulativo de esas labores tempranas
así como todo el subsecuente desarrollo moderno en continuidad con él. Deely muestra
cómo la continuación de la propuesta de Locke, alimentada además por un impresionante
manejo de las tesis de escolásticos medievales y posmedievales, es ilustrada implacable e
impecablemente en los escritos de Charles Sanders Peirce (Deely, J.: Op. Cit., 111-119).
7 Deely, J., 1990: 109.
8 Locke, en su Ensayo sobre el entendimiento
humano (Libro IV. Cap. XXVI), declara que caen bajo el entendimiento humano, en primer
lugar, la naturaleza de las cosas, luego, lo que el hombre debe hacer y, finalmente, los
medios de nuestro conocimiento. Designa a estas tres ramas del saber respectivamente con
los nombres griegos "fusikh", "praktikh" y
"shmeiwtikh". Llama a esta última "doctrina de los
signos" o "lógica", siendo las palabras los signos más usuales y siendo
uno de los sentidos del término "logos", justamente, el del término
"palabra" [Locke, J., 1992: 727-728]. Peirce no se alejaba mucho de Locke cuando
concluye que: "La lógica, en su sentido general, es, como creo haberlo demostrado,
sólo otro nombre de la semiótica (shmeiwtikh), la doctrina cuasi-necesaria
o formal de los signos. Al describir la doctrina como cuasi-necesaria, o
formal, quiero decir que observamos los caracteres de tales signos como podemos y, a
partir de tal observación, por un proceso que no objetaré se ha llamado Abstracción,
somos llevados a aseveraciones, en extremo falibles, y por ende, en cierto sentido
innecesarias, concernientes a lo que deben ser los caracteres de todos los signos usados
por una inteligencia científica, es decir, por una inteligencia capaz de
aprender a través de la experiencia" [Peirce, Ch., 1974: 21].
9 Peirce, Charles: "Revisión crítica del idealismo de Berkeley" (En
1987: 93). Con relación a los vínculos de Peirce con el Medioevo es particularmente
sugestivo lo expresado por Beuchot. Peirce, en pleno siglo XIX, "a pesar de los
ambientes kantiano y positivista, adversos a la filosofía escolástica tuvo a esta
última muy en consideración [...] influyó en él para el surgimiento de la semiótica
como disciplina, y aún recibió su influjo en cuanto a varios contenidos que le dio la
misma, señaladamente en la concepción del signo". (1991a: 155-166). En efecto, en
sus primeros años de ejercicio filosófico, esto es, entre 1860 y 1870, Peirce, atraído
por el neokantismo, se había opuesto a tesis centrales del positivismo. Pero comenzó
luego a reaccionar en contra de varios aspectos del neokantismo respaldándose en sus
estudios de filosfía escolástica. En las ciencias sermocinales o del lenguaje, que
constituían el trivium, los escolásticos desarrollaban una doctrina general del signo.
Peirce se percata de esto y de la partición del trivium formula las partes de la
semiótica: gramática pura, lógica pura y retórica pura. Esta tripartición que Morris
traduciría en términos de sintaxis, semántica y pragmática, se muestra fértil y útil
en la actualidad y en nuestro trabajo será decisiva tanto en el plano heurístico como en
el hermenéutico. A final de cuentas, nuestra metodología queda marcada por un nuevo
trivium.
Por otro lado, la necesidad de recuperar los hitos históricos de la semiótica conduce a
Morris a plantear una directiva específica en relación al medioevo que precisamente
coincide con el tema de nuestro trabajo: A los semióticos les debería resultar
útil la historia de la semiótica, como estímulo y como campo de aplicación. Doctrinas
tan trasnochadas como las categorías, los trascendentales y los predicables son
irrupciones tempranas en los dominios semióticos y deberían ser clarificadas por
desarrollos posteriores. Las controversias helenísticas acerca del signo admonitivo e
indicativo, y las doctrinas medievales de la intención, la imposición y la suposición
merecen ser revividas e interpretadas. La historia de la lingüística, de la retórica,
la lógica, el empirismo y la ciencia experimental ofrecen un rico material suplementario.
La semiótica tiene una larga tradición y, como sucede con todas las demás ciencias,
debería conservar viva su propia historia (1994: 106; las cursivas son nuestras)
10 Jolivet, J., 1974: 163.
11 Jolivet, J. Ibíd.
12 Signum est enim res, praeter speciem quam
ingerit sensibus, alius aliquid ex se faciens in cogitationem venire [De doctrina
christiana, II, c.1, n.1; ed. J.P. Migne: Patrología Latina, París, 1865, vol.34,
col.35. Citado por: Beuchot, Mauricio: 1987:30] (Un signo es una cosa que, además de la
especie presentada a los sentidos, trae por sí misma al pensamiento alguna otra cosa
[Traducción de O.Q.]). Aproximadamente se puede leer lo siguiente: Signo, en
efecto, es la cosa que, además de la especie presentada a los sentidos, trae por sí
misma al pensamiento alguna otra cosa. También hallamos otra definición:
Signo es lo que se muestra a los sentidos y que, además, muestra algo al
espíritu. [Principia Dialecticae, V, t.32, col. 1410, en J.P. Migne, Patrologiae
cursus completus, Series Latina, edita accurante J.P.Migne, París, 1844-1864. Citado por:
Ramos, Alice: 1987: 174]. Ambas definiciones son suficientes para dar cuenta de la
intermediación sensible postulada por Agustín.
13 La figura de transición en el establecimiento
de una conexión ibérica durante esta secreta revolución de la semiótica de la alta
Edad Media fue Dominicus Soto, maestro en la Universidad de Alcalá de Henares. Sus
tempranos estudios en París lo llevaron a introducir en el medio ibérico (1529, 1554:
Summulae. Deely, J., 1990:139) una serie de distinciones ad hoc efectivamente portadoras
de la objeción a la ligazón de los signos como tales (es decir, en su ser esencial y en
su consecuente función activa en la experiencia) al vehículo sensible como signo. Una
vez desligados los signos de ese vínculo necesario con un vehículo sensible, la
cuestión verdadera y fundamental para una filosofía semiótica se expresa en este tipo
de pregunta: ¿en qué consiste propiamente la relatividad esencial, o en qué consisten
las relaciones esenciales, de la significación? Esta cuestión nunca ha sido resuelta
satisfactoriamente dentro de los paradigmas específicamente realistas o idealistas del
pensamiento. La resolución de ruptura de John Poinsot (Tractatus de Signis de 1632.
Deely, J., 1990:136), era en sí misma anómala en términos de las tradiciones previas
así como en términos de lo que anticipaba. En contraste, los paradigmas presemióticos
realistas o idealistas del pensamiento habían fallado, respectivamente, o en apreciar que
la percepción misma de estructuras es objetivada como relativa, o en apreciar que las
ideas son signos antes de devenir objetos de nuestro saber, y, como signos, pueden dar
acceso a la naturaleza de las cosas (esto es, a la naturaleza) sólo como
relativamente revelada a través de signos.
Las reacciones a estos planteamientos, bien sea para moderarlos o radicalizarlos, se
dieron un siglo después del magisterio de Dominicus Soto en Alcalá de Henares, en
coimbra. Poinsot (conocido como Juan de Santo Tomás) estudia con los conimbricenses,
también Pedro Fonseca y otros autores a los que Deely agrupa como la conexión
ibérica de la Semiótica. (Deely, John, 1990: 111-113). También se encuentra un
detallado análisis de las originales propuestas de estos autores en Beuchot, M.: 1988.
Estos dos textos han sido la base para preparar este resumen.
14 Peirce, Ch., 1987: 88. Siebeeck observa que
Ockham, al negar la teoría de las species y al dar al influjo de la voluntad
una preponderancia inusual en el conocimiento complejo o judicativo, construye una teoría
de marcado subjetivismo. Incluso llega a definir la teoría del conocimiento ockhamista en
paralelo con lo que será la esencia del conocer para Hobbes, es decir, un Rechnen
mit Begriffen. Asimismo, trata de ver en el ockhamismo los gérmenes de esa doble
tendencia que caracterizó a la filosofía moderna: el empirismo y el racionalismo (ambos
aparecen mutuamente entrelazados en la obra del Venerabilis Inceptor). El espíritu
inglés, subyacente en la obra de Ockham, sería el responsable de su opción por el
singular y la experiencia. Si bien Ockham es presentado como el escolástico que echó las
bases del empirismo, Siebeeck entiende que no debe interpretársele como un empirista
declarado ya que su especulación se caracterizará por ser una forma de transición, en
la que simultáneamente se dan los gérmenes de las dos direcciones cuya alternancia
determinará el ser de la nueva filosofía prekantiana. H. Siebeeck: Ockhams
Erkenntnislehre in ihrer historiker Stellung, en Arch. f. Geschich.d. Philos., t. 10
(1896-7), pp. 321-326. [Citado por De Andrés,T., 1969:13].
15 A la luz de la lógica estoica, Kluger
nos presenta el conceptualismo de Ockham como algo esencialmente diferente del
Nominalismo en que autores tributarios de una excesiva simplificación o de un
exclusivismo de escuela nos habían hecho creer. A la pregunta fundamental: ist
Ockham nominalist?, responde Kluger: Daneben müssen wir jedoch Ockham vor allem
einen Intentionalisten und Conceptualisten nennen; y, con una valo-ración altamente
precisa de las características semiológicas del conceptualismo ockhamista, añade Kluger
un poco más abajo: wir werden Wilhelm weiters einen Terministen nennen, weil er
Concept und Vox unter dem logischen Begriff des Terminus (Urteilselement) stellt.
Kluger,L., Der Begriff der Erkenntnis bei Wilhelm von Ockham, Breslau, 1913. Citado por De
Andrés, T., 1969: 15.
16 Peirce, Ch., 1987: 93-94.
17 Decir algunos textos es, siempre,
correr el riesgo de asumir las fragmentaciones de los exégetas y pensar desde ellas. El
texto sobre Ockham se superpone constantemente al texto de Ockham.
No obstante, tratamos de trabajar sobre este último aun cuando no podemos
contextualizarlo tan satisfactoriamente en el continuo de la obra en la que aparece. Algo
que resulta desventajoso si se quiere estudiar exhaustivamente a un autor medieval, se
puede tornar ventajoso desde la óptica no tanto panorámica sino más bien monográfica
consistente en detectar y seleccionar temáticas muy puntuales y localizadas como las que
perseguimos (sin perder conciencia de las progresiones dialécticas propias de métodos
expo-sitivos marcados por el modelo del Sic et non abelardiano). En efecto, se puede
trabajar con fragmentos sin perder de vista la arquitectura dialéctica sustentada en el
método de pros y contras que, a la larga, permite percibir, gracias a la puesta en orden
de las exégesis autorizadas, momentos teóricos diversos de un recorrido doctrinario. Si
no se toma esto en cuenta se pueden leer incongruencias allí donde han habido
sutiles progresiones críticas.
Por otro lado, nos hemos propuesto ir cerrando el corpus en cada capítulo de nuestro
trabajo: primero referencias a varias obras intermediadas por exégetas (cap.II); luego,
un ostensible predominio de algunos capítulos pertinentes de la Primera Parte de la Summa
Logicae (cap.III) y, finalmente, un trabajo en torno al discurso de funda(menta)ción de
su arquitectura lógica condensado en el capítulo I de la Primera Parte (cap.IV).
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